LAS CASAS DE MALICIA DE MADRID

Tras mucho tiempo de pensarlo, tomó una decisión de gran importancia para el futuro de España. Aquel lunes 19 de mayo de 1561 el rey Felipe II ordenó que la Corte se dirigiera a Madrid, mientras él salía de Toledo hacia la villa de Aranjuez a inspeccionar las obras del palacio y jardines que allí se estaban construyendo. Desde allí se dirigiría a Madrid, que a partir de ese momento se convertiría en la capital del Reino de España. Seis días más tarde, el 27, partía la reina y al día siguiente, el príncipe. Felipe II había dictado el decreto por el cual la nueva capital se convertía en la nueva sede del gobierno y su Palacio Real en el lugar de reunión del Consejo del Reino, fijando los días y horas de la reunión del mismo.  Toledo dejaba de ser la capital, algo que en principio no se le dio importancia porque estaba acostumbrada al carácter itinerante de los monarcas y se daba por sentado que, tarde o temprano, la Corte regresaría. Pasado un tiempo, sin embargo, los toledanos fueron conscientes de que la marcha del rey estaba produciendo un rápido deterioro en el desarrollo de la ciudad, motivo por el cual escribieron una carta al rey solicitándole el regreso a Toledo. Era demasiado tarde para una ciudad estrangulada por el río Tajo y por la ubicación de la ciudad.

Retrato de Felipe II
Retrato de Felipe II

Pero además, Felipe II había meditado durante largo tiempo el traslado de la capitalidad desde Toledo a Madrid y eran varias las causas que le llevaron a tomar tal decisión, aunque hoy en día se desconozca aún la principal razón de ello, puesto que el secreto se encuentra enterrado en el Panteón Real de San Lorenzo de El Escorial. O tal vez, no exista una razón principal. Aunque si han sido motivo de estudio para los investigadores, que han buscado mil y una razones, algunas de las cuales no se sostienen ni por la lógica, ni por la historia.

Toledo. Foto: J.A. Padilla
Toledo. Foto: J.A. Padilla

Una de las razones que le llevaron a Felipe II a trasladar la capital a la villa de Madrid fue, sin duda, el clima. Toledo era una ciudad imperial, con una gran cultura y un patrimonio artístico de extraordinaria riqueza, pero su trama urbanística estaba formada por callejuelas estrechas y tortuosas, donde el sol penetraba con dificultad. Toledo era una capital sombría de un imperio “donde no se ponía el sol”.  Otra razón importante era el agua. El agua de Toledo era de baja calidad, muy salobre. Además, apenas había fuentes en la ciudad y el agua había que subirla desde el río Tajo, algo costoso y complicado, ya que la residencia real, el Alcazar se encuentra en la parte más alta de la ciudad. La nueva capital, sin embargo, era famosa por la abundancia de sus aguas subterráneas y su calidad y sus propiedades curativas y medicinales en algunos de sus manantiales. La abundancia de esta y de sus fuentes garantizaba el abastecimiento de una ciudad que, si bien se encontraba situada en un alto, era llana y el sol penetraba entre sus calles.  Otra probable razón era la afición cinegética del rey. En los alrededores de la nueva capital existía abundante caza. Aranjuez, El Pardo o los montes de Segovia eran los lugares preferidos de Felipe II y estaban cercanos a Madrid. Precisamente cercano a estos lugares Felipe II estaba construyendo un monasterio digno de su linaje y muy cercano también a la nueva capital: el Real Monasterio de El Escorial. Tampoco su esposa, la reina Isabel de Valois, estaba cómoda en la ciudad imperial. Toledo era una ciudad de temperaturas extremas: mucho calor en verano e inviernos duros y gélidos, donde se sentía aún más en lo más alto de la ciudad, el mencionado Alcázar.

