19. LA DÉCADA OMINOSA (1823)

Hemos visto en el anterior capítulo el Trienio Liberal, un periodo de la historia de España en el que estuvo vigente la Constitución de 1812 y que supuso de corto paréntesis entre la anterior etapa, el Sexenio Absolutista y el que nos va a ocupar en este capítulo: la Década Ominosa entre los años 1823 y 1833.

Tres años tardó el absolutismo de recuperarse del levantamiento del militar Rafael del Riego y de sus consecuencias posteriores. Precisamente, la confusión generada en el absolutismo por el levantamiento provocó la movilización general y que Fernando VII se viera obligado a jurar la Constitución que él había derogado seis años antes. Como hemos visto, la promesa constitucional no fue más que una estrategia del rey para ganar tiempo y regresar al Antiguo Régimen. En su favor jugaban los propios liberales, muy divididos entre aquellos que no se oponían al rey, pero que consideraban que este tenía que estar supeditado a las Cortes, los moderados; y los que ponían en cuestión la propia monarquía y soñaban con la instauración de una república. Estos últimos fueron los que abonaron el terreno a Fernando VII para acabar con el régimen liberal, ya que su radicalidad era el mejor argumento para solicitar la intervención de tropas extranjeras en apoyo del absolutismo para evitar la creación de un régimen revolucionario.

Fernando VII. Francisco de Goya

Así, tras la intervención de los Cien Mil Hijos de San Luis enviados por Francia, Fernando VII derrotaba al liberalismo y se regresaba al absolutismo más radical. Y en este periodo se manifestó que también entre el absolutismo se encontraba dividido entre los realistas, aquellos que defendían el más puro y rancio los privilegios del Antiguo Régimen, y que derivaron en el carlismo; y los reformistas, que consideraban la necesidad necesarios de cambios estructurales en el Estado para superar la grave crisis de este. Y si en el anterior periodo la división de los liberales había abonado el camino al Rey, en este sucedería lo mismo con la división de los absolutistas.

Era evidente que España necesitaba profundos cambios y solo el sectarismo de los radicales absolutistas les impedía verlo. La crisis era muy profunda. La deuda del Estado insostenible. Y las instituciones se descomponían, incapaces de adaptarse a los nuevos tiempos y manteniendo las estructuras heredadas desde el tiempo de los Austrias. España había sufrido una guerra a inicios del siglo y aún perduraban sus consecuencias. Se había vencido la guerra y expulsado al invasor francés, pero las heridas seguían frescas. Las colonias americanas iban independizándose sin que el Estado español tuviera recursos para evitarlo. Y los españoles veían como su país había pasado de ser un imperio donde nunca se ponía el sol a vivir en un clima de luces y sombras. No había más remedio: el cambio era necesario y obligado. Una tarea difícil para un régimen dispuesto a hacer cambios de carácter técnico pero sin renunciar al axioma esencial del mismo: el poder absoluto del rey. Y ello propiciaba el principal problema: cómo aplicar las reformas liberales necesarias sin estos, en el exilio o encarcelados.

