LA MONARQUÍA HISPÁNICA

PRIMERA PARTE

Su muerte es, para mí, el mayor trabajo que en esta vida me pudiera venir…. el dolor de ella y lo que perdí yo y perdieron estos reinos me atraviesa las entrañas”.

Con estas palabras empezaba Fernando II de Aragón, llamado el Católico, dando cuenta de la muerte de su esposa, Isabel I de Castilla, llamada la Católica.  Aquel 26 de noviembre de 1504 desaparecía una de las figuras más importantes y relevantes de la historia de España. La vida de aquella mujer había sido como una misión en la tierra. Especialmente en los últimos treinta años, los que corresponden a su ascenso al trono, España había pasado de ser conglomerado de reinos desgarrados, con la mitad de ellos en manos árabes, al borde de la guerra civil, a ser un Estado unido, a salvo de los musulmanes y convertido en un imperio que no conocía fronteras.

 «Siendo la vida humana tránsito temporal hacia la eternidad los reyes deben recordar que han de morir… y de que el juicio que Dios va a pronunciar sobre ellos es más severo que sobre el común de los mortales«. Eran palabras de Isabel a su confesor en los días anteriores a su muerte. Apenas un mes antes, adivinando el final de su vida, había redactado su testamento. No para repartir sus bienes, sino como una especie de confesión. No quería para si un entierro acorde con su categoría, sino una ceremonia sencilla para repartir lo ahorrado en sus funerales en los pobres y menesterosos. Y pide a los suyos que sepan gobernar de acuerdo a las leyes y costumbres. Aún los días que le quedaban de vida los dedicaría para acabar las cosas que aún tenía pendientes. La reina pedía a los suyos que acabaran el trabajo que ella había iniciado 53 años antes…… La historia de  España misma.

ISABEL I, LA CATÓLICA

Era Jueves Santo cuando un correo llegó al galope, tras cambiar varias veces de montura, al viejo Alcázar de Madrid para anunciar al rey que, a las cinco menos veinte de la tarde del día anterior, la reina había dado a luz a  una niña. El parto había sido laborioso pero la joven madre, a pesar de su juventud, había resistido con entereza y la niña se encontraban bien. De inmediato el rey ordenó anunciar a todo el reino el nacimiento de la primera hija de este matrimonio, a la que llamará Isabel. Aquella niña era el fruto de cuatro años de su segundo matrimonio y le llenaba de júbilo porque ampliaba la línea sucesoria, limitada a su hijo Enrique que había tenido con su primera esposa, María de Aragón, y que, a su vez, carecía de descendencia. La avanzada edad del rey, 50 años, le daba pocas perspectivas de tener más hijos. Lo que no sospechaba el rey es que aquella niña venía al mundo para entrar en la Historia….

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Isabel la Católica. Juan de Flandes

La reina Isabel de Trastámara nace el 22 de abril de 1451 en Madrigal de las Altas Torres, siendo la tercera hija del rey Juan II de Castilla, y de su segunda esposa, Isabel de Portugal. La infancia de la futura reina transcurrió en Arévalo, lugar al que se retiró su madre al morir el rey. Fue en este lugar donde su madre empezó a dar muestras de locura. Pensaba que el castillo estaba hechizado y que el fantasma de don Álvaro de Luna la acosaba. Era el precio por los remordimientos que padecía por ser la causante de la muerte del valido de su marido. La suerte de don Álvaro había cambiado desde el momento mismo en que aquella joven, con apenas 15 años, había llegado a Castilla para contraer matrimonio con un rey de cuarenta y seis años. Un matrimonio de conveniencia, urdido por el propio valido a espaldas de su señor para fortalecer las relaciones entre Castilla y Portugal. Aquella joven de gran belleza cautivó desde el principio al rey y se convirtió en un juguete para ella, al servicio de sus caprichos. Y si sus últimos días vivió acosada por el fantasma de don Álvaro, como reina sufrió el acoso del fantasma de los celos contra todo aquel que se acercara a su marido. Hasta el punto que, celosa de una de sus damas de compania, de nombre Beatriz, no dudó en encerrarla en un baúl y encerrarla con vida en un lugar del castillo. Y aunque algunos sospechaban la suerte de la dama, nadie se atrevía a decirle al rey nada, por temor a un castigo. Y la cautiva hubiera muerto sin remedio de no ser por un tío suyo, que finalmente descubrió el lugar donde se encontraba el baúl y consiguió rescatarla con vida y llevársela después a Toledo. Tiempo después la reina, celosa por la confianza entre el valido y su marido, consiguió que este empezara a desconfiar de aquel hasta ordenar su ajusticiamiento. Una decisión que le llevará al rey Juan a sufrir remordimientos, a dejar de comer y sufrir alucinaciones, hasta que la muerte le alcanzó en el año 1454. Isabel vivirá con su madre en Arévalo, dedicada a la lectura y la oración, hasta que diez años más tarde de la muerte de su padre, su hermanastro el rey Enrique IV la lleva a ella y a su hermano Alfonso a la Corte de Segovia y le concede rentas suficientes para que pueda vivir holgadamente. Por aquel entonces, las relaciones entre ambos hermanos eran cariñosas y estrechas.

Castillo de Arévalo. Foto: J.A. Padilla
Castillo de Arévalo. Foto: J.A. Padilla

Pero los nobles, que buscan restar poder al rey en beneficio propio y desean un rey más manejable, empiezan a urdir un plan que desaloje a Enrique de Castilla y llevar al trono a trono a su hermano, el príncipe Alfonso. Así, en una grotesca ceremonia, habida el 5 de junio de 1465, en las afueras de Ávila, conocida por el nombre de “Farsa de Ávila”, un grupo de nobles depone a Enrique en efigie y nombra nuevo rey a su hermano Alfonso, en perjuicio de la legítima heredera, la princesa Juana, alegando que rey mostraba simpatía por los musulmanes, era homosexual, tenía un carácter pacífico y, sobre todo, porque no era el verdadero padre de la princesa Juana, apodada la Beltraneja por ser fruto de los amoríos entre la reina y el valido Beltrán de la Cueva, y, por tanto, la negaban el derecho a heredar el trono. Tras las acusaciones, el arzobispo de Toledo le quita a la efigie la corona, símbolo de la dignidad real; el conde de Plasencia la espada, símbolo de la administración de justicia; y el conde de Benavente  el bastón, símbolo del gobierno. Finalmente, Diego López de Zúñiga, hermano del conde de Plasencia, derribó la estatua gritando “¡A tierra, puto!”.

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La farsa de Ávila

El resultado de todo esto fue el enfrentamiento entre los partidarios de Enrique y de Alfonso, que no era aceptado por la mayoría de la nobleza. En todas estas intrigas y maniobras, la princesa Isabel era ajena, al ser la tercera en la línea sucesoria. Situación que cambia a la muerte del príncipe Alfonso en 1468, que provocó que sus partidarios eligieran a Isabel como sustituta para arrebatar la Corona a Enrique. Pero Isabel prefiere pactar con su hermano y es entonces cuando se firma el Tratado de los Toros de Guisando, el 18 de septiembre de 1468, en el que Enrique reconoce a su hermana Isabel como princesa de Asturias, confirmando la ilegitimidad de Juana. En realidad, la firma de este Tratado es una estrategia de Enrique. Como Princesa de Asturias, Isabel no podía casarse sin el consentimiento de Enrique, y este tenía la intención de casarla con el rey de Portugal para que fuera reina del país vecino y apartarla del trono de Castilla.  Tras el Tratado, Isabel se dirige a Ocaña donde mantendrá su residencia.

De esa manera, Isabel, cuyas posibilidades de reinar en Castilla eran muy escasas al nacer, el destino y las intrigas le había convertido ahora en la sucesora al trono. Como Princesa de Asturias, Isabel debía contraer matrimonio con el consentimiento previo del rey.  Un asunto más complicado de lo que parecía, pues Isabel no era una mujer dispuesta a anteponer su corazón a su voluntad. A los tres años había sido comprometida por sus padres con el Infante Fernando, hijo del rey Juan II de Aragón, un compromiso anulado por  Enrique para comprometerla con el hermano de Fernando, Carlos, príncipe de Viana, el cual no se produjo por la fuerte oposición de  Juan II de Aragón, cuyo enfrentamiento con aquel condujo a la guerra en tierras catalanas. A causa de ello, Enrique eligió como esposo de Isabel al rey Alfonso V de Portugal, primo segundo de Isabel y 20 años mayor que ella, con apenas 13 años. Como se ha dicho antes, este matrimonio alejaba a Isabel del trono de Castilla. En 1464, logró reunirlos en el Monasterio de Guadalupe, pero ella le rechazó, debido a la diferencia de edad entre ambos.

Tres años más tarde, Isabel fue comprometida con don Pedro Girón, Maestre de Calatrava, de 43 años de edad. Fueron muchas las horas que dedicó Isabel a rezar porque tal matrimonio no se llevara a cabo. Ruegos que no cayeron en el olvido: don Pedro murió de un ataque de apendicitis cuando se dirigía a encontrarse con Isabel para prometerse. Pero la muerte de don Pedro no fue voluntad divina. En realidad  su muerte fue más bien un asunto terrenal. En esta parte de la historia tiene mucho que ver una mujer que fue fiel sirvienta y consejera de Isabel y que tuvo mucho que ver en algunas decisiones de la reina: Beatriz de Bobadilla, nacida también en Medina del Campo diez años antes que la infanta. Aquel matrimonio no era del agrado de Isabel y Beatriz no dudó en planificar su asesinato. De alguna manera, Beatriz consiguió que alguien envenenara a don Pedro, haciéndolo parecer como muerte natural.

Mientras tanto, Juan II de Aragón, negociaba en secreto con Isabel el matrimonio con su  hijo Fernando. Isabel era partidaria de este matrimonio porque conocía las intenciones de su hermanastro de llevarla a Portugal. Fernando era el pretendiente ideal, pero había un impedimento legal, ya que eran primos. Necesitaban una bula papal que permitiera el matrimonio, pero el Papa, aunque aprobaba tal unión,  no quería autorizarlo al temer la posible enemistad de los reinos de Castilla, Portugal y Francia, interesados en otro pretendiente para Isabel. Esta no estaba dispuesta a contraer matrimonio con Fernando sin la mencionaba bula, por lo que fue enviado a España el representante papal don Rodrigo Borgia para facilitar el enlace. Este presentó una supuesta bula emitida en junio de 1464 por el papa Pío II a favor de Fernando en el que se le permitía contraer matrimonio con cualquier princesa con la que le uniera un lazo de consanguinidad de hasta tercer grado. Isabel aceptó y se firmaron las capitulaciones matrimoniales el 5 de marzo de 1469.

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Los Reyes Católicos

Ante el temor de que Enrique abortara sus planes, en mayo de 1469 y con la excusa de visitar la tumba de su hermano Alfonso, que reposaba en Ávila, Isabel escapó de Ocaña, donde era custodiada estrechamente, mientras Fernando atravesaba Castilla en secreto, disfrazado de mozo de mula de unos comerciantes. Finalmente el 19 de octubre de 1469 contrajeron matrimonio en el Palacio de los Vivero de Valladolid, en un acto que contravenía el Pacto de los toros de Guisando. Un matrimonio nulo de pleno derecho además al estar autorizado por un documento falso. Cuando Enrique conoció los acontecimientos, anuló el nombramiento de Isabel como Princesa de Asturias, reconociendo a Juana como su heredera legítima al trono de Castilla. Así, el 25 de noviembre de 1474, en la denominada Ceremonia de Val de Lozoya, lugar situado cerca de El Paular, Enrique jura, junto a su esposa Isabel de Portugal, que Juana es hija legítima suya y la nombra Princesa de Asturias, derogando el pacto con su hermana. La situación provoca el enfrentamiento entre los partidarios de uno y otro. En un principio, Isabel cuenta con pocos aliados, pero con el tiempo sus partidarios empiezan a crecer, hasta el punto que el rey Enrique se ve obligado a negociar con su hermana. Pero la súbita muerte de Enrique en Madrid, en la noche de 11 al 12 de diciembre de 1474, sin que este haya firmado su testamento  evitará dicha negociación.

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Proclamación de Isabel como reina de Castilla. Alcázar de Segovia

Con la aplicación del Tratado de los Toros de Guisando, Isabel se proclama  reina de Castilla en Segovia, el 13 de diciembre, en una solemne ceremonia en la que la nueva reina se dirige desde el Alcázar hasta la iglesia de San Miguel, junto a la Plaza Mayor. Allí, portando el pendón de Castilla, juró por Dios, la Santa Cruz y los Evangelios. Su proclamación provocará la guerra entre los partidarios de la nueva reina y los de Juana la Beltraneja, que antiguamente apoyaron a Alfonso y que, curiosamente, eran los que antes la consideraban ilegítima.

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El 15 enero de 1475 se firma en el Alcázar la Concordia de Segovia entre Isabel y Fernando donde se produce un reparto de competencias entre ambos monarcas. Este pacto prevé la unión de los reinos de Castilla y Aragón, lo que dará a ambos el suficiente poder como para terminar con sus enemigos. La Concordia se Segovia fue redactado por el Cardenal Mendoza y el arzobispo Carrillo y los historiadores lo consideran como un primer texto básico constitucional para fijar las atribuciones reales en tres puntos concretos: el manejo de las rentas ordinarias, los nombramientos para cargos y la administración de justicia.

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Proclamación de Isabel la católica en Segovia. Francisco de Paula Van Halen

La guerra civil se produce entre 1475 y 1479, en la que participa Portugal y Francia, que apoyan a Juana. Las tropas portuguesas, del rey Alfonso V de Portugal, y los partidarios de Juana se dirigen a Burgos para encontrarse con las tropas francesas y enfrentarse unidas al ejército de Isabel y Fernando. Pero tal unión no se producirá. Los franceses no consiguen penetrar en España, gracias a la ayuda de las tropas navarras y los portugueses son derrotados en Toro el 1 de marzo de 1476 por el ejército de  Isabel y Fernando.  Hasta septiembre de 1479 durará una guerra de la que Isabel será la triunfadora. La muerte, en este mismo año, de Juan II de Aragón, convertirá a Fernando en rey aragonés y, con ello, se iniciará la unión dinástica de Castilla y Aragón y los cimientos de un nuevo Estado.

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La expulsión de los judíos. Emilio Sala

Unos cimientos basados en la adopción de medidas de gran importancia, como son la expulsión de los judíos, en 1492, la reforma de las órdenes religiosas, labor realizada por el Cardenal Cisneros, y la creación de la Inquisición en Castilla, en 1478.

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El año 1492 será de gran importancia para España: la conquista de Granada, la conquista de las Canarias y el Descubrimiento de América, que demuestran la política exterior desarrollada por Isabel y Fernando, encaminada a extender los dominios ibéricos y afianzar la corona como una potencia internacional. El papa   Alejandro VI otorgará a Isabel y Fernando el título de Reyes Católicos en 1494 que también disfrutarán todos sus herederos.

En el tramo final de su vida, las desgracias familiares se cebaron con ella. La muerte de su único hijo varón y el aborto de la esposa de éste, la muerte de su primogénita y de su nieto Miguel, que iba a unificar en Reino de España con el de Portugal, la locura de su hija Juana y los desaires de Felipe el Hermoso la sumieron en una profunda depresión que hizo que vistiera de luto íntegro durante el resto de sus días. Su espiritualidad y religiosidad es demostrada en lo que dijo al conocer la triste noticia del fallecimiento de su hijo: «El Señor me lo dio, el Señor me lo quitó, bendito sea su santo nombre”. Recluida en Medina del Campo, murió el 26 de noviembre de 1504, en el Palacio Real de Medina del Campo, (Valladolid), tras una larga y lenta agonía causada por la hidropesía y la extrema debilidad causada por las constantes sangrías a la que fue sometida durante su larga enfermedad.