Monasterio del Escorial. Foto: J.A. Padilla
Monasterio del Escorial. Foto: J.A. Padilla

Pero si bien estas razones expuestas pudieron ser importantes a la hora de la decisión real, existen otras que pudieron ser decisivas. En Toledo, el poder de Felipe II rivalizaba con el de la Iglesia, ya que el Cabildo catedralicio era un gran centro de poder, circunstancia que a veces producía enfrentamientos entre ambos. Un ejemplo de ello lo constituye lo ocurrido en el año 1556, cuando el cardenal de Toledo, Juan Martínez Silíceo, promulgó una “cesación a divinis” oponiéndose a las pretensiones del rey de apoderarse de parte de las rentas de los clérigos para derivarlas a gastos de guerra. Más tarde, en 1559, hubo un conflicto jurisdiccional entre la justicia real y la eclesiástica a causa de la Inquisición, que motivó que el Corregidor de la ciudad solicitase el perdón de los clérigos que habían sido apresados por orden del rey, algo que no fue del agrado de este y que abundó en la intención del rey de la necesidad de separar los poderes e intereses entre ambos poderes y sobre todo, que el poder real estuviera por encima del eclesiástico. Algo que conseguiría en la nueva capital, sin sede catedralicia alguna y lo suficientemente alejada  de la Sede Primada de Toledo. No parece caber duda alguna de que el enfrentamiento de poderes pudo ser una razón determinante para el traslado de la capital a Madrid.  Así, pues, tras el decreto real de mayo de 1561, Madrid se convertirá en capital de España. Una capitalidad que, sin embargo será interrumpida cuando  el hijo de Felipe II, el rey Felipe III, instigado por su valido el duque de Lema, decreta oficialmente el 10 de enero de 1601 el traslado de la Corte a Valladolid, convirtiéndose esta ciudad en la nueva capital de España. Algo que analizaremos más tarde.

Palacio Real de Madrid. Foto: J.A. Padilla
Palacio Real de Madrid. Foto: J.A. Padilla

La realidad de 1561 es que Felipe II llega a Madrid,  una ciudad que aún no se hallaba preparada para ser la capital de un reino. Una ciudad pequeña, una villa, de poco más de 12.000 habitantes que, sin embargo, tenía dar alojamiento a una nueva población compuesta por funcionarios y empleados del Estado, embajadores foráneos, guardias, secretarios y sacerdotes y toda su parafernalia que constituían la Corte que venía de Toledo y que doblaría la población en un corto espacio de tiempo. La nueva capital carecía de infraestructuras suficientes para alojar a los nuevos habitantes. El centro urbano estaba formada por casas bajas o de un solo piso, salvo en la Plaza Mayor. Pero no era Felipe II un rey que se preocupara por pequeñas cosas y, un decreto suyo daba solución a cualquier cosa. Así, promulgó una Cédula Real en la que se obligaba a los vecinos a reservar habitaciones en sus casas para los recién llegados. La ley, denominada Regalía del aposento especificaba que todo aquel que tuviese una casa de más de una planta debía ceder las plantas superiores a los servidores reales. Una cesión gratuita además. En realidad, el decreto real estaba basado en una antigua norma medieval, que obligaba a los dueños de las casas a dar alojamiento a los miembros de la Corte en aquel lugar donde se encontrarse. El problema es que había sido promulgada en una época en la que esta era itinerante y, por lo tanto, las viviendas volvían a ser desocupadas cuando el rey se trasladaba a otro sitio. Ahora, por el contrario, la sede real quedaba establecida de carácter fijo. Pero además, la ordenanza establecía que el primer piso pertenecía al rey, por lo cual, podía este podía disponer de él e incluso venderlo a quien quisiera. Incluso el propio dueño de la vivienda podía comprarlo si tenía dinero. También había otra forma de evitarla expropiación. Si el dueño de la vivienda hacía una donación económica al rey conseguía eludirla, algo que solo podían hacer las clases pudientes.   Eso sí, la decisión real se hacía con el acuerdo del Consistorio, que lo aceptaba para que el rey no diera marcha atrás en su decisión. Así, en una Disposición municipal de 13 de agosto de 1561, seis meses después de la llegada del rey a Madrid, se dictaba las normas que permitían a las autoridades judiciales a velar por el cumplimiento de la ordenanza. Ante esta situación, las nuevas viviendas que se iban construyendo se iban adaptando a la ordenanza. Y la picaresca también.