Los Cien Mil Hijos de San Luís a su llegada a Madrid

Así las cosas, el problema parecía indisoluble. Por un lado, os reformistas presionaban a Fernando VII para realizar las necesarias reformas, mientras la camarilla cortesana, la iglesia y muchos de los miembros del Gobierno y le presionaban para todo contrario. Para los reformistas, Francia, con Luís XVIII en el trono, era el mejor ejemplo de que había que acometer las reformas de las instituciones. El principal problema de los reformistas era como superar el poder de los reaccionarios, quienes ocupaban prácticamente todos los instrumentos del poder e instituciones. Tengamos en cuenta que, tras la entrada de los Cien Mil Hijos de San Luís en 1823, el gobierno liberal huyen hacia Cádiz llevándose al rey como rehén. En Madrid se constituye, ante la ausencia de gobierno alguno, una Junta Provisional de Gobierno de España, la cual queda presidida por los absolutistas, por Francisco Eguía, quien decreta inmediatamente la anulación de la legislación liberal. Cuando el ejército francés llega a Madrid con el rey, esta Junta fue sustituida por una Regencia, presidida por el duque del Infantado, y por otras personalidades provenientes del absolutismo más extremista. Y a partir de ahí se empiezan a derogar todas las leyes y decretos liberales, las desamortizaciones y la devolución de los privilegios, junto con las persecuciones de los liberales. Precisamente estas persecuciones fueron el principal punto de ruptura entre ambos sectores absolutistas. Primero, la Santa Alianza había solicitado a Fernando VII que no persiguiera a los liberales como una de las condiciones para su apoyo en envío de tropas. Y segundo, el propio rey se había comprometido en Cádiz con los liberales a no realizar represión alguna contra ellos a cambio de liberarle. Sin embargo, el 1 de octubre de 1823, proclama el Manifiesto del Puerto de Santa María confirmando, punto por punto, lo realizado por la Junta y la regencia. El propio duque de Angulema, quien había dirigido a los Cien Mil Hijos de San Luís, condenó la represión liberal y las medidas que se estaban poniendo en marcha. En este estado de cosas, cuando el rey se instalaba de nuevo en Madrid un mes más tarde, tanto el duque de Angulema como el embajador ruso le recomiendan una política moderada y el cese de las persecuciones, lo que obliga a Fernando VII a nombrar un gobierno más moderado. Así, en sus últimos años de reinado se produjo una moderación de la represión y la creación de algunos órganos de gobierno para realizar las necesarias reformas, entre ellas, la del ejército. Pero el problema seguía siendo la grave situación económica del país. Era necesario modernizar la economía y solucionar la deuda y el gasto público. Pero para ello era condición indispensable acometer reformas en la estructura política del Antiguo Régimen, anclada en el mantenimiento de los privilegios decimonónicos que habían sido el principal apoyo de Fernando VII, pero que ahora se había convertido en un profundo obstáculo para mantenerlo. Estaba claro que las clases privilegiadas no iban a renunciar a esos privilegios que mantenían sin pagar impuestos al Estado y, además, recibían rentas por ellos. Era un círculo vicioso que estaba pudriendo el régimen que, más que absoluto, era parasitario.

El obispo de Granada advirtiendo desde el púlpito sobre las consecuencias de una república

Porque los absolutistas más reaccionarios negaban la mayor y consideraban que el Estado no atravesaba ningún tipo de crisis y que esta era producto de la conjura liberal masónica. Por eso, estas clases privilegiadas y no tan privilegiadas, establecidas en gran medida en las zonas rurales, eran azuzadas por el clero, que por ello clamaba por el restablecimiento de la Inquisición, que no había sido restablecida tras el Trienio Liberal, para combatir el liberalismo. El clero aprovechaba su notable influencia en las zonas rurales y el campesinado y entre los artesanos, por lo que poseían una importante base popular. Esta circunstancia era aprovechada por los realistas, futuros carlistas, para presionar al rey, lo que provocó que Cea Bermúdez fuera sustituido por el duque de Infantado y que el Consejo de Ministros fuera sustituido por el de Estado a finales de 1825. En este contexto, Fernando VII se encuentra solo y a merced de los acontecimientos. Ya no puede contar con la ayuda extranjera porque su absolutismo le ha alejado de Europa mucho más que los Pirineos. Y reaparece de nuevo un acontecimiento que parecía olvidado: el levantamiento. En efecto, en marzo de 1827 se produce una rebelión provocada por los sectores más radicales del absolutismo, los realistas, contra Fernando VII a quien consideran muy influenciado por los liberales. Esta rebelión se conoce como Revuelta de los Agraviados, la cual comenzó en Cataluña, creando en Manresa la Junta Superior Provincial de Gobierno del Principado, y se extiende por Aragón, País Vasco y Valencia. Exigen a Fernando VII el restablecimiento de la Inquisición, paralizar las reformas liberales y reafirmarse en el absolutismo. El conflicto duró apenas tres meses y los líderes de la revuelta fueron ejecutados y más de 300 participantes en la misma fueron encarcelados. Pero aquello fue un ensayo para la guerra que se produjo después con los carlistas.

Carlos María de Borbón. Vicente López

La represión provocó que los realistas comenzaran a desconfiar del rey y, por tanto, buscaron una alternativa en el infante Carlos María Isidro de Borbón, hermano de Fernando. Hasta entonces, los absolutistas radicales no habían cuestionado a Fernando VII como rey, pero a partir de ahora ponían en duda su continuidad.