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Isabel, que se mostró siempre muy preparada para recibir a la muerte, pidió que no se realizaran gastos suntuosos en entierro, y que se utilizara ese dinero en limosnas para los pobres y que su cuerpo fuera amortajado con el hábito franciscano. A su marido le dejaba sus joyas y sus bienes materiales los donaba a los necesitados, a los hospitales, a sus criados y a la Iglesia. También dispuso que su hija Juana y don Felipe, su marido, reinaran en Castilla de acuerdo con sus leyes, fueros y costumbres. Consciente de que Juana padecía un trastorno mental y de que su marido no era digno de confianza, nombró regente al rey Fernando hasta que su nieto, el príncipe Carlos, cumpliera los veinte años y pudiera gobernar. La reina añadió dos consideraciones más a sus últimas voluntades. La primera, conquistar África y luchar contra los moros, enemigos históricos de España que, de no ser vencidos, intentarían nuevamente la invasión. La segunda, en consonancia con la primera, que no se cediera nunca la plaza de Gibraltar, ya que ese punto era clave para evitar el ataque musulmán.

El cadáver de la reina Isabel será llevado a Granada donde será enterrado, pudiéndose apreciar hoy en día un precioso mausoleo, realizado por Domenico Fancelli, en la Capilla Real granadina, acompañada de su esposo Fernando.

Isabel  fue una mujer de mucho carácter y con gran facilidad de decisión. Buena madre, pero severa con sus hijos, educándoles en el deber que les correspondía como hijos de reyes y su compromiso con la monarquía.  Creyó, desde el primer momento,  en el proyecto de Cristóbal Colón en contra de la opinión generalizada que calificaban a Colón como un aventurero y un visionario sin rigor alguno en sus cálculos. Tras el descubrimiento de América comenzó el proceso de evangelización de los indígenas nativos y firmó con Portugal el Tratado de Tordesillas  en 1494, por el que Castilla y Portugal se reparten, en gran medida,  el mundo. En su política militar, contó con los servicios de  Gonzalo Fernández de Córdoba, El Gran Capitán),  para  conquistar  Granada. Su política estaba movida tanto por interés político como religioso, pero consiguió la creación de un nuevo Estado

 Un año después de la muerte de la reina Isabel, Fernando contrae matrimonio con una sobrina del rey francés Luis XII, Germana de Foix. Ambos contrayentes tenían 53 años de edad. Como dote, Luis XII concede a su sobrina  los derechos sobre los territorios italianos y al hijo que tuviera con Fernando. Además este hijo heredaría el reino de Aragón, lo que excluía en el orden sucesorio al hijo de Juana “La Loca” y Felipe “El Hermoso”, el futuro Carlos V, quedaría excluido de heredar la corona aragonesa. Esta circunstancia provocó que la joven esposa buscara desde el primer momento tener descendencia con el rey. Pero los 53 años de este eran un  importante obstáculo para los deseos de su esposa, 36 años más joven que él. Pero la fogosidad que años antes le había permitido tener cinco hijos con la reina Isabel y unos cuantos bastardos con diversas damas, ahora le faltaba. Germana recurrió a los afrodisiacos que ella misma fabricaba para conseguir su objetivo. Fruto de ellos fue el nacimiento, en 1509, de un niño, Juan, que falleció a las pocas horas de nacer. La joven francesa  insistió en su empeño de volver a tener descendencia y siguió utilizando los afrodisiacos, cada vez con mayor frecuencia y en mayores cantidades, De camino al Monasterio de Guadalupe, el 23 de enero de 1516, Fernando se sintió indispuesto. Pocas horas después fallecía de un derrame cerebral. Mucho tiempo llevaba el rey sufriendo desfallecimientos, mareos y vómitos que todos achacaban a las pócimas que su esposa le daba para mantener su vigor sexual. Curiosamente, un adivino le había anunciado al rey que moriría en el pueblo de Madrigal (Avila). Sin embargo, su muerte le sobrevino en Madrigalejo, cercano a Guadalupe. En su testamento proclamó reina de Castilla a su hija Juana, siguiendo el testamento de su esposa.

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JUANA I, LA LOCA

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Juana la Loca. Juan de Flandes

Juana,  tercera hija de los Reyes Católicos, nació el 6 de noviembre de 1479 en Toledo. Desde pequeña fue educada de acuerdo al papel que le correspondía como mujer, como una futura princesa al servicio de la monarquía y del Estado. Su educación fue muy completa dentro del carácter religioso impuesto y destacando en las bellas artes, como la danza y la música. Dominaba el francés y el latín.

En agosto de 1496, con apenas 16 años, Juana partió desde la playa de Laredo hacia Flandes para conocer a su futuro esposo, el cual había sido concertado por sus padres, el príncipe Felipe, apodado el Hermoso. La comitiva pretendía demostrar el poderío naval de la Corona castellana, compuesta por 19 buques, entre naos y carabelas, con una tripulación de 3.500 hombres. El viaje, sin embargo, no estuvo exento de incidencias, hasta el punto de que al llegar a tierras flamencas, la nave que transportaba la ropa y los efectos personales de Juana chocó contra un banco de arena y se hundió.

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Felipe el Hermoso

Al llegar a Flandes, se encontró con que su futuro esposo no había ido a recibirla. La causa de ello era la oposición a esta alianza por parte de los consejeros francófilos de Felipe, que intentaban convencer a su padre, el rey Maximiliano, a la conveniencia de una alianza con Francia. Flandes no era Castilla, tal y como pudo comprobar Juana. La religiosa y sobria Corte castellana poco tenía que ver con la desinhibida y opulenta Corte flamenca. El ambiente  que se encontró Juana era radicalmente opuesto al que ella vivió en su Castilla natal. El encuentro entre ambos jóvenes supuso un flechazo inmediato para ambos. Aunque no se conocían, surgió entre ellos una fuerte atracción que alcanzó tal grado que, sin esperar a los esponsales oficiales, esa misma noche se retiraron a sus aposentos para dedicarse con gran ardor a consumar el vínculo matrimonial anticipadamente, lo que aceleraron los trámites para contraer matrimonio. Un enamoramiento efímero, sin embargo, toda vez que, tiempo después de contraer matrimonio,  Felipe, muy dado a las aventuras sexuales con las damas de la Corte,  perdió pronto el interés por su esposa. Esta circunstancia hizo brotar en Juana unos celos patológicos. A los dos años de matrimonio, el 24 de noviembre de 1498, nació  Leonor, llamada así en honor de la abuela paterna de Felipe, Leonor de Portugal.

Obsesionada Juana con el carácter libertino de su marido, le vigilaba constantemente, hasta el punto que, a pesar de su avanzado estado de gestación de su segundo embarazo, acudió a una fiesta en Gante, en la que repentinamente se sintió indispuesta. Al acudir a los lavabos, comprobó que comenzaba a romper aguas y estaba dando a luz en los lavabos del propio palacio. Nacía así su segundo hijo Carlos, futuro rey Carlos I,  llamado así en honor al abuelo materno de Felipe, Carlos el Temerario, el 24 de febrero de 1500. Al año siguiente, el 18 de julio de 1501, en Bruselas, nació la tercera hija del matrimonio, llamada Isabel en honor de Isabel la Católica, madre de Juana. La muerte de su hermano Juan dos años antes, en 1497 y de su hermana Isabel, en 1498, y del  hijo de ésta, la convertía en heredera de Castilla y Aragón, cargo que juró, junto a su esposo en la catedral de Toledo el 22 de mayo de 1502. Un año más tarde Felipe se marchaba a Flandes a resolver unos asuntos, dejando a Juana embarazada de su cuarto hijo. Los celos la atormentaron de tal modo que agravó su estado mental. Partió entonces hacia Castilla junto a sus padres, y dio a luz en  Alcalá de Henares a su hijo Fernando, en honor a su abuelo materno, Fernando el Católico.

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Juana la Loca. Charles de Steuben

La locura de Juana agrava la enfermedad de la reina Isabel que muere el 26 de noviembre de 1498 en Medina del Campo. En su testamento nombra como su sucesora a la princesa Juana, si bien en ausencia de esta, que se encuentra en Flandes junto a su esposo, nombra a su esposo Fernando como gobernador de Castilla. Finalmente, atendiendo al testamento de Isabel la Católica, se firma la Concordia de Salamanca el  24 de noviembre de 1505, en el que se acuerda la regencia de Castilla por parte de Felipe y Juana, quedando como gobernador el rey Fernando. El regreso del matrimonio regente generó una disputa entre Felipe y Fernando, conflicto que se resolvió con la firma, el 27 de junio de 1506 de la llamada Concordia de Villafáfila, por la cual Fernando se retiraba al reino de Aragón y Felipe era nombrado rey de Castilla con el nombre de Felipe I. El acuerdo reconocía la incapacidad de la reina Juana para gobernar debido a su estado mental. Pero el reinado de Felipe I sería breve, pues apenas tres meses más tarde, tras jugar un partido de pelota, bebió agua helada, lo que le propició unas fuertes fiebres que le llevó a la muerte, aunque otros aseguran que pudo ser envenenado por su suegro. Sea lo que fuere, su muerte sume en una profunda depresión a Juana y obliga a asumir la regencia de Castilla a Fernando I, ya que el legítimo sucesor, hijo de Felipe y Juana, el príncipe Carlos apenas tenía cinco años de edad.

El comportamiento de Juana tras el fallecimiento de su esposo constituye la mayor fuente de inspiración para todo tipo de leyendas macabras que han contribuido en el tiempo a crear el personaje de “Doña Juana La Loca”.  Desde el momento mismo de recibir la noticia de la muerte de su esposo, en el que no derramó lágrima alguna, su carácter y comportamiento demostró su delirio.  Felipe fue  enterrado provisionalmente en Burgos, hasta su definitivo traslado a la Capilla Real de Granada, donde serían depositado sus restos, tal y como señalaba el protocolo. Pero una repentina epidemia de peste aconsejo a la reina trasladarse a la Cartuja de Miraflores (Burgos), donde llevó consigo el féretro. Juana no dejó de acudir un solo día a la cripta. Todos los días, tras almorzar en el monasterio, pedía a los monjes que abrieran el ataúd para acariciar y besar, e incluso hablarle, a su marido y comprobar que su cuerpo se encontraba allí, ante su temor de que se llevaran el cadáver a Flandes. Hasta que por fin reconoció la realidad y decidió el traslado del féretro.

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Doña Juana la Loca. Francisco Pradilla

 Así, Juana decide trasladar el cuerpo de su esposo, desde Burgos, el lugar donde había muerto y en el que ya había recibido sepultura, hasta Granada. La historia de este viaje supone una de las páginas más tétricas de la historia de España.  Es diciembre de 1506. Juana, embarazada de ocho meses anda de noche, a pie, por los gélidos campos de Castilla. Tras ella la acompaña un silencioso cortejo, formado únicamente por hombres armados, frailes y mujeres mayores, que ilumina su camino a la luz de las antorchas. Portan un féretro donde van los restos de su joven marido, muerto tres meses antes. La viuda  lleva al cuello, colgada de una cinta negra, la llave del féretro. El tétrico cortejo no para en las ciudades, ni en los pueblos, ni en las posadas, ni en los conventos de monjas, ni en ningún lugar donde pueda encontrarse alguna mujer que pueda mirar a su esposo muerto.  Aquel velo negro esconde el rostro de la mujer más poderosa del mundo en aquel tiempo: el de la reina Juana I de Castilla que, huyendo de la peste declarada en Burgos, lleva a su marido don Felipe I a enterrar a Granada, junto a su madre, la reina Isabel la Católica, en la Capilla Real.

Una comitiva que tendrá que hacer un  alto en su camino: en Torquemada, cuna del famoso inquisidor. Un alto por el tiempo suficiente para dar a luz a su sexta hija Catalina, la hija póstuma de su amado y fallecido esposo, la que la acompañará en su triste confinamiento hasta el final de sus días.  Aquella niña a que su propia madre se niega a ayudar en su nacimiento porque su padre no la podrá conocer. A una madre a la que ya lo le importan los vivos, sino su esposo muerto. A Granada llegó y en la Capilla Real depositó para toda la eternidad el cadáver de su esposo. Aquella separación empeoró su estado mental. No quería lavarse ni cambiarse ropa, y su padre decide finalmente encerrarla en Tordesillas. Era el año 1509. Un encierro de por vida, pues su hijo Carlos mantendrá a su madre confinada.

En 1516 muere Fernando II el Católico, y en su testamento, nombra a Juana reina Aragón, pero varias instituciones de la Corona aragonesa no la reconocían como tal en virtud de la complejidad institucional de los fueros; entretanto su hijo Carlos se beneficiara de la coyuntura de la incapacidad de Juana para proclamarse rey, aprovechándose de la legitimidad que tenía su madre como heredera de los Reyes Católicos en Castilla y en Aragón, de forma que se añadió él mismo los títulos reales que le correspondían a su madre. Así oficialmente, ambos, Juana y Carlos, correinaron en Castilla y Aragón, de hecho, ella nunca fue declarada incapaz por las Cortes Castellanas ni se le retiró el título de Reina. Mientras vivió, en los documentos oficiales debía figurar en primer lugar el nombre de la reina Juana. A la muerte de Fernando el Católico, ejerció la regencia de Aragón el arzobispo de Zaragoza, don Alonso de Aragón, hijo natural de Fernando el Católico y en Castilla el Cardenal Cisneros hasta la llegada de Carlos desde Flandes. Carlos era consciente de la amenaza de la libertad de su madre y  no hizo nada por sacarla de la reclusión. Cuando la visitaban sus hijos  alternaba periodos de lucidez y de arrebato, en los que tenían que asearla a la fuerza. Dormía vestida, con la llave del ataúd al cuello, por si alguien quería sorprenderla. Pasaron hasta 46 años de encierro, pero en la Semana Santa de 1555 recobró la lucidez, como hizo su abuela también antes de morir.

La reina Juana permaneció Tordesillas,  siempre vestida de negro, con la única compañía de su hija Catalina maltratadas ambas física y psicológicamente por sus servidores. Nunca se le permitió salir del palacio de Tordesillas, salvo para visitar la tumba de su esposo a escasa distancia de palacio durante un tiempo, antes de su traslado definitivo a Granada, ni siquiera cuando se declaró en Tordesillas la peste. Su padre Fernando y, después, su hijo Carlos, siempre temieron que si el pueblo veía a la reina, la legítima soberana, se avivarían las voces que siempre hubo en contra de sus respectivos gobiernos.

 Es precisamente esta circunstancia la que, con el paso del tiempo, ha puesto en entredicho la locura de doña Juana. Tanto a Felipe, su esposo, como a su padre, Fernando, y más tarde a su hijo, Carlos, futuro rey Carlos I, les interesaba mantener recluida a la reina Juana. Por enfermedad, en este caso mental, o por pura cuestión de Estado. La supuesta incapacidad mental era una buena excusa para inhabilitar a la reina a gobernar y mantenerla fuera del círculo del poder. Si se hubiera rumoreado o sospechado que, en realidad, la reina estaba cuerda y todo sus males eran fruto de sus celos y manías, los adversarios del nuevo rey lo considerarían un usurpador. Y ello hubiera amenazado los reinados de Felipe y Fernando, y más tarde el de su hijo Carlos.  Esta teoría se justifica por el hecho de que, en su confinamiento en Tordesillas con su hija Catalina, ambas mujeres fueron víctimas de malos tratos y vejaciones por parte de los marqueses de Denia y este envió una carta al ya emperador Carlos en la que daba cuenta de las quejas de Juana por su confinamiento, en tanto que le tranquilizaba de que la situación estaba controlada y que el emperador podría “estar tranquilo”.

Y pese al confinamiento de la reina, esta se convirtió en la principal razón de la guerra de las Comunidades del año 1520, un movimiento que reconocía a Juana como reina legítima y contra su hijo, Carlos I. Muchas ciudades y villas castellanas se sumaron a la causa comunera, y los vecinos de Tordesillas asaltaron el palacio de la reina obligando al marqués de Denia a aceptar que los asaltantes hablaran con doña Juana. Fue entonces cuando la reina conoció todos los acontecimientos habidos durante su encierro; desde  la muerte de su padre hasta todo lo demás.  Días más tarde uno de los cabecillas de la rebelión, Juan de Padilla, se entrevistaba con ella, explicándole que la Junta de Ávila se proponía acabar con los abusos cometidos por los flamencos y el deseo de devolverla la corona,  si es que ella lo deseaba. Doña Juana respondía: «Sí, sí, estad aquí a mi servicio y avisadme de todo y castigad a los malos», lo que legitimó el movimiento comunero.  Este se marco el objetivo principal de demostrar que doña Juana no estaba loca y que todo había sido una estrategia encaminada a apartarla de la regencia y del poder para devolverla sus derechos y legitimara los acuerdos que se firmaran a partir de ahora.  Tordesillas se convirtió en el centro de la Junta. La nueva Juana se interesaba por los acontecimientos e incluso pronunció un atinado discurso ante la Junta. Pero esta necesitaba la firma de la reina real legitimar sus acuerdos.  Una firma que podía suponer el final del reinado de Carlos. Pero se encontraron con la férrea negativa de doña Juana, que se negó a firmar papel alguno. A finales de 1520, el ejército imperial entró en Tordesillas, restableciendo en su cargo al marqués de Denia. Juana volvió a ser una reina cautiva, como aseguraba su hija Catalina, cuando comunicaba al emperador que a su madre no la dejaban siquiera pasear por el corredor que daba al río: «y la encierran en su cámara que no tiene luz ninguna».

Comuneros
Muerte de los Comuneros. Antonio Gisbert

La vida de doña Juana se deterioró progresivamente, como testimoniaron los pocos que consiguieron visitarla. Sobre todo cuando su hija menor, que procuró protegerla frente al despótico trato del marqués de Denia, tuvo que abandonarla para contraer matrimonio con el rey de Portugal. Desde ese momento los episodios depresivos se sucedieron cada vez con más intensidad. De su apatía apenas la sacaban las visitas de su hijo el emperador o de sus nietos. Al final de sus días, a la enfermedad mental se unió la física, con la casi total paralización de sus piernas.

Tal era su locura, que fue acusada de estar poseída, hasta el punto de que su nieto Felipe, futuro Felipe II, pidió que un jesuita la visitara y comprobara su estado. Después de hablar con ella, el jesuita aseguró que las acusaciones carecían de fundamento y que, dado su estado mental, quizá la reina no había sido tratada adecuadamente. Algo después, tuvo que volver el santo a visitarla, pero en esta ocasión para confortarla en el momento de su muerte, en el que aseguran que recuperó la razón. La reina Juana, la loca, falleció en Tordesillas el 12 de abril de 1555, a los 75 años de edad. Mandó que la enterraran con su esposo Felipe en Granada y dejó este mundo reconciliada con todo y con todos. En la memoria popular quedó el nombre de Juana la Loca y los pintores pintaron su desvarío junto al ataúd. Una historia muy triste. La historia de tal vez la mujer más poderosa de la historia de España, más que su propia madre. Por el legado que recibió y transmitió a sus herederos. Y porque fue madre de reyes y reinas: Leonor, la primogénita, reina de Portugal y Francia; Carlos I, el segundo nacido en un retrete, Emperador de Alemania y Rey de España; Isabel, la tercera, reina de Dinamarca; y Catalina, la menor y quien la acompañó hasta su matrimonio, convirtiéndose en reina de Portugal.

La muerte de Juana la Loca supuso el final de la dinastía de la Casa de los Trastámara, una estirpe de origen castellano cuyo apellido venía del latín Tras Tamaris, es decir, más allá del río Tambre, es decir del Condado de Trastámara en Galicia, cuyo primer conde, antes de ser rey, fue Enrique II de las Mercedes, tras el asesinato de Pedro I el Cruel. Los Trastámara reinaron en varios reinos: en Castilla, de años 1369 a 1555; en Aragón, de 1412 a 1555; en Navarra, de 1425 a 1479; y en Nápoles, de 1458 a 1555. La dinastía Trastámara acaba con la reina Juana al casarse con Felipe el Hermoso, fruto del cual fue el rey Carlos I, que fue el primer rey de la Casa de Austria.

CARLOS I

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Carlos I. Tiziano

Durante la celebración de un baile en la Casa del Príncipe, en Gante, la archiduquesa Juana comenzó a sentir fuertes dolores en el vientre. Pensando que era fruto de una mala digestión, Juana acudió al baño del palacio. Allí, los dolores se hicieron insoportables y fue entonces cuando descubrió la causa de ello: estaba a punto de dar a luz. Sin ayuda de nadie, en medio de ahogados gritos vino al mundo el que era el segundo de sus hijos. La hora: las 3 de la madrugada de aquel martes 24 de febrero del año 1500. Ella quería llamarle Juan, en recuerdo de su hermano fallecido prematuramente, pero será su marido quien elija el nombre Carlos, en recuerdo de su bisabuelo. Aquel niño, nacido en aquel lugar tan poco noble sería uno de los hombres más poderosos de la Tierra, heredero de varios imperios, Emperador de Alemania y Rey de España, con el nombre de Carlos I. Ya antes de que cumpliera un año, su padre Felipe nombró a Carlos Duque de Luxemburgo y Caballero de la Orden borgoñona del Toisón de Oro. Y con apenas 19 meses, su padre, aprovechando un viaje a España, se reunió con el rey de Francia, Luis XII, y acordó el matrimonio con la hija de este. No cabía duda, aquel niño no había tenido un parto normal, pero su vida tampoco iba a serlo.

A principios de 1506, Felipe y Juana vuelven a España para reclamar la corona de Castilla tras la muerte de Isabel la Católica. Felipe es nombrado regente, pero su reinado dura poco, ya que muere de forma prematura apenas tres meses después de ser nombrado. Su madre, Juana cae enferma y su padre, el rey Fernando, la encierra en el castillo de Tordesillas. La muerte de Felipe no permite, sin embargo, la regencia de su hijo Carlos debido a su minoría de edad, razón por la cual sus abuelos Fernando y Maximiliano I asumen la regencia en Castilla y Flandes, respectivamente. Toda la educación del joven príncipe se desarrollará en Flandes según los cánones y costumbres de la cultura flamenca.  Cuando alcanza la mayoría de edad, en el año 1515,  es nombrado señor de los Países Bajos, mientras sus partidarios flamencos viajan a España para asegurarse que el rey Fernando de Aragón le nombre regente de Castilla, en lugar de su hermano Fernando, que se ha criado junto a él y es su nieto favorito.

En efecto, el 22 de enero de 1516, su abuelo Fernando redacta su último testamento, en el que nombra al príncipe Carlos rey de Castilla y León, así como concede la Corona de Aragón, en detrimento de su madre, la reina Juana I, incapacitada por su enfermedad mental. Esto trae consigo el fin de la dinastía Trastámara como familia regente en España y el inicio de los Habsburgo. Hasta que Carlos acceda al trono de Castilla, se nombra al cardenal Cisneros como regente. Cuando el nuevo rey se dirige a jurar su reinado, Cisneros le manda una carta recomendándole que no se presente ante la Corte de Castilla con su séquito extranjero, para no irritar a los nobles castellanos, pero Carlos no obedece los prudentes y sabios consejos del cardenal regente y viaja a Castilla desde Flandes, acompañado de su hermana Leonor y de su séquito flamenco, desembarcando en el puerto de Tazones el 18 de septiembre de 1517, debido a que una tormenta no se lo permite hacer en Santander. De aquí se dirige a Tordesillas para visitar a su madre para que esta abdicara en su favor, formalidad necesaria para que Carlos pueda reinar.  Es entonces cuando recibe la noticia del fallecimiento del Cardenal Cisneros. Carlos tiene todo el campo libre. O casi.

De todos los países que heredó el rey Carlos, España fue el más difícil de gobernar. Desoyendo los consejos de Cisneros, quiso reinar con el único apoyo de sus compatriotas flamencos, repartiendo entre ellos riquezas y altos cargos, lo que indignó a la recia nobleza castellana, que apoyaba a su hermano Fernando. Carlos era un extranjero, rodeado de extranjeros. No conocía la lengua castellana y todo ello alimentó la oposición contra él.  Los problemas comenzaron justo al acabar los festejos de la coronación en Valladolid.

En febrero de 1518, durante la primera reunión de las cortes castellanas, se exigió al rey el respeto de las leyes de Castilla y que aprendiera el castellano. Carlos aceptó estas exigencias, pero a cambio pidió y obtuvo una sustanciosa cantidad de dinero.  Su coronación en Aragón se demoró hasta enero del año siguiente, y lo hicieron junto a su madre. En Cataluña las negociaciones resultaron también difíciles. Fue en Barcelona donde  recibió la noticia de que había sido elegido emperador con el nombre de Carlos V. La corona de su abuelo paterno, el emperador Maximiliano, no era hereditaria sino electiva, y la Dieta reunida en Francfort, tras la renuncia de Federico el Prudente, hizo recaer la designación en su persona. Para conseguirla, Carlos había invertido mucho dinero aportado por los banqueros holandeses, que le veían como la persona clave en el desarrollo  económico de Europa.

Carlos regresó a Castilla a fin de preparar la coronación imperial y solicitar un nuevo crédito. La fuerte resistencia a concedérselo creó numerosos conflictos, en el que no faltó el soborno y las amenazas a los representantes de las ciudades, que finalmente se vieron obligados a darle el dinero. Carlos I de España se había presentado ante sus súbditos como un joven imberbe, desconocedor de las lenguas y culturas hispánicas y acompañado de un nutrido cortejo de expoliadores flamencos, dispuesto a regresar inmediatamente a tierras holandesas para ceñirse la Corona del Sacro Imperio, no sin antes expoliar las escasas rentas castellanas. Esa era la opinión de sobre Carlos I de las inquietas tierras castellanas, cuyas dificultades económicas, sociales y políticas estallaron en las Comunidades del reino que quisieron evitar la marcha del rey, frenar las imposiciones fiscales y, en caso de producirse aquélla, administrar el país bajo el binomio de un gobernador general castellano junto a un reino en Cortes. Pero ocurrió todo lo contrario, y la respuesta inmediata fue la guerra de las Comunidades, con Padilla, Bravo y Maldonado al frente. Durante la revuelta, que duró dos años escasos, los comuneros quisieron controlar el país e incluso intentaron liberar a la reina Juana la Loca de su encierro de Tordesillas. El desprecio que los asesores flamencos del rey mostraban por los españoles, el favoritismo en el nombramiento de extranjeros para desempeñar cargos públicos de importancia, las grandes cantidades de dinero sacadas del reino y la designación de Adriano de Utrecht como regente durante la ausencia del rey fueron algunas de las causas de la revuelta de los comuneros. Este movimiento constituía, por encima de todo, una defensa de la dignidad y de los intereses castellanos. Al final, la batalla de Villalar el 23 de abril de 1521, dio el triunfo al bando imperial.

Las germanías, formadas por los gremios, en Valencia y Mallorca supusieron también una revuelta, mucho más social que política. La revuelta, transformada en revolución popular, generó una violenta reacción y, entre 1520 y principios de 1523, fueron ahogadas en sangre, siendo ajusticiados todos sus cabecillas. El 23 de octubre de 1520, Carlos V era coronado emperador en la ciudad de Aquisgrán. En una ceremonia de gran pompa, le fue colocada la casulla de Carlomagno y recibió la corona, el cetro y el globo. A sus veinte años era el jefe de la cristiandad. El mundo a sus pies.

Carlos V regresó a España en 1522, una vez sofocada la rebelión comunera, y permaneció durante los siete años siguientes. Durante esa etapa realizó un gran esfuerzo para comprender el carácter castellano y acercarse a sus súbditos. Aprendió a hablar el castellano e hizo de él el idioma de la corte. Los pasos políticos que dio en este periodo tendían a congraciarse con los españoles, a pesar de que ya no existía un peligro real para la Corona. Su boda en 1526 con su prima Isabel, hija del rey de Portugal fue bien recibida. Igualmente lo fue, al año siguiente, el nacimiento del primogénito, Felipe, futuro rey Felipe II. Los españoles empezaron a reconocer en Carlos a un rey con autoridad moral, que aceptaba paulatinamente y de buen grado la españolización de su administración imperial.

Carlos I y su esposa Isabel de Portugal había contraído matrimonio en Sevilla, pero decidieron trasladarse a Granada, concretamente a La Alhambra, donde sus abuelos, Isabel y Fernando, habían vivido tras la conquista de 1492. Aquel lugar era para el rey el ideal para establecer la Corte y la capital de su imperio. El miedo que aquel lugar inspiraba en Isabel llevó a su esposo a construir un palacio acorde con su rango y poder. Mandó construir a Pedro Machuca un palacio sin igual,  cuyas primeras obras se financiaron con los impuestos pagados por los moriscos, que habían solicitado amparo al emperador en vista de su cada vez más delicada posición en la Granada cristiana, aunque, con los años, las obras se interrumpieron por falta de dinero.

La megalomanía y la financiación de la misma fueron el principal problema de su reinado. El rey Carlos organizó en torno a él todo un inmenso aparato burocrático para la administración de sus territorios. La principal tarea estaba basada en resolver los problemas financieros derivados de las guerras en los distintos frentes. Castilla llevó el mayor peso de los gastos del imperio, aunque los dominios que más le importaban no eran los europeos sino los de América. De allí procedían los cargamentos de oro y plata. Las finanzas marcaron desde el principio el imperio de Carlos V y a partir del año 1540 empezaron las verdaderas dificultades financieras de la corona, hasta el punto que los ingresos procedentes de los impuestos ya estaban gastados de antemano cuando se cobraban, y hasta los ingresos de Indias estaban comprometidos. Las campañas de Argel y las guerras contra Francia y contra los príncipes luteranos esquilmaron las arcas reales. En 1541, fracasada por segunda vez la cruzada africana contra el turco, la crisis económica se agudizó. Los préstamos que se veía obligado a pedir para financiar sus reformas y campañas tenían intereses que llegaban hasta el 56 % de las sumas, libradas siempre a la llegada anual de la flota indiana y de su aporte de metales preciosos, tan masivo como hipotecado. En todo caso, si alguien se enriquecía no era ciertamente ni la monarquía hispánica ni la mayor parte de sus súbditos, sino los grandes banqueros internacionales, alemanes y genoveses especialmente. De este modo, el reinado de Carlos V vio sextuplicar el valor de las deudas contraídas.

A finales del reinado de Carlos V, la suspensión de pagos del Estado y la primera crisis hacendística de Castilla parecían próximas, y el panorama económico peninsular era poco halagüeño. La masiva entrada de metales preciosos agravaba el problema, puesto que, si bien desde América llegaban con facilidad, se gastaban con mayor soltura, lo que provocaba una fuerte subida de los precios.

Las guerras, por otra parte, no fueron sólo la causa de los esfuerzos económicos, sino también las consecuencias de la conflictividad política del reinado de Carlos V. Era difícil aceptar bajo su persona un imperio universal con territorios y culturas tan heterogéneas como los Países Bajos borgoñones, los dominios patrimoniales de los Austria y la corona imperial, la monarquía hispánica, las Indias y las tierras continentales e insulares italianas. Por ello, su excesivo poder despertó las susceptibilidades nacionales de Francia y del papado de Roma, que veía en el emperador un peligro por el cesarismo que impregnaba todas las acciones imperiales,  justo cuando el luteranismo alemán obligaban a la Iglesia de Roma a un continuado esfuerzo político, ecuménico y conciliar. Mientras, en el Mediterráneo oriental y en toda su fachada meridional norteafricana, las conexiones turco-islámicas fueron un nuevo caballo de batalla para el emperador. Demasiados problemas para Carlos V, que en sucesivas etapas vio destruidas sus ambiciones. Fracasó en el intento de controlar su imperio y fracasó en su intento de reformar la Iglesia católica, sin conseguir la ansiada unión.

Derrotado en el frente africano, Carlos V se vio forzado a firmar la Paz de Augsburgo con los príncipes luteranos y a ceder en gran parte de sus pretensiones políticas y económicas. Ante el cariz que tomaban los acontecimientos, el emperador había dirigido su testamento político a su hijo Felipe ya en enero de 1548, y dos años más tarde comenzó a escribir sus memorias. En 1555 su ánimo estaba definitivamente abatido y padecía terribles dolores a causa de la gota. Sostener su colosal imperio había agotado sus fuerzas. El 25 de octubre de 1555, en un emotivo discurso ante la asamblea de los Estados Generales reunida en Bruselas, Carlos abdicó en favor de Felipe, que reinaría como Felipe II, la soberanía de los Países Bajos. Tres meses más tarde le cedió las coronas de Castilla y León, Aragón y Cataluña, Navarra y las Indias. Lo mismo hizo con el reino de Nápoles, el de Cerdeña, la corona de Sicilia y el ducado de Milán. En el mes de septiembre de 1556 cedió el imperio a su hermano Fernando I y, dejando a Felipe en Bruselas, se embarcó hacia España. Había comprendido que el título imperial carecía de valor sin el sustento de las armas y por ello no había dudado en repartir sus dominios entre las que consideró las cabezas más importantes de su dinastía: su hermano Fernando y su hijo Felipe.

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Carlos I y su esposa Isabel de Portugal. Rubens

Ya anciano, Carlos V fue pragmático y, después de casar a su hijo Felipe con María Tudor en 1554, buscando la alianza inglesa, decidió abdicar en Bruselas dos años más tarde. El Imperio y los territorios austriacos pasaban a su hermano Fernando I, pero los Países Bajos, España, las Indias y las posesiones italianas quedaban en manos de su hijo, que reinaría como Felipe II. En unos tiempos en que el universalismo cristiano se había fragmentado y el imperio universal se había frustrado, las ramas familiares hispánica y alemana de los Habsburgo debían permanecer unidas para enfrentarse a la Europa dividida de la segunda mitad del siglo XVII. Esa unión estaba simbolizada en Felipe II.

Obsesionado por la muerte, el temor a Dios y la angustia religiosa, vivió los dos últimos años de su vida en el retiro monástico. El lugar de reposo elegido fue el austero monasterio de Yuste, en Cáceres, situado en un abierto valle y rodeado de hermosos robledales y grandes castaños. Ingresó allí el 3 de febrero de 1557, pero siguió manteniendo una intensa comunicación con Felipe II, que a menudo requería sus consejos, y no dejó nunca de interesarse por los asuntos públicos.  Tras un fuerte ataque de gota, decidió abdicar en su hijo y disfrutar de la mayor tranquilidad posible en los últimos años de su vida. A Yuste se llevó sus preciosos muebles, su vajilla de plata, su magnífico vestuario y cincuenta servidores; una vez instalado, ocupaba sus horas en largas charlas sobre religión con el jesuita Francisco de Borja y pudo de nuevo consagrarse a sus aficiones, las matemáticas y la mecánica, e incluso llegó a construir algunos relojes. Todas las paredes del monasterio estaban llenas de relojes, acaso un símbolo de la obsesión del rey por el tiempo. Coleccionó además pintura de los grandes artistas de la época, como Tiziano, y de los primitivos italianos y flamencos. Leía libros piadosos y de historia, cantaba con los monjes en el coro y organizaba solemnes funerales por su alma que presenciaba tétricamente en la iglesia del monasterio.

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Carlos I a caballo en Mülberg. Tiziano

Tras recibir la extremaunción, falleció en la madrugada del 21 de septiembre de 1558 de malaria, dejando tres hijos legítimos de su matrimonio con doña Isabel de Portugal: Felipe II, María, reina de Bohemia, y Juana, princesa de Portugal, además de varios hijos bastardos, entre los cuales el más célebre sería don Juan de Austria, el cual dirigiría, años más tarde, las fuerzas españolas frente a las turcas en la batalla de Lepanto, y llegaría a ser gobernador de los Países Bajos. Veintiséis años más permanecerían sus restos en Yuste hasta su traslado al Panteón Real de El Escorial.

Su muerte le liberaba de los múltiples tormentos que Carlos I  sufrió a lo largo de su vida a causa de su salud. Genéticamente, el emperador sufría prominente mandíbula inferior, fruto de la endogamia de los Habsburgo, y que se hizo aún más acusada en las generaciones posteriores. A causa de ello, estaba obligado a masticar la comida de forma muy cuidadosa, que lo le evitó sufrir muchas indigestiones a lo largo de su vida. También sufría ataques epilépticos y famosa fue la gota que lo atacó en el último tramo de su vida. Una gota que se inició con grandes dolores, pero que fue la causa de su parálisis, hasta el punto que su traslado a Yuste tuvo que hacerse en una silla de mano construida especialmente para él. Un mes de tormento sufrió aquel que fue el hombre más poderoso de la Tierra. Su muerte sin embargo se produjo al contraer la malaria en su retiro de Yuste a causa de la picadura de un mosquito que vivía en uno de los estanques del monasterio, la cual fue tratada equivocadamente con sangrías y purgantes. La última palabra que sus labios acertaron a decir fue: “Jesús”.

La triste muerte, tanto como su nacimiento, parecía ser el precio de una ambición por ser el amo del mundo. Su ambición de resucitar el Sacro Imperio Romano, fundado en la unidad religiosa, había fracasado. Había creado, en cambio, el primer imperio colonial moderno, el imperio en que nunca se ponía el sol. Los más bellos retratos del emperador, a quien no desagradaba posar para los pintores, se conservan en el Museo del Prado de Madrid y son obra del gran pintor veneciano Tiziano. En el que tuvo ocasión de realizar en 1533 en Bolonia, el modelo viste el suntuoso traje con el que fue coronado por el pontífice Clemente VII y sujeta con la mano izquierda el collar de un lebrel. El más majestuoso lo muestra a caballo según apareció en la batalla de Mühlberg, pomposamente cubierto de armadura, portando una larga lanza y tocado con yelmo empenachado. Aunque éste es quince años posterior, en ambos el genio de Tiziano supo revelar en la mirada de Carlos V el más acusado de los rasgos de su carácter: su inextinguible tristeza y su pertinaz melancolía.

FELIPE II

Retrato de Felipe II. Sofonisba Anguissola

Dios que me ha dado tantos reinos no me ha dado un hijo capaz de gobernarlos. Temo que me lo gobiernen”. Fueron las últimas palabras del rey Felipe II en su lecho de muerte en el Monasterio del Escorial aquella madrugada de 13 de septiembre de 1598., de alguien para el que nacer y morir fueron experiencias muy similares. Y el Rey Prudente, como muchos llamaron a Felipe II, tuvo miedo a ambas. Su llegada al mundo duró trece interminables días. Su agonía y muerte se convirtió en un vía crucis de 53 días. Un verdadero camino hacia el calvario. Setenta y un años antes, en la tarde de 21 de mayo de 1527, a las cuatro, en el palacio de don Bernandino Pimentel, junto a la vallisoletana Iglesia de San Pablo, veía la luz el primer hijo del emperador Carlos V y de Isabel de Portugal. Trece horas de parto de aquella mujer atractiva, inteligente y hábil para los asuntos de Estado que soportó los dolores sin queja ni grito alguno porque consideraba que una reina española no debían manifestar dolor alguno en los momentos de parir un rey. Junto a ella, estoicamente acompañó a su esposa el rey. No cabía mayor nobleza.

Palacio de Pimentel (Valladolid). Foto: J.A. Padilla

Un nacimiento que supuso todo un acontecimiento en la Corte. El rey Carlos I se mostró tan alegre y gozoso con su nuevo hijo que organizó grandes festejos para celebrarlo. Seis semanas después de su nacimiento, aquel niño era bautizado en el convento de San Pablo con el nombre de Felipe, recibiendo el agua bautismal del arzobispo de Toledo, siendo sus padrinos el duque de Béjar, condestable de Castilla, y doña Leonor, hermana mayor de Carlos y reina de Francia.

Convento San Pablo )Valladolid). Foto: J.A. Padilla

Aquella festiva celebración quedaba empañada con la triste y sangrienta noticia de los acontecimientos que se estaban produciendo en Roma, iniciados el 6 de mayo de 1527, por las tropas del rey Carlos, y que pasaría a la historia como el Saqueo de Roma. Todas las regiones italianas se había puesto en contra de los Habsburgo, razón por la que Carlos V respondió enviando las tropas imperiales hacia Roma, constituidas por 45.000 furiosos soldados dirigidos por Carlos de Borbón. Tras sitiar la ciudad, Carlos de Borbón animó a sus soldados a saquear ciudad, ofreciendo el botín a obtener como pago. La muerte de Carlos les dejó sin jefe, por lo que los soldados se dedicaron al pillaje y a la destrucción. Roma sufrió un brutal saqueo durante una semana, con la sistemática violación de todas las jóvenes que se encontraron en el camino. Los soldados de la guardia suiza lucharon ante la basílica de San Pedro en defensa del papa, produciéndose una desigual batalla y obligando al papa Clemente VII a escapar al Castillo de Sant Angelo, donde se refugió. La noticia interrumpió las celebraciones de inmediato y obligó al rey cambiar su indumentaria por el negro en señal de luto por los acontecimientos, aunque no dio orden alguna de acabar con el asedio.  Dos años más tarde de todo aquello, el 10 de mayo de 1529 el pequeño Felipe jurará como heredero de la corona de Castilla en el madrileño convento de San Jerónimo, a la vez que se reconocía a la emperatriz Isabel como regente durante la ausencia de Carlos.

San Jerónimo (Madrid). Foto: J.A. Padilla

La educación de Felipe corrió a cargo de su madre, ante las continuas ausencias del emperador, lo que se tradujo en un fuerte apego entre madre e hijo. Es por ello que la prematura muerte de ella, cuando Felipe apenas tenía 12 años de edad, supuso un duro golpe para el príncipe que provocará su repentina madurez. A partir de este momento, su educación tendrá como objetivo sus futuras tareas de gobierno, las propias de un futuro rey. Un destino para el que aquel inseguro niño debía prepararse.

Y para ello, disponía Felipe de los mejores maestros y docentes. Pero la progresión del niño no era todo lo rápida que se suponía para una persona que disponía de los mejores maestros. No era muy aplicado en el aprendizaje y más bien se mostraba interesado en la caza.  Así, el príncipe tenía una caligrafía deficiente; su estilo literario, mediocre; el latín, muy regular; y las bellas artes apenas le apasionaban. Tan solo, el contacto con los eruditos que fueron encargados de su enseñanza despertó en él una gran pasión por la literatura, y especialmente por los libros, pasión que le llevará a coleccionarlos y que le llevará a la mayor colección bibliográfica de su tiempo. Algo era algo para alguien que mostraba más entusiasmo por aficiones más prosaicas, como, los torneos y bailes, las fiestas cortesanas y a los juegos de caballería, que acaparaban mucho más su atención que el estudio y el conocimiento.

Los continuos viajes del emperador obligan a Felipe a hacerse cargo de la Regencia de España en el año 1543, auxiliado por una Junta de consejeros integrada por Juan Pardo de Tavera, arzobispo de Toledo; Francisco de los Cobos, secretario de Carlos; y Fernando Álvarez de Toledo, duque de Alba. Su padre le había aconsejado que contase siempre con la opinión de varios consejeros y fuera él mismo el que tomara la decisión final, consejo que seguirá Felipe a lo largo de su vida. Con el paso del tiempo, el joven príncipe irá adquiriendo mayor experiencia en los asuntos de gobierno, compaginando el estudio con el gobierno de la nación. Durante el tiempo que ocupó la Regencia, Felipe se muestra en bastantes ocasiones contrario a las decisiones de su padre, especialmente en asuntos fiscales cuyo objetivo era financiar las guerras del norte.

El sentido de Estado impregnó de tal manera en la personalidad del príncipe que todos sus matrimonios, hasta cuatro, lo fueron por cuestiones diplomáticas, siendo el amor una segunda cuestión en todos ellos. Ninguna de sus esposas fue española, ya que las circunstancias le aconsejaban matrimonios que sirvieran para estrechar lazos con otros países. Una portuguesa, una inglesa, una francesa y una austriaca fueron las mujeres elegidas a lo largo de su vida.

La primera esposa elegida por Felipe será María Manuela de Portugal, nacida en Coimbra el 15 de octubre de 1527 por lo que era algunos meses más joven que su esposo. Hija de Juan III de Portugal y de Catalina de Austria, era prima hermana de Felipe por partida doble ya que su padre era hermano de la emperatriz Isabel y su madre, hermana del emperador Carlos. La boda, que los historiadores definen como una de las más lujosas, se celebró cuando ambos cónyuges tenían 16 años, tras la correspondiente dispensa papal por parentesco, trasladándose la princesa a Salamanca. Se organizaron dos comitivas: una que traía a la futura reina desde Portugal; y la otra, presidida por el obispo de Cartagena, que partió desde Madrid. Ambas se tenían que encontrar en Badajoz para, desde aquí, dirigirse a Salamanca. Las dos delegaciones rivalizaron en boato y lujo, hasta el punto que en el Badajoz, la etiqueta y el protocolo estuvo a punto de crear un conflicto diplomático que afectara a la celebración de la boda. Finalmente, todo el cortejo se dirigió hasta la ciudad castellana, en un viaje que duró un mes porque todo eran festejos, fiestas, torneos, y en todas las ciudades que se encontraban a su paso se preparaban actos en honor de la futura princesa de Asturias. Mientras tanto,  el príncipe, a quien estaba vedado ver a su futura esposa, seguía en la distancia a la comitiva. Cuando llegaba esta a una población en la que iba a descansar, el príncipe, siempre de incógnito, se adelantaba, y, o bien desde alguna ventana, o en la calle, casi siempre embozado hasta los ojos, mezclado con la muchedumbre que ocupaba las calles, observaba furtivamente a su futura esposa. Finalmente, llegaron a Salamanca. Allí, Felipe, escondido tras la ventana de una casa, presenció la entrada de la princesa, haciendo partícipe a unos de sus cortesanos de un comentario acerca de la obesidad de su futura esposa, aunque también a su belleza al comentar que «en palacio, donde hay damas de buenos gestos, ninguna está mejor que ella». El día 14 de Noviembre de 1543 se celebraron los esponsales, por la noche, dando a los esposos la bendición nupcial el arzobispo de Toledo. En la noche de bodas, los altos dignatarios de la Corte permanecieron en la cámara nupcial durante largo rato hasta que dejaron solos a los esposos. Sobre las tres de la madrugada su tutor entró en la alcoba y separó a los príncipes para que se pasasen a descansar a sus respectivos lechos.

Las relaciones sexuales entre Felipe II y su esposa estaban fuertemente controladas debido a la corta edad de los esposos. En la Corte se quería evitar que a Felipe le sucediera lo mismo que al príncipe Juan, hijo mayor de los Reyes Católicos, muerto prematuramente, según decían, por sus excesos sexuales. Felipe era un rey demasiado valioso como para que su vida y su salud corriera cualquier tipo de peligro.  Pero el rey no aceptaba esa situación y quería pasar más noches con su esposa. El problema se resolvió pronto ya que Felipe sufrió un ataque de sarna al poco de la boda, lo que le obligó a dormir separado de María durante un mes. Algunos cortesanos interpretaron que esta erupción cutánea sería provocada por el debilitamiento del príncipe debido a la excesiva actividad sexual. Sin embargo parece que Felipe empieza a perder el gusto por su mujer y no hace demasiadas demandas sexuales. Don Felipe era más aficionado a las salidas nocturnas que a encamarse con la legítima esposa. Hay quien afirma que antes de contraer matrimonio el príncipe se había casado en secreto con una bella doncella llamada Isabel de Osorio, hermana del marqués de Astorga, algo que parece inverosímil, aunque fruto de esa relación fueron  los hijos nacidos de esa relación llamados Pedro y Bernardino. Isabel de Osorio fue una de las mujeres más importantes en la vida de Felipe II, cuya relación empezó poco antes de su enlace con su María de Portugal, siendo la amante Isabel por aquel entonces dama de compañía de su madre, la emperatriz Isabel. Durante los quince años que duró esta relación Felipe estuvo perdidamente enamorado de esta mujer 10 años mayor que él, colmándola de dinero y joyas y llegándole incluso a construir un palacio en el pueblo burgalés de Saldañuela, al que se le llamaba ”La casa de la puta del rey“.

Venus y Adonis. Tiziano

Felipe II estaba tan obsesionado por la belleza de Isabel de Osorio que llegó a encargar a Tiziano varios cuadros de temas mitológicos y con un marcado erotismo, con el rostro de su amante, para poder admirarla incluso cuando no estaba con ella. Se dice que en uno de estos cuadros, cuyo título es Venus y Adonis, Tiziano pintó el rostro de ambos amantes. Esta relación se acabó con el matrimonio entre el rey y su tercera esposa, Isabel de Valois, lo que obligó a amante a retirarse al palacio de Saldañiela, donde  vivió retirada y sin ninguna relación conocida hasta su muerte.

Las noticias de esta relación entre Felipe e Isabel de Osorio llegaron a Portugal por lo que doña Catalina, madre de María Manuela, tomó cartas en el asunto, aconsejando a su hija sobre la obesidad que no agradaba al esposo, aludiendo incluso a que sería perjudicial para su descendencia. También pone énfasis en los celos, recordando a su propia madre Juana la Loca. Tras un año de matrimonio el deseado sucesor no llegaba, por lo que a la joven María se le practicaron frecuentes sangrías en las piernas. A principios de septiembre de 1544 la princesa se quedaba encinta, no por las sangrías, como es lógico pensar. El parto tuvo lugar el 8 de julio de 1545, a medianoche, en la ciudad de Valladolid, a donde se habían trasladado tras visitar a la reina Juana en Tordesillas. Nació un varón que recibió el nombre de Carlos, como su abuelo. El alumbramiento fue muy pesado al prolongarse los dolores durante varios días y la princesa fallecía a los cuatro días de dar a luz, el 12 de julio de 1545. Las causas que se adujeron para explicar el fallecimiento fueron tremendamente peregrinas ya que se explicó la muerte por haber comido un limón demasiado pronto después del parto; otras fuentes dicen que fue un melón, ingerido por la princesa al aprovechar que sus camareras mayores estaban contemplando un auto de fe. La explicación más plausible sería una infección puerperal debido al laborioso parto y a la manipulación de las comadronas, en una época donde la falta de higiene podía llevar a estos trances. Apenas había cumplido los 17 años. Cobos informó al emperador que «el príncipe lo sintió por extremo, que mostró bien la amava; aunque por las demostraciones exteriores juzgavan algunos diversamente». María moría sin ver cumplido su deseo de ser Reina de España.

Así, a los 18 años Felipe quedaba viudo y con su hijo Carlos, situación que duraría algunos años hasta contraer su segundo matrimonio, también por motivos políticos ya que el emperador deseaba establecer una alianza con Inglaterra con el objetivo de hacer frente al enemigo francés, defender los Países bajos y mantener la religión católica en las Islas Británicas tras el cisma abierto por Enrique VIII. Para llevar a cabo sus planes, Felipe se casó con María Tudor, reina de Inglaterra. María era hija del rey Enrique VIII y su primera esposa, Catalina de Aragón, hija de los Reyes Católicos por lo que era prima hermana de Carlos I. Previamente se había pensado en un enlace matrimonial entre Carlos y María, sin tener en cuenta la enorme diferencia de edad entre ambos, él 22 años y ella 7. Pero después Carlos cambió de planes y finalmente se casó con Isabel de Portugal, lo que llevó a María a seguir una vida atormentada y desgraciada al ser declarada hija bastarda tras el enlace entre Enrique VIII y Ana Bolena. Sin embargo, a los 38 años sube al trono de Inglaterra con el nombre de María I, convirtiéndose en un buen partido para el heredero de la corona de España. Felipe tenía entonces 26 años, doce menos que su novia y tía segunda, aceptando disciplinadamente la decisión de su padre «ya que soy un hijo obediente y no tengo más deseo que el suyo, especialmente en asuntos tan importantes«. Felipe no sentía mucho entusiasmo por unirse a aquella mujer diminuta, pelirroja, de áspera voz y piel arrugada, sin cejas ni pestañas y que a sus treinta y ocho años había perdido casi todos los dientes por su afición a los dulces. La verdad es que no era muy agraciada. María, sin embargo, estaba muy enamorada de su prometido, ya que tenía en su poder el retrato pintado por Tiziano, un  enamoramiento propiciado por su edad madura y el desamparo afectivo que había manifestado en el pasado.

Retrato de María Tudor. Antonio Moro

La boda se celebró por poderes en Londres el 6 de enero de 1554 representando al rey de España el conde de Egmont, destacado aristócrata flamenco. Al llegar la noche de bodas el noble se acostó en el lecho de la reina para públicamente cumplir con la tradicional costumbre, aunque es importante destacar, para los más malpensados, que el virtual esposo estaba cubierto de la cabeza a los pies con su armadura ya que no tenía poderes, ni licencia, para mayores intimidades, como es natural. Los esposos pudieron verse por primera vez el 25 de julio, día en el que se celebró la ratificación nupcial y la misa de velaciones, pasando la luna de miel en el castillo de Windsor. El lecho nupcial fue bendecido por el obispo de Winchester, retirándose los recién casados a sus aposentos tras bailar una danza alemana, ya que ni Felipe sabía bailar a la inglesa ni María a la española. El príncipe cumplió su cometido ya que a los tres meses la reina empezó a notar los primeros síntomas de embarazo. La misión que había llevado a Felipe a tierras inglesas se estaba cumpliendo a la perfección ya que un heredero sería la máxima expresión del enlace entre España e Inglaterra, aunque se cuenta que el príncipe antes de partir dijo: -«Yo no parto para una fiesta nupcial, parto para una cruzada».

En los últimos meses de embarazo, el vientre de María Tudor aumentaba de volumen, lenta, pero progresivamente. El deseado embarazo lleva buen camino y los trajes de la reina se quedan cada vez más estrechos. El parto se esperaba para el mes de abril de 1555 y los preparativos se ultiman con todo detalle, repartiéndose incluso las invitaciones para el bautizo. Pero el deseado parto no llegaba y el tiempo del embarazo fue sobrepasado. Los médicos se rindieron ante la evidencia para atribuir el abultamiento del vientre real a una hidropesía, vulgar retención de líquidos. Bonner, el obispo de Londres, hizo ver a su Majestad que lo que había ocurrido no era más que un castigo divino por no continuar la persecución de herejes.  María, que ya había ajusticiado a cientos de protestantes tras su matrimonio con Felipe II y la instauración del catolicismo, ordenó entonces quemar vivas en los tres meses siguientes a más de 50 personas cuyo único delito era pertenecer al protestantismo, una religión distinta a la suya. Por estas matanzas, Ana  fue conocida con el nombre de Bloody Mary. Las malas lenguas cuentan que Felipe no aprobaba estas matanzas de su esposa e incluso le pidió la liberación de su hermanastra Isabel, prisionera en la Torre de Londres como sospechosa de conspirar contra la reina. Isabel, a la que se le conoció posteriormente como la Reina Virgen, era  hija de Enrique VIII y Ana Bolena, cuyo matrimonio fue la causa de las desgracias que sufrió María Tudor. La prisión de Isabel, fruto de aquel matrimonio, era la dulce venganza de la reina. Su juventud, con sus 21 años, ojos azules y porte altivo, habían enamorado a Felipe II. Dicen que este consideraba que todos sus padecimientos eran castigo de Dios por estar enamorado de Isabel y casado con María. También se cuenta que Isabel conservó durante toda su vida el retrato de su frustrado novio presidiendo su mesa.

Asuntos de Estado llevaron a Felipe II a partir para Flandes el 29 de agosto de 1555. Carlos había pensado abandonar el gobierno de sus territorios y abdicar en su hijo y en su hermano para retirarse a descansar al extremeño Monasterio de Yuste, donde disfrutaría durante dos años de aire puro y buenos alimentos. Felipe regresaba a Inglaterra en marzo de 1557, convertido ya en rey de España y las Indias, de Nápoles y Sicilia, señor de Flandes y duque de Milán. Durante los meses que pasaron juntos, María deseaba engendrar ese hijo tan deseado. Felipe vuelve a España en julio de 1557 y María le escribe para comunicarle su nuevo embarazo debido a la progresiva hinchazón de su vientre. El incrédulo rey dará instrucciones al conde de Feria para que averigüe con toda la discreción posible la veracidad de la noticia. El conde contesta a Felipe comunicándole que los síntomas de preñez son tan falsos como la vez anterior.

Abandonada por su querido marido, que consideraba que su esposa “solo paría fantasmas”,  la depresión empezó a afectar a la reina María, que contrajo una epidemia de gripe en la primavera de 1558, siendo obligada a guardar cama en el mes de agosto. Su salud fue declinando hasta que falleció sin dejar sucesión en la madrugada del 17 de noviembre de 1558. Felipe quedaba por segunda vez viudo, aprovechando esta coyuntura los ingleses para acusar a España de haber recibido grandes sumas de dinero que habían dejado maltrecha la economía inglesa a la vez que acusaban al rey Felipe de haber matado de pena a su reina. Felipe II eligió a Isabel I, la encerrada por la Tudor,  para ocupar el trono vacante dejado por esta. La diplomacia hispana veía con buenos ojos la repetición de una boda híspanobritánica pero un negativo informe llegó a la corte de Felipe: Isabel «tenia algo que la incapacitaba para el matrimonio»; al parecer sufría una malformación genital con carencia de reglas y aplasia vaginal y la incapacitaba para tener hijos. Felipe la rechazó y la Reina Virgen llegó a ser reina de Inglaterra, instaurando el anglicanismo y logrando situar a Inglaterra en una posición internacional de primera magnitud mientras seguía una vida sexual de gran actividad.

Isabel de Valois sosteniendo un retrato de Felipe II. Sofonisba Anguissola

Una francesa será la tercera esposa del monarca. Su nombre es Isabel de Valois y el matrimonio es nuevamente fruto de la razón de Estado, consiguiéndose la concordia  entre los reinos de España y Francia tras la firma de la paz de Cateau-Cambresis  el 3 de abril de 1559, por lo que la joven reina recibiría el nombre popular de Isabel de la Paz. La joven princesa había estado prometida al primogénito de Felipe, el príncipe don Carlos, pero este proyecto de matrimonio nunca se llevó a cabo al cambiarse de esposo. Los desposorios se celebraron por poderes el 22 de junio de 1559 en la catedral de Notre-Dame de París representando al novio don Fernando Álvarez de Toledo, el todopoderoso duque de Alba. En la corte francesa era costumbre encamar rápidamente a los nuevos esposos, pero al faltar Felipe tuvo que ser el duque quien tomara a la novia, simbólicamente por supuesto; así que en presencia de todos los invitados, hizo una reverencia y tomó simbólica posesión del real tálamo colocando sobre él una pierna y un brazo para luego retirarse.

Don Felipe esperó a la joven esposa de  14 años en Guadalajara, concretamente en el palacio del Infantado. El rey tenia 33 años y al detenerse la joven Isabel frente a él, éste preguntó a su esposa: -«Qué miráis? ¿Por ventura si tengo canas?». La reina Isabel era todavía una niña que jugaba a las muñecas por lo que la consumación del matrimonio se tuvo que posponer un año, en contra de los deseos del rey. Tal fecha es posible conocerla ya que, en aquella época era costumbre dar publicidad a las primeras reglas de las jóvenes princesas, infantas o reinas, y en este caso fue el 11 de agosto de 1561. En este año de matrimonio sin consumar, Isabel había crecido bastante, destacando por su estatura y su constitución fuerte y vigorosa. Era toda una mujer.

Pero, durante una estancia de los reyes en Toledo, Isabel comienza a padecer fiebre y erupción, temiéndose que sufriese una eventual viruela. La madre de la joven reina sospechaba que el mal de la niña fuera la temida sífilis, enfermedad congénita en Felipe, y que era una de las posibles causas de los continuos abortos de sus mujeres y de  las erupciones que solían sufrir, así como los frecuentes dolores de cabeza del monarca, su aspecto envejecido y desdentado, con los labios resquebrajados. Finalmente, la enfermedad de la reina fue confirmada como viruela; para evitar que dejase huellas en el bello rostro de la reina la embadurnaron con clara de huevo y leche de burra, entre otros muchos remedios, mientras los galenos franceses recomendaban sangre de paloma y nata para el cuidado de los ojos.

En 1561 la corte se instala definitivamente en Madrid; los reyes son felices y su vínculo matrimonial sólido a pesar de que duermen y comen separados según indica la rígida etiqueta borgoñona que se sigue en España. Estas costumbres dieron que pensar a los embajadores franceses, pero Isabel se considera una de las mujeres más felices del mundo, anunciándose en mayo de 1564 su embarazo, posiblemente gracias a los higiénicos consejos y las recetas caseras para alcanzar el embarazo enviadas por su madre. El delicado estado de salud de Isabel preocupó constantemente a su esposo, evitando los médicos la fiebre con las socorridas sangrías que debilitaban aun más a la desdichada enferma. Un aborto de gemelos fue el fruto de este primer embarazo. Los galenos españoles dieron por perdida a su paciente pero la insistencia de un médico italiano que la purgó consiguió salvar la vida a Isabel. El delicado estado de salud de la reina continúa y los médicos recomiendan baños, pero Isabel se opone debido al gran pudor que manifiesta a que alguien contemplara su desnudez, ni siquiera sus propias ayudantes de cámara.

La ansiada descendencia parece que fue resuelta por ayuda divina al traerse a Madrid los restos incorruptos de San Eugenio, mártir y primer arzobispo de Toledo, desde Saint Denis de París a Madrid. La reina imploró al santo la solución a su infertilidad y a finales de año estaba embarazada. Tan sencillo como eso. El 12 de agosto de 1566 nacía una niña, en el Palacio de Valsaín que recibía los nombres de Isabel Clara Eugenia  Isabel por su madre, Clara por el día que nació, y Eugenia en honor a San Eugenio que tanto había hecho por este alumbramiento.  El bautizo tendría lugar el 25 de agosto y Felipe pretendía llevar a su hijita a la pila bautismal en sus brazos; temeroso de su escasa habilidad con los tiernos infantes, ordenó que construyeran un muñeco para hacer prácticas, llevándolo entre sus brazos de un lado a otro de la estancia. Consciente de su torpeza y ante el riesgo de un no deseado percance, delegó tan alta función en su hermano, don Juan de Austria. Isabel Clara Eugenia será, sin duda, la niña de los ojos de Felipe, sirviéndole durante su vejez como bastón físico y espiritual, participando con éxito en los asuntos del gobierno. Su padre apostó por ella como reina de Francia pero, tras el fallido propósito, se casó con el archiduque Alberto recibiendo en herencia el gobierno y la propiedad de los Países Bajos.

En mayo de 1568 se sospecha que Isabel vuelva a estar embarazada. Su estado de salud es bastante complicado, presentando desvanecimientos, sensación de ahogo, vértigos, fiebre, mal color y entorpecimiento de manos y brazo izquierdo. Para evitar el aborto y conducir adecuadamente el embarazo se le dieron toda clase de hierbas y se la rodeó de toda clase de amuletos; sin embargo, su estado de salud se fue agravando y el 3 de octubre la reina expulsó espontáneamente un feto hembra de cinco meses, que vivió lo suficiente para aplicarle el agua de socorro, falleciendo a los pocos minutos. Isabel de Valois perdía la vida poco después, el mismo 3 de octubre de 1568, cuando aun no había cumplido los 23 años de edad. Según los enemigos de Felipe, su muerte fue consecuencia de los presuntos amores entre Isabel y el príncipe don Carlos, que había fallecido tres meses antes. Los restos de la joven reina fueron amortajados con hábito franciscano e inhumados en el monasterio de las Descalzas Reales para ser trasladado en 1572 a El Escorial donde hoy yacen, concretamente en el Panteón de Infantes.

De nuevo tenemos a Felipe viudo, sin contar con descendencia masculina y con dos niñas pequeñas por lo que se plantea un nuevo matrimonio. Pronto aparecen dos candidatas: la princesa Margarita de Valois, la famosa reina Margot, y la archiduquesa Anna de Austria. Anna fue la elegida debido a cuestiones de índole político ya que una alianza matrimonial con su primo el Emperador Maximiliano II es una garantía de paz para Flandes y las posesiones italianas, sin menospreciar que la madre de la elegida había tenido catorce hijos lo que vendría a asegurar la descendencia. El novio tenía 42 años y la futura esposa 21. La boda se celebró por poderes en el castillo de Praga, ciudad donde residían los emperadores, el 4 de mayo de 1570, llegando la novia a España para encontrarse con su esposo el 3 de octubre de 1570. La misa de velaciones se celebró en la capilla del Alcázar de Segovia el 14 de noviembre, transcurriendo la luna de miel en el palacio de Valsaín. Doce días después Anna hace su entrada pública en Madrid, dirigiéndose al Alcázar para conocer a las hijas de su esposo. Las damas de la corte habían dicho a las pequeñas que su madre regresaba del cielo; cuando la infanta Isabel contempló a la nueva reina se echó a llorar diciendo: «Esta no es mi madre, que tiene el pelo rubio«. La niña, de cuatro años de edad, recordaba los cabellos oscuros de su madre por lo que no se creyó la comedia inventada por las damas. Doña Anna contó a las infantas que no era su madre, pero que las iba a querer como si lo fuera, como en efecto ocurrió.

Retrato de Ana de Austria. Sánchez Coello

Felipe II quería asegurar su descendencia y uno de los factores que determinaron la elección de doña Anna fue la elevada natalidad de su familia, algo que se confirmó cuando se anuncia su embarazo y su posterior fruto de él, un varón que será bautizado el 4 de diciembre de 1571 con el nombre de Fernando, en recuerdo de Fernando el Católico. Pero el nacimiento de este primer niño tuvo un mal augurio cuando en su bautizo se advierte que el niño está dormido durante toda la ceremonia, lo que fue interpretado como señal de mal agüero. En efecto, el príncipe Fernando falleció el 18 de octubre de 1578, a los siete años de edad. Para entonces ya había fallecido, tres años antes, el segundo de los hijos, Carlos Lorenzo. Cuatro años más tarde fallecía el tercero de los varones, Diego Félix a causa de viruelas, también con siete años de edad. Tan solo uno de los hijos de la prolífica reina Anna vivirá para convertirse en el heredero de la Corona, nacido el 13 de abril de 1578 en el desaparecido Alcázar de Madrid y de nombre Felipe, como su padre. Cinco años más tarde, Anna fallecía víctima de una gripe de la que había sido contagiada por su esposo. Su legado: cinco hijos del que solo uno sobrevivirá para la historia. Cinco hijos y un feto muerto descubierto en la autopsia practicada tras su muerte. Anna fue enterrada en el Panteón de los Reyes de El Escorial por haber sido madre de rey.

La personalidad del rey Felipe II es difícil de evaluar ya que varían muchos las versiones sobre su vida y personalidad. Defensores y detractores nos dan versiones muy distintas, aunque si existe una cierta coincidencia en que Felipe II  era una persona de estatura mediocre, pero muy bien proporcionado, con escaso o nulo sentido del humor. Una persona que se ocupaba de los asuntos sin descanso porque quería saberlo todo y verlo todo. Que se levantaba muy temprano y trabajaba o escribía hasta el mediodía, para luego comer, siempre a la misma hora y la misma cantidad de comida. Una media hora después de la comida despachaba todos los documentos en los que debía poner su firma. Tres o cuatro veces por semana iba en carroza al campo para cazar con ballesta el ciervo o el conejo. Como amante del arte y de la cultura, una de las facetas más destacada  de su personalidad fue la de ser mecenas, de las que se beneficiaron escritores y pintores de los Países Bajos, Alemania e Italia. Esta faceta cultural convertirá a Felipe en el principal mecenas de Europa. A lo largo de sus viajes modelará sus aficiones estéticas aunque será la pintura una de sus actividades favoritas, intentando pintar durante algún tiempo. Su pintor favorito sería Tiziano, al que encargó numerosas pinturas tanto de carácter mitológico de las que hablamos antes. El retratista Antonis Mor, los escultores italianos Pompeio y Leone Leoni o los manieristas italianos Cambiaso, Zuccaro o Tibaldi trabajarán intensamente en los proyectos artísticos de Felipe. Otro de sus favoritos será el curioso pintor flamenco Jeronimus Bosch, más conocido como El Bosco. En el momento de su fallecimiento había unas 1150 pinturas importantes en El Escorial y unas 300 en el Alcázar de Madrid. Pero el ejemplo más ilustrativo de la relación entre mecenas y artista lo encontramos en la estrecha colaboración entre Felipe y Juan de Herrera, el arquitecto que ocupó el principal papel en el programa de construcción diseñado por el monarca.

Monasterio de El Escorial. Foto: J.A. Padilla

Siguiendo la costumbre borgoñona impuesta en la Corte por Carlos I, Felipe comía siempre solo, compartiendo en escasas ocasiones la mesa con sus hijos o la reina. El rey hacía dos comidas al día: almuerzo y cena pero su dieta era casi igual en ambas: pollo frito, perdiz o paloma, pollo asado, tajada de venado, sin que apenas consumiera pescado, salvo el Viernes Santo, ya que tenía bula del papa que le permitía incluso comer carne los viernes. Eso sí, cuando comía lo que para lo demás estaba prohibido lo hacía en un lugar privado, con el fin de no dar mal ejemplo. En general; comía frugalmente. Debido a la dieta abundante en carne y escasa en frutas y verduras  sufría estreñimiento, teniendo que administrarle frecuentemente importantes dosis de vomitivos y enemas. La mayor parte de su vida manifestó un aspecto enfermizo, resaltado por su cutis pálido y el pelo rubio que le daban un aspecto casi albino. Junto a las hemorroides y dolores de estómago, sufrió de asma, artritis, gota, cálculos biliares y malaria, sin olvidar que padecía de sífilis congénita que provocaba continuos dolores de cabeza. La gota, cuyo primer ataque sufrió a los 36 años, hizo que los últimos 20 años de su vida apenas se pudiera mover, construyéndose a tal efecto una silla especial. El delicado estado de salud del rey le hacía depender mucho de los médicos aunque no confiaba en ninguno de ellos; tampoco recurría a remedios de curanderos. El recurso para estar saludable era simple: hacer ejercicio, caminar y respirar mucho aire fresco, lo que le convirtió en el inventor de las tendencias actuales en materia de salud.

Sus grandes pasiones serán la caza, los libros, las colecciones y…. las mujeres. A cazar dedicó largas horas desde su juventud, especialmente en los alrededores de Madrid: la Casa de Campo y El Pardo. Consiguió reunir una gran biblioteca en la que se encuentran desde libros de teología hasta tratados científicos, de todo tipo, incluso de ciencias ocultas y de carácter alquimista. Creará una de las bibliotecas más importantes del mundo en el Monasterio de El Escorial, formada por 4.000 volúmenes regalados por Felipe en 1575, la cual fue de carácter público. La manía coleccionista de Felipe no tenía límites; poseía más de 5.000 monedas y medallas, joyas y obras de arte en plata y oro, 137 astrolabios y relojes, instrumentos musicales, piedras preciosas y 113 estatuas de personajes célebres en bronce y mármol. Era propietario de una gran colección de armas y armaduras que depositó en la Armería de Palacio, donde hoy se pueden contemplar en buen número. Las colecciones privadas de Felipe fueron valoradas a su muerte en 1598 en bastante más de 7 millones de ducados, teniendo en cuenta que su legado arquitectónico de  El Escorial había costado cinco millones y medio de ducados. La colección de  reliquias serán otra de sus pasiones, incluyendo al final de su vida en su colección más de 7.000, entre las que destacan diez cuerpos enteros, 144 cabezas, 306 brazos y piernas, miles de huesos de diversas partes de santos cuerpos, así como cabellos de Cristo y la Virgen, fragmentos de la auténtica cruz y de la corona de espinas. Cada una de estas piezas iba dentro de un costoso relicario de plata por lo que el aspecto no era tan macabro como se supone. Tampoco es despreciable su enorme colección de cuernos de animales que puede haber estado vinculada a su supuesto valor medicinal. Felipe II era un gran aficionado al arte, la ciencia y la cultura, fascinándole la alquimia, la magia y las ciencias ocultas, contando entre sus consejeros a expertos en astrología, la alquimia, la nigromancia y otros expertos en ciencias ocultas. Este interés, sin embargo, no le apartaba de su profunda fe católica.

Entre sus aficiones más “terrenales” no podemos olvidar su gran afición por el entretenimiento, la música y el baile, junto con  los ritos de caballería, justas y torneos en los que participó activamente, sin obviar las fiestas y la diversión.  No había fiesta que se preciara que no contara con su presencia, participando en numerosos actos como los carnavales o las romerías populares. Fue él quien autorizó a las mujeres a actuar en los espectáculos teatrales, algo prohibido hasta aquel momento, a pesar de que no era muy aficionado a esta actividad cultural. Y, aunque la corte de Madrid no era lo lúgubre como la pintan algunos, su tacañería le llevaba a extremos de no  cubrir puestos de relevancia en la corte solo para ahorrarse los sueldos.

Los viajes serán frecuentes a lo largo de su reinado, aunque no tendrán el mismo espíritu aventurero que su padre. En su juventud realizó varios viajes a Italia, Flandes, Inglaterra y Alemania, empapándose del espíritu europeísta que caracteriza a Carlos. Sin embargo, tras regresar a la Península Ibérica en 1559 nunca volverá a salir de ella, España y Portugal, aquí  dos años y cuatro meses tras tomar posesión del trono del país vecino en 1580. Pese a ello, la imagen de un Felipe II enclaustrado como si viviera en clausura es producto de la leyenda negra en torno a él. Eran muy  frecuentes los viajes  alrededor de Madrid: El Pardo, Rivas, El Escorial, Torrelodones, La Fuenfría, Aranjuez, etc., llevando a cabo un amplio programa de construcción de residencias reales y palacios en estos lugares. Su mayor proyecto fue  la construcción del monasterio de San Lorenzo de El Escorial, participando en la elaboración de los planos junto a Juan Bautista de Toledo y Juan de Herrera, siguiendo él mismo los trabajos de construcción de esta maravilla artística que se prolongó entre los 1562 y 1595, momento en el que se consagró la basílica. Otra de sus más grandes aficiones serán los jardines, una afición heredada de sus viajes a Flandes y que le llevó a jardineros flamencos e italianos para que diseñaran los jardines palaciegos, ya que los jardineros españoles eran más aficionados al árbol frutal que al decorativo. Como bien dice Henry Kamen «fácilmente accesibles desde la capital, ofrecían un remanso de paz en el que podía refugiarse de las obligaciones administrativas». Recomendaba a todo el mundo dar largos paseos y tomar aire puro como mejor receta para preservar la salud. En cuanto a su personalidad,  Felipe II era juicioso y trabajador, pero no era capaz de tomar soluciones con rapidez y siempre necesitaba conocer la opinión y el consejo de sus asesores, algo que le había aconsejado su padre. Eso hacía que el trabajo se le acumulara de tal manera y las resoluciones se dilataban hasta el punto de llegar demasiado tarde en ocasiones. Cuando recibía malas noticias se ponía enfermo y sufría de diarreas, por lo que retrasaba las decisiones alegando dolores de cabeza y malestar.

Pese a su interés por la alquimia y lo oculto, Felipe II era un fanático de la religión católica, algo que le han reprochado sus detractores. El  Asistía a misa diariamente, comulgando varias veces al año, mostrando siempre públicamente su respeto por la Iglesia. Dedicaba cerca de cinco horas horarias a la oración. Su mayor preocupación será el mantenimiento de la pureza de la religión católica, convirtiéndose en el paladín de la Cristiandad y consiguiendo la unión de sus estados gracias a la religión, a excepción de los Países Bajos. Sin embargo, la intransigencia de su fe, le llevaron en ocasiones al fanatismo y la intolerancia, como cualquier monarca del siglo XVI, apoyando en todo momento la labor de Inquisición y asistiendo a los autos de fe. Conocedor de la división política que había supuesto el protestantismo en el Imperio Alemán, Felipe se manifestó intransigente en el aspecto religioso con el fin de no perder sus posesiones territoriales y no repetir el fracaso vivido por su padre.

La intransigencia que manifestó el rey en algunos aspectos de su vida choca con la ternura, el cariño y el amor con el que trató a sus hijos, especialmente a Catalina y a Isabel, como ponen de manifiesto las numerosas cartas que les escribió donde se nos muestra a un hombre entrañable y preocupado por el futuro de sus hijas y nietos. La conciliación familiar fue algo que Felipe II cuidó escrupulosamente. Después de horas de trabajo su pasión era reunirse con  su familia, aunque sólo fuera un rato.

Desde 1592 su salud se había deteriorado lenta e inexorablemente. La gota agarrotaba su salud y atrofiaba sus miembros, hasta el punto de que ni siquiera podía firmar los documentos que tenía ante sí. Los dolores eran tan intensos que ni siquiera podía permanecer en la cama sin padecerlos. Tampoco podía estar sentado, y fue entonces cuando su ayuda de cámara ideó una silla articulada que permitía al monarca cambiar de postura. Felipe II era consciente que su vida se apagaba y que se acercaba el día en el que tendría que enfrentarse a sus fantasmas y demonios, a la vida de ultratumba y a todo en lo que él creía. Fue entonces cuando decidió abandonar la Corte de Madrid y trasladarse a su retiro en el que había gastado mucho tiempo y dinero: al monasterio de El Escorial. El 30 de junio partía del Alcázar de Madrid para no regresar jamás. Durante seis días su silla articulada fue transportada por porteadores que se turnaban constantemente. Seis días de un interminable viaje hacia el otro mundo. Porque Felipe II viajaba para morir. Y al fin, el día 5 de julio pudo ver las torres orgullosas y enigmáticas de su espectacular mausoleo.

Fray José de Sigüenza nos dice en su Crónica sobre El Escorial, que el monarca sufrió el 22 de julio de 1598 calenturas a las que se unió un principio de hidropesía. Se le hincharon vientre, piernas y muslos al tiempo que una sed feroz lo consumía. Aquella fiebre lo atacó durante siete días completos, y al final de los mismos apareció encima de la rodilla derecha una especie de tumor que el medico del rey abrió con un hierro. Aquellos dolores, tantos los producidos por su enfermedad como lo de los supuestos remedios, le llevó a Felipe II a pedir a su confesor que le leyera La Pasión según San Mateo, mientras ordenaba  que trajeran ante sí sus reliquias favoritas, de modo que al pie de su cama se fue formando un espectral espectáculo con la rodilla del mártir San Sebastián, un brazo de San Vicente Ferrer, una costilla del obispo Albano y otros fetiches de similar naturaleza. De inmediato se le aliviaron los dolores, en un efecto placebo evidente. El rey no pierde de vista sus reliquias, hasta el punto de cuando caía en la inconsciencia su hija solía gritar que nadie las tocara, aunque nadie las tocaba, para que de inmediato su padre recobrar la conciencia ante el temor de que, en efecto, algún cortesano las cambiase de sitio. Junto a las reliquias, mandó poner a todos los lados de la cama y por las paredes de su dormitorio crucifijos e imágenes y algunos cuadros, alguno de los cuales pertenecían a un extraño pintor, llamado El Bosco, cuyas obras no tenían el carácter religioso que caracterizaba a un rey fanático de la religión católica, pero muy interesado en la obra del pintor holandés. Así los cuadros de la Mesa de los Pecados capitales y el Jardín de las Delicias se encontraban en aquel lecho de muerte juntos a cuadros de santos y reliquias. Tal vez quería el moribundo rey conocer a través de los cuadros de El Bosco lo que le esperaba al otro lado de la vida. O lo que había dejado de conocer en esta. O tal vez mostraba su miedo a morir. Nadie sabe ni conoce la razón de ello.

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Jardín de las Delicias, de El Bosco

Temiendo caer en un estado de inconsciencia del que ya no le fuera posible salir, el primer día de septiembre el monarca solicitó la extremaunción. Antes de recibirla, el moribundo se confesó. Después, ordenó que estuviera presente su hijo Felipe, su sucesor “porque veáis en lo que paran las monarquías deste mundo”, le dijo al príncipe. Viendo la próximo hara de su muerte, ordenó a un cortesano que trajera un crucifico que estaba guardado en un cajón. No era un crucifijo cualquiera. Carlos I había muerto empuñando aquel mismo crucifijo, y él tenía el mismo propósito. Pidió que tras su muerte el crucifijo regresase al mismo cajón de donde lo sacaron para que, cuando llegara el momento, también su hijo Felipe lo pudiera tener junto a sí. Y de este modo, rodeado de reliquias y de un crucifijo, con el único murmullo de su agonía y de oraciones y rodeado de clérigos, Felipe II siguió dando instrucciones para viaje al más allá. Miraba las pinturas de El Bosco ¿Dónde iría? ¿Al cielo o al infierno? ¿Al infierno que algunos decían que estaba debajo mismo de El Escorial?

Ordenó entonces hacer su ataúd, y que se lo trajesen allí mismo. Pero no de una manera corriente. Cinco años antes, paseando cerca de Lisboa, el rey vio los restos de un barco varado en la playa. El viejo buque se había llamado “Cinco Llagas”. Como si tuviese una premonición, Felipe decidió que la madera de aquel barco debía servir para hacer su última morada. Ordenó que se llevaran a El Escorial aquellos maderos, de los cuales también se hizo una cruz para la basílica del monasterio. También dispuso que se le fabricase una caja de plomo, y ordenó que una vez muerto lo metieran dentro de ella para evitar los malos olores de la putrefacción.

Estaba obsesionado que los olores que desprendía su lenta muerte. Felipe II había sido extremadamente meticuloso en su higiene personal, pero ahora, en su lecho de muerte, no era posible limpiar su hediondo cuerpo, debido a las llagas. Aquel hombre que no toleraba una sola mancha en las paredes o en el suelo, ahora sufría de incontinencia y el mal olor que emanaba de estas. Impedido, sin poder hacer sus necesidades sino en el propio lecho, se abrió un agujero en la misma cama para que de ese modo pudiera aliviarse. Todos los cronistas mencionan el olor insoportable en medio del cual el rey tuvo que vivir sus últimos días. Una agonía de la que no perdieron un solo detalle los huesos y pellejos de todos aquellos santos mártires que hizo instalar ante su cama maloliente.

Con todo preparado para la otra vida, el rey aún se resiste a morir, como se había resistido a nacer. 53 días hasta que el día 11 de septiembre se despide de los suyos. Les ordena perseverar en la fe y muestra su deseo de comulgar de nuevo. Tenía dicho a sus médicos que le informaran de cuándo había llegado su hora, y cuando éstos se lo hicieron saber, el monarca pidió refuerzos espirituales.  Pasó una noche más en medio de inacabables oraciones y mil besos al crucifijo de se padre, reafirmando su fe católica, buscando la protección de Dios y su destino final. El alba del día 13 de septiembre, a las cinco de la madrugada cuando la Muerte le abrazó. No se sabe si al cielo o al infierno, pero si al Panteón de aquel mausoleo cuyas obras habían concluido 14 años antes, que algunos dicen que selló una entrada al infierno. Tal y como él había dispuesto, lo envolvieron en una sábana sobre camisa limpia y ataron a su cuello un cordel del que colgaba una vulgar cruz de palo, que fue la única joya, si puede ser llamada así, que llevó consigo hacia la eternidad. Antes de cerrar el féretro, el futuro Felipe III quiso ver por última vez a su padre. Luego, una comitiva enlutada y dramática recorrió los pasillos escurialenses con el muerto a hombros. Se celebró misa, y finalmente lo condujeron a dormir el sueño eterno con los suyos.

Tenía 71 años.

FELIPE III

Felipe III

Felipe III ha sido el único rey que ha nacido y fallecido en la misma ciudad, en este caso Madrid, cuando ya había sido designada Villa y Corte. Era el 14 de abril de 1578, cuando en el desaparecido Alcázar de Madrid, el nuevo príncipe heredaba el imperio de su padre, Felipe II. El hijo de Felipe y de Ana de Austria heredaría un reino, más no lo ejerció. Desatendió sus obligaciones dinásticas y abdicó literalmente en su valido, el duque de Lerma. Su reinado significará el comienzo de la decadencia de los Austrias.

Y es que el joven Felipe se encontró con la Corona inesperadamente. Era el tercero en la línea sucesoria, tras el infante don Fernando y el infante don Diego. Pero la prematura muerte de ambos convirtió a Felipe en heredero al trono con apenas cuatro años de edad, recién fallecida su madre. El destino de la Corona española era víctima de la tremenda mortalidad infantil de la época, que no distinguía de príncipes ni de mendigos y que  privaba a España de un sucesor digno del legado de Felipe II y de las necesidades del inmenso complejo de un Imperio que iniciaba su decadencia.

Felipe era el menos dotado de sus hermanos para devolver el esplendor de una monarquía que en los últimos años había caído en la desidia y que iniciaba la misma agonía que su rey Felipe II. Este, era conocedor probablemente de la incapacidad de su hijo, pero había decidido  apartarse ya del mundo y sumirse en su fe y en el sufrimiento por la muerte de su esposa y no tenía intención alguna de volver a casarse, dando a su hijo una educación estricta y disciplinada, hasta el punto de regular cada detalle de la formación de su hijo, estableciendo incluso el horario y los temas para los que debía prepararse el futuro rey y los momentos de descanso y de ocio. Quería evitarle las malas compañías, por lo que le rodeó de ayos y tutores ancianos y de pajes niños, sin que muchachos de su edad jugaran y crecieran junto a su hijo. El resultado de todo ello fue que el niño Felipe tuvo coartada su voluntad y su libertad desde el primer momento, y creando en torno a él un halo de inseguridad que se manifestó a lo largo de su vida: un niño abúlico y retraído en una Corte donde el color negro era su principal característica.

Sin embargo, pronto encontró el príncipe heredero un amigo, no un educador, una persona amena que conectó de inmediato con la personalidad de Felipe y que le convertiría en el hombre de su confianza. Era el marqués de Denia, futuro duque de Lerma. Desde el primer momento proporcionó al futuro rey un programa alternativo al de los educadores nombrados por su padre,  como el juego de cartas, al que Felipe se aficionó sin reservas. La labor del futuro valido fue, más que nada, de malformación, y encaminada exclusivamente a ganarse la confianza del príncipe, objetivo que, desde luego, vio logrado sin gran esfuerzo. Varias veces Felipe II o sus consejeros intentaron alejar al ambicioso marqués, pero acabaron por transigir con su presencia, al comprender que el heredero, débil y falto de voluntad, acabaría en manos del primer consejero que consiguiese ganárselo, y Denia era, con todos sus defectos, hombre de confianza del propio rey. Enviar al marqués a Valencia para apartarlo de su hijo, no había sido una buena idea; al contrario, la tristeza y la melancolía del joven lo hizo echarlo de menos y el rey tuvo que ordenar su regreso. El rey comprendía que la debilidad del infante precisaba junto a su hijo la compañía de una persona como el duque. Por aquel entonces, Felipe II reconocía el error cometido en la educación de su hijo, la cual le había convertido en un joven débil e inseguro.

Felipe llegó a ser un muchacho culto, educado, y dotado de una cortesanía amable que jugaba bien con su timidez y su aspecto menudo y bondadoso; pero a los 18 años no había recibido una formación que le hiciese capaz de enfrentarse a los problemas de gobierno, ni tenía apenas experiencia de la vida pública. Felipe II se dio cuenta de lo equivocado de su educación. En 1596, dos años antes de su muerte, encargó un informe sobre el asunto. El documento suscrito por el preceptor no deja lugar a dudas: el príncipe es un joven inteligente, amable y dócil; no puede dudarse en ningún momento de la bondad de sus intenciones. Pero se le ve abúlico y un tanto haragán; abandona con frecuencia el trabajo emprendido si no se está continuamente encima de él. Por otra parte, no posee el debido conocimiento del mundo, de la vida ni de la política y no sabe como relacionarse con las personas de su rango. En resumen: una mala carta de recomendación para alguien que ha de gobernar sobre lo que queda del Imperio.

Quiso entonces el rey dar un giro a su educación y, siguiendo los consejos de sus colaboradores, le introdujo en los asuntos públicos. Así, el Infante comenzó a participar, junto a su padre, en las reuniones y a participar en ceremonias y actos públicos, en los cuales el joven no mostraba bastante entusiasmo, más bien aburrimiento. La actitud de su hijo provocó en Felipe II comentarios las capacidades de su heredero: «Dios, que me ha dado tantos Estados, me ha negado un hijo capaz de gobernarlos» y «Me temo que le han de gobernar”.

Margarita de Austria

En 1598, el joven Felipe se casa con su prima Margarita de Austria, hija del archiduque Carlos de Estiria. Margarita, que en ese momento tenía catorce años, era una joven enérgica que ejerció una influencia notable sobre su esposo hasta su temprana muerte por sobreparto en 1611. Durante esos pocos años, tuvo ocho hijos: Ana (casada luego con Luis XIII de Francia), Felipe (futuro Felipe IV), María, Carlos, Fernando, Margarita, Francisca y Alfonso. Un detalle ilustrativo de su habitual indeterminación del príncipe lo encontramos en el hecho de que, aconsejado por su padre para que contrajera matrimonio con una princesa austriaca, no fue capaz de decidirse por ninguna de las tres candidatas, y tuvo que ser elegida a sorteo. Tras la muerte de la reina, el duque de Lerma aconsejó al rey que no volviera a casarse, argumentando que tenía ya la descendencia asegurada, y Felipe le hizo caso. A pesar de que contaba apenas treinta y tres años, no se le conocieron otros asuntos amorosos ni hijos ilegítimos.

El matrimonio viene acompañado por la muerte de Felipe II unos meses más tarde, el 13 de septiembre de 1598. Acababa así un reinado en el que el los últimos años se había caracterizado por el cansancio y la agonía del rey. Ahora, el futuro era incierto ante la falta de experiencia de su hijo. Una de las primeras decisiones del nuevo rey fue prescindir de los asesores y colaboradores de su padre y nombrar al marqués de Denia, duque de Lerma.

La subida al trono del nuevo monarca fue recibida en España con una fuerte dosis de esperanza. A pesar del prestigio y confianza en Felipe II, los últimos años de su reinado suscitaron un cierto movimiento de hastío, por los enormes gastos y exacciones, que acabaron provocando la dura bancarrota de 1597. Era famoso el dicho “si el rey no acaba, el reino acaba”,  que nos recuerda Marañón. El país estaba cansado, y deseaba una era de paz, que parecía garantizar la personalidad del nuevo rey. Durante sus primeros años de reinado de Felipe III, este se mostró decidido a llevar a cabo de manera responsable y solícita los asuntos de gobierno pero, poco tiempo después, el duque de Lerma fue asumiendo un papel más activo y el rey fue desapareciendo de la primera escena política, y dejando en manos de su valido el gobierno de la monarquía.

En 1601 se trasladó la corte a Valladolid. Fue una medida inesperada y hasta incomprensible, porque desde 40 años antes ostentaba Madrid la capitalidad y allí se habían construido las dependencias oficiales o habían montado sus casas los nobles y altos dignatarios de la corte real. En aquel cambio influyó el deseo de Lerma de alejarle de su abuela, la emperatriz María, recluida en el convento madrileño de las Descalzas Reales, muy influyente sobre su nieto y decididamente opuesta al sistema de validos impuesta por el rey. Y aprovechando que el Pisuerga pasaba por Valladolid, en este caso de forma literal, el valido se llevaba la Corte a una ciudad alejada de la Corte y a un lugar donde él tenía intereses creados e influencia.

Descalzas Reales. Foto: J.A. Padilla

Durante los seis años que permaneció en Valladolid desplegó la corte todas las esplendideces del barroco: fiestas, cacerías, justas, recepciones, grandes espectáculos. Ni siquiera con la muerte de la emperatriz, en 1603, se regresó a Madrid. Hasta 1607 la Corte permaneció en Valladolid, donde el lujo al que eran aficionados, tanto el rey como su valido, desplegó todo su esplendor.

Nada más regresar a Madrid se produce un grave enfrentamiento entre la reina Margarita y el duque de Lerma, lo que provoca la primera crisis del reinado de Felipe III. La reina ya había tenido algún enfrentamiento con el duque en el último año en Valladolid a causa de los abusos de poder y las irregularidades en su favor que este mostraba. Ahora, al llegar a Madrid, el duque quería neutralizar el poder de la reina despidiendo a sus servidores, pero esta se opuso a las intenciones del valido. La reina aprovechaba además la crisis económica por la que atravesaba el reino provocada por la malversación de los caudales  públicos, de la que se responsabilizaba directamente al duque de Lerma, al que se le acusaba de enriquecerse a costa del erario público. No consiguió, sin embargo, desalojar la reina al valido de sus responsabilidades de gobierno, tan solo a algunos de sus colaboradores.

La muerte de la reina en 1611 permite al duque de Lerma alcanzar la cumbre de su poder. Al año siguiente, Felipe III ordena a los presidentes de los Consejos que despacharan directamente con el duque, al que permitió incluso firmar en su nombre. Desde entonces, siempre que el valido se dirigía al Consejo de Estado lo hacía en nombre del rey, y este se desvinculaba de los asuntos de gobierno para dedicarse a sus aficiones favoritas: la caza, los caballos y el teatro. Con esta decisión real, el valido, sin ostentar ningún cargo oficial, veía legitimado todos sus actos oficiales y políticos, sin estar sometido a ningún control institucional.

La crisis económica obligó a reducir los gastos militares, lo que se tradujo en que cesaran las guerras con los países de nuestro entorno.  Las dificultades financieras de la monarquía forzaron a Felipe III a suspender la política exterior de carácter ofensivo que había dominado en los reinados anteriores. Durante los primeros años del reinado, las relaciones con Francia fueron tensas, debido a la política antiespañola francesa, pero se evitó  el estallido de un enfrentamiento bélico. Las relaciones con Inglaterra también fueron de hostilidad hasta en 1604, tras la muerte de Isabel I de Inglaterra y la subida al trono de Jacobo I, se firmó la Paz de Londres, que se mantendría en vigor durante todo el reinado de Felipe III. Por lo que se refiere a Portugal, las medidas tomadas por Lerma, siempre supeditadas a los intereses castellanos, fueron muy impopulares y provocaron un creciente descontento hacia la monarquía de Madrid.

El contexto internacional de paz permitió al gobierno español concentrarse en el problema de los moriscos, cuya expulsión se considera el hecho central de la política interior del reinado de Felipe III, en julio de 1609 Felipe III firmó la orden de expulsión de la población morisca. La medida tuvo graves consecuencias demográficas y económicas, pues España perdió unos 300.000 habitantes, que, en su mayoría, eran buenos campesinos y artesanos. Pero, en principio, la expulsión produjo un ambiente de euforia oficial y popular que impidió que se analizaran con lucidez sus consecuencias hasta la década de 1620.

Felipe III había heredado de su padre una enorme deuda, que no solo no bajó, sino que los enormes gastos de la Corte no hizo sino aumentarla. Para paliar la situación financiera, se recurrió a la reducción de gastos de defensa y a la devaluación monetaria. Las alteraciones de la moneda de 1599, 1602 y 1603 provocaron la retirada de la circulación del oro y la plata, la devaluación del vellón y el agravamiento de la crisis financiera de la Corona por el desfase que suponía pagar en el interior con moneda de vellón y en el exterior con oro y plata. Consecuencia lógica de esta errática política monetaria fue la bancarrota de 1612.

Los años finales de su reinado estuvieron marcados, en el interior, por las intrigas políticas. La posición política de Lerma se debilitó a partir de 1615, debido al descontento que provocaba su autoritarismo. El confesor real, fray Luis de Aliaga, fiel a Felipe III, encabezó el partido cortesano que se oponía al duque y salieron a la luz una serie de intrigas urdidas por colaboradores del valido, en una campaña orquestada por el confesor e influyentes medios eclesiásticos. Todo ello obligó al duque a abandonar finalmente la corte, refugiándose en Lerma, donde murió en 1623.

Tras la marcha de Lerma, su hijo intentó sustituirle al frente de gobierno. Pero pronto este último tendió a monopolizar los asuntos de Estado en nombre del rey, al igual que había hecho su padre. Pero fracasó en su intento. En sus últimos años de vida, Felipe III se sintió acosado por sentimientos de culpabilidad por no haber cumplido sus deberes como rey e intentó poner limitaciones al valimiento. El desasosiego que acompañó al monarca durante sus últimos años no pasó desapercibido para quienes componían su círculo más cercano. Los cronistas nos lo muestran atenazado por la angustia que le producía no haber sido capaz de afrontar sus deberes políticos y haber delegado todas sus responsabilidades en otros.

La enfermedad mermó rápidamente las fuerzas del rey y le produjo una grave depresión nerviosa. Después de una corta mejoría, Felipe III murió en Madrid el 31 de marzo de 1621 a las nueve de la mañana, a los cuarenta y tres años de edad. El frío del invierno madrileño había llevado a la colocación de un brasero junto al rey para templarle el cuerpo. Pero el rey comenzó a acalorarse considerablemente, quizá por el fuerte calor del brasero colocado muy cerca del monarca. Algún cortesano se dio cuenta del problema y del precario estado de Felipe III, y comentó que sería bueno apartar el brasero de la vera de su majestad. Pero aquí llegó el problema. El protocolo establecía quién era la persona destinada a aquellas tareas,  el duque de Uceda. Pero este no fue localizado con la debida premura. Cuando por fin llegó y retiró el brasero, el rey ya estaba bañado en sudor y con fiebre mortal. Cosas del protocolo.

Los historiadores suelen considerar su reinado como un periodo de transición, pues, por una parte, supuso la cancelación de la etapa hegemónica de los Austrias Mayores, Carlos I y Felipe II, y, por otra, el preludio de la crisis que se produciría durante el reinado de su hijo y sucesor, Felipe IV.

FELIPE IV

Felipe IV

Felipe IV se convirtió en el cuarto monarca de la dinastía Habsburgo en España y tercero en Portugal. Sin bien nació en Valladolid, en la etapa castellana de su familia, de niño creció en la alegre y pomposa Corte madrileña junto a sus cuatro hermanos. El heredero de la Corona  fue de niño muy alto para su época, delgado sin llegar a enjuto, muy rubio, con ojos verdes, la nariz prominente y el hereditario prognatismo de la mandíbula inferior de su antepasado Carlos I. Al contrario que sus antepasados, era muy elegante y de refinados gustos, inteligente y cultivado y muy atractivo, tal y como reflejó  su pintor favorito, Velázquez, en la que podemos seguir la evolución física, en 44 años de reinado, de este monarca.

Con diez años de edad, fue casado Isabel de Borbón, una de las tres hijas del rey Enrique IV de Francia. El entonces Príncipe de Asturias, que desde muy joven sentiría tanta afición por las mujeres, se había desposado con una princesa de 2 años mayor que él, muy bella, de esmeradísima educación, culta, elegante, políglota y aficionada a todo lo español, y con la que no consumaría la unión hasta el año de 1620, en el palacio del Pardo. De allí, vendría Isabel ya encinta de su esposo. Aquel nieto que no pudo conocer su padre, Felipe III, al morir repentinamente el 31 de marzo de 1621. El nacimiento de aquel niño y el acceso al trono de Felipe IV e Isabel, él con 15 años y ella con 17, se produjo de manera simultánea.

Isabel de Borbón

El nuevo rey Felipe IV se reveló como un hombre mucho más inteligente que su padre, pero heredó de este su escasa voluntad, considerándose aún menor, si cabe, circunstancia que supo aprovecharla un personaje llamado  Gaspar de Guzmán, conde de Olivares, dispuesto a suceder al duque de Lerma en las tareas de valido. Olivares era más inteligente y astuto, y menos ambicioso en el plano personal en cuanto a riquezas se refiere que su antecesor. Por lo demás, todo parecía indicar que el valimiento continuaría siendo la forma de gobierno de la monarquía.

Felipe IV no era tan aficionado al lujo como su padre, más bien al contrario. Vestía con elegante austeridad, ciñéndose en su cuello la incómoda golilla de tela blanca almidonada y plana, dando la impresión de tener cortada la cabeza y colocada encima de un plato, indumentaria que se generalizaría entre sus cortesanos. Pero el nuevo rey tenía una afición que le obsesionaba: el sexo. Su sexualidad era de tal medida que su esposa no conseguía satisfacerle.  Olivares vio en esta circunstancia el punto débil del monarca que le permitiría a este satisfacer su vicio, y a él su ambición. Cuanto más ocupado y satisfecho se hallase el rey en materia sexual, más facilidad tendría él para ocuparse en los asuntos del Estado. Sabiendo que la Reina poseía toda la fuerza de voluntad de que carecía su marido, y era más inteligente que él, Olivares se propuso apartar a Felipe IV todo cuanto le fuese posible de su mujer y, para atarlo más al vicio, le organizó semanalmente orgías desenfrenadas.

Conde Duque de Olivares

Felipe IV acudía frecuentemente a saciar su sed sexual entre los brazos de las actrices de los corrales de la Pacheca y de la Cruz, teatros populares de Madrid por aquel entonces. Aquellas infidelidades eran comprendidas por la reina, que seguía amando a su marido y siendo fiel, lo que agradaba al rey, teniendo en ello la garantía de que, hiciera él lo que hiciese, la Reina se mantendría honesta, ya que otra cosa no hubiesen soportado ni su orgullo de hombre vanidoso, que lo era mucho, ni su dignidad de rey con aquel concepto que los Habsburgo tenían de su grandeza dinástica. Paz conyugal que se rompió en abril de 1629, cuando la actriz María Calderón, popularmente llamada «la Calderona», parió a un bastardo, fruto de sus amores con el rey, al que decidió este reconociéndole con su apellido. Al enterarse la Reina, montó en cólera y le negó la entrada de su alcoba durante varias noches, sin duda humillada por el hecho de que una cualquiera diera a su marido el hijo varón que ella, después de cuatro infructuosos embarazos, aún no le había dado.

Desde el momento en que Felipe IV subió al trono, se dejó conducir en todo por el conde de Olivares, a quien inmediatamente hizo duque de Sanlúcar y otorgó la Grandeza de España.  En un principio, se quiso implantar un régimen renovador que fue bien recibida por los ciudadanos, muy descontentos con la corrupción administrativa del reinado de Felipe III y la  mediocridad de los gobernantes. Una renovación que afectó a todos los políticos del anterior régimen, empezando por el duque de Lerma, que llegó a ser desterrado tras pagar una fuerte multa para eludir la prisión. Su hijo, el duque de Uceda, otro antiguo valido, no tuvo mejor suerte y fue encarcelado por  dos veces. Ambos murieron al poco tiempo. La renovación llegó incluso a los colaboradores de Felipe III, como su confesor, e incluso el escritor Francisco de Quevedo. Todo ello bajo el influjo del nuevo valido. El conde duque de Olivares quería acabar con la corrupción de la época de Felipe III e iniciar una nueva etapa política, lo que levantaba buenas perspectivas en los españoles. Mediante un decreto obligó a hacer un inventario de la fortuna de aquellas personas que desempeñasen cargos públicos y de relevancia. En cuanto al orden social, Olivares prohibió la emigración y favoreció la inmigración y  las familias numerosas.

La novedad administrativa más importante la constituyeron las juntas, con las que Olivares confiaba superar la inoperancia y falta de especialización de los Consejos. Cada Junta se ocuparía de un ramo concreto de la administración, o del fomento de una determinada actividad, y estaría formada por individuos peritos en la correspondiente materia. Se constituyeron hasta 16, bajo los epígrafes siguientes: Ejecución, Armada, Media Anata, Papel Sellado, Donativos, Almirantazgo, Sal, Minas, Presidios, Poblaciones, Competencias, Obras y Bosques, Limpieza, Aposentos, Millones, y una utópica de Reformación de las Costumbres. Como se ve, predominaban las referentes a cuestiones hacendísticas y a obras públicas, índice de cuáles eran las mayores preocupaciones del valido, aunque su ansia de reformas alcanzaba a todos los ámbitos de la vida pública y aun de la privada, teniendo en cuenta la institución citada en último lugar. Por más que la distribución de materias no parezca armónica, y que muchos títulos reflejen más que otras cosas el afán quimerista de Olivares, las Juntas representan el primer intento serio de una distribución del quehacer administrativo en una gama de sectores “ministeriales”

Las juntas resolvieron bien poco. La falta de medios, en un momento en que se precipitaba la ruina económica del país, el excesivo personalismo del valido, que pretendía, aunque sin conseguirlo, estar en todas partes y atender a todo, y el mismo anquilosamiento del funcionariado, hicieron que la mayor parte de los proyectos formulados por las juntas no pasaran de tales. Algunos eran excesivamente pretenciosos, como el de canalizar el Tajo para que los galeones pudieran llegar a Toledo, e incluso, por el Jarama y Manzanares, hasta el pie del Real Alcázar. O la idea de multiplicar por toda España las explotaciones mineras, “para que las entrañas de la tierra vomiten los tesoros que llevan ocultos”. La Junta de Reformación de las Costumbres no pudo mejorar la moral privada ni la pública, y no digamos a modificar la moda femenina, pese a sus esfuerzos por suprimir los enormes guardainfantes y verdugados. Todas aquellas nuevas instituciones tropezaban, no sólo con las precarias condiciones de la economía de entonces, que no estaba para grandes planes, sino también con un tremendo bache en la vida administrativa del país. También el nuevo Gobierno se preocupó de fomentar la producción industrial, especialmente en el ramo textil, como la lana y la seda, estableciendo premios o concediendo exenciones. La repoblación del país constituyó también otra de las principales preocupaciones del valido, que veía en el descenso demográfico un síntoma indisimulable de decadencia, y procuró por todos los medios fomentar la nupcialidad y la natalidad, así como la atracción de inmigrantes.

Aunque quizá el plan más característico de Olivares fuese el de la unificación jurídica de España. El valido interpretaba que la ventaja del Estado francés sobre el español se debía a que aquél podía disponer de un reino unificado, mientras que la Monarquía católica tenía que manejar separadamente los recursos de Castilla, Aragón, Navarra, Cataluña, etc. Olivares soñaba con la supresión de fronteras y aduanas interiores, unificación de Cortes, fueros y monedas, amén de una Unión de Armas que congregaría a un único y auténtico ejército español. Un intercambio de gobernantes, administradores y funcionarios, iría estableciendo en todas partes la idea de una patria única. Esta política, llevada a la práctica a veces con poco tiento, tropezaría con la airada protesta de los reinos periféricos, que, en la crisis de 1640 darían al traste, no ya con los sueños del valido, sino con unas directrices políticas, las castellanas, que habían sido durante siglo y medio el programa de actuación del rey de España.

Así, durante algo más de diez años del reinado de Felipe IV se caracterizaron por la regeneración administrativa interior y la revitalización del papel de España en el exterior. Al rey se le empezó a llamar el Grande o el Rey Planeta y cada victoria militar era celebrada con grandes fiestas, en las que participaba todo el pueblo, popularizándose