Casa de Malicia c/ Mancebos. Foto: J.A. Padilla
Casa de Malicia c/ Mancebos. Foto: J.A. Padilla

Las nuevas casas se construían de una sola planta, para evitar los nuevos huéspedes. Otros decidieron burlar la ley, construyendo las denominadas Casas de malicia, llamadas así porque maliciosamente se pretendía eludirla. Estas casas eran viviendas de dos pisos que parecían desde el exterior de un solo piso, pero que luego ocultaban alguno más. Se utilizaban varios trucos, como colocar las ventanas  a diferentes alturas para despistar a los alguaciles reales. También se construía  un sótano bajo la planta que daba a la calle, que no pudiese verse desde fuera, con lo que siendo una casa de dos plantas, parecía de una sola planta, y por tanto no debía acoger a los miembros de la Corte. Otro tipo de casa de malicia consistía en la construcción del tejado en pendiente formando una buhardilla, un espacio no contemplado por la ordenanza. Y lo consiguieron, mal que le pesase al rey. Los inspectores municipales eran incapaces de identificar estas casas. Además, casas de dos pisos se camuflaban destinando aparentemente la planta baja a establos, la primera a viviendas y la segunda a desván, aunque en la realidad se utilizaban todas las estancias para vivir. Hoy, el desarrollo urbanístico ha acabado como la mayor parte de estas construcciones y solo existen algunos ejemplos de ellas. En el Madrid de los Austrias y Las Letras aún pueden verse alguna de estas casas, aunque con las mismas dificultades que en su día tuvieron los regidores. El mejor ejemplo conservado es el que existe en la calle de los Mancebos, que aparece en la fotografía, uno de los pocos edificios del siglo XVI que se conservan en Madrid.  Aunque ha sufrido muchas transformaciones, todavía pueden distinguirse algunos rasgos característicos, como las cubiertas en pendiente y diferentes ventanucos. La norma real se ha mantenido hasta finales del siglo XVIII, lo que ha hecho un daño enorme al urbanismo madrileño, creando un crecimiento salvaje y desordenado.

Estatua de Felipe II en la Plaza Mayor. Foto: J.A. Padilla
Estatua de Felipe III en la Plaza Mayor. Foto: J.A. Padilla

Si las razones del traslado de la capital de Toledo a Madrid pudieron ser varias y, en algunos casos, motivo de análisis, el traslado de la capitalidad a Valladolid tuvo un motivo mucho más claro, o mejor dicho más oscuro. El 9 de febrero llegaban a la nueva capital la comitiva real, que fue recibida con grandes honores, en el que no faltaron donaciones y tributos prometidos, especialmente para el duque de Lerma, artífice del traslado a una ciudad en la que él tenía grandes posesiones e intereses económicos que sería enormemente favorecido. En apenas cinco años que duró la nueva capitalidad, el valido hizo grandes negocios, mientras el rey disfrutaba de grandes fiestas, jolgorios y espectáculos que se organizaron durante este tiempo. El rey había depositado la gestión del reino en manos del duque y este ocupaba el tiempo libre del rey en organizarle todo tipo de placeres, como la caza, las fiestas, las corridas de toros, los naipes, en una estrategia que le mantenía ocupado mientras el valido se ocupaba de sus propios negocios. Pero a la ciudad de Valladolid los gastos que le ocasionaban la Corte empezaban a estrangular su economía y el agotamiento y el aburrimiento empezó a hacer presa en el rey. Además, una comisión formada por el Corregidor y varios regidores madrileños se entrevistaron  con el rey proponiéndole el regreso a Madrid, una ciudad más amplia, más céntrica y más sana, unas buenas razones para regresar a la villa, aunque la mejor fue el ofrecimiento al rey de 250.000 ducados a pagar en  diez años y la sexta parte de los alquileres de las casas durante ese mismo período. Unas buenas razones para que el rey aceptara la oferta, y así,  el 4 de marzo de 1606 la Corte salía de Valladolid camino de Madrid.   Y hasta hoy.

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