Isabel II. Carlos de Ribera

En 1830, Fernando VII únicamente cuenta con el apoyo de los absolutistas reformistas, también llamado fernandistas, mientras los carlistas conspiran para establecer a su hermano en el trono en el momento en el que Fernando VII falleciera. Este no poseía descendencia, lo que convertía en sucesor al trono al infante Carlos. Solo había, pues, que esperar. Pero Fernando VII volvió a contraer nupcias, esta vez con María Cristina de Borbón, y, poco después, en marzo de 1830, publicó la Pragmática Sanción que derogaba la Ley Sálica establecida por Felipe V en España por la cual impedía a las mujeres entrar en la línea de sucesión. Esta decisión no parecía tener transcendencia alguna porque el rey no tenía hijo ni hija alguna. Pero pocos meses después del matrimonio la alegría inunda la Corte: María Cristina está embarazada. Para los carlistas, sin embargo, no era buena noticia para sus intereses. El infante Carlos María quedaba apartado del primer puesto en la línea de sucesión, puesto que, niño o niña, heredaría de igual modo el trono. Y como el destino es juguetón, y a veces travieso, el 10 de octubre de 1830 nacía una niña, a la que se le puso el nombre de Isabel. Una niña que era un problema para los carlistas, pero también para los fernandistas, porque aquellos no iban a aceptar de buen grado la anulación de la Ley Sálica. No se equivocaban y, a partir de entonces, aquella niña provocaba el enfrentamiento entre ambos bandos absolutistas. El gobierno fernandista estaba presidido por Cea Bermúdez, quien era consciente que la supervivencia del régimen era contar con el apoyo de los liberales moderados. Decretó un indulto general y permitió el regreso de los liberales exiliados para allanar el camino que se produciría cuando el rey falleciera y atuviera que acceder al trono su hija.

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Tres años más tarde, el 29 de septiembre de 1833 moría Fernando VII. Isabel II, con apenas tres años de edad, era proclamada reina bajo la regencia de su madre María Cristina de Borbón. A los carlistas solo les quedaba la insurrección armada para reclamar los derechos del infante Carlos María de Borbón. Y esta insurrección tenía un nombre: las Guerras Carlistas. María Cristina y los absolutistas reformistas tenían que buscar el máximo apoyo posible en el menor tiempo posible. El presidente de gobierno Cea Bermúdez hace esfuerzos por llegar a acuerdos con los carlistas, por un lado; y con los liberales, por otro, pero fracasa en ello. Intenta desarrollar una nueva política económica que incluyera ideas ilustradas y liberales. Pero también fracasa. En enero de 1834 la Regente lo sustituye por el moderado Martínez de la Rosa, quien promulga el Estatuto Real promulgado el 19 de abril de 1834, una especie de constitución que superaba el Antiguo Régimen, por el cual Las Cortes se dividían en dos cámaras: el Estamento de Próceres del Reino, cuyos miembros serían nombrados por la reina y formado por miembros de la nobleza, como una especie de Senado; y el Estamento de Procuradores del Reino, elegidos por sufragio por un número determinado de electores. Este estatuto mantenía el poder absoluto de la monarquía y se basaba en el nuevo sistema empleado en Francia por Luís XVII tras la caída de Napoleón. Y desde luego no convencía a nadie porque seguía manteniendo muchos privilegios de la nobleza, cuyos miembros podían ser miembros del Estamento de Próceres solo por el hecho de ostenta un título nobiliario, ser obispo o un Grande de España, además de ser un cargo de carácter vitalicio. Por el contrario, el Estamento de Procuradores era una cámara electiva, mucho más pequeña y los electores con derecho a voto eran poco más de 16.000 personas de una población total de 12 millones de habitantes. Las Cortes se convocaban o se disolvían por iniciativa de la reina y tenían un carácter meramente consultivo y de hacer peticiones al monarca, a caya voluntad estaban sometidas. Así, la convivencia política entre reformistas y liberales moderados fue complicada y con constantes crisis de gobierno, lo que provocó que el nuevo régimen únicamente durara dos años. El Estatuto Real se ha considerado, sin embargo, como una norma necesaria en un periodo de convulsión y transición donde se precisaba un acuerdo entre las distintas facciones políticas presentes en España. Pero esas mismas tensiones lo convirtieron en un texto de breve aplicación. Y en una de esas tensiones se produjo el final definitivo de aquel régimen.

El 15 de mayo de 1836 María Cristina de Borbón destituye al progresista Juan Álvarez Mendizábal y nombra para sustituirle al moderado Francisco Javier Isturiz.  ​ La respuesta de los primeros fue iniciar una serie de revueltas populares en diversas ciudades, en muchos casos encabezadas por la Guardia Nacional, que se extendieron por todo el país reclamando el restablecimiento de la Constitución de 1812.  En el mes de agosto del mismo año, se encontraban la Regente con su hija Isabel en el palacio de La Granja de San Ildefonso cuando un grupo de sargentos de la guarnición y de la guardia real se amotinan y obligan a María Cristina a que restaurara la Constitución y a que nombrara un gobierno liberal progresista con Juan Álvarez Mendizábal en Hacienda.  El 13 de agosto el Estatuto Real es derogado y se restaura la Constitución de 1812, embrión de la Constitución de 1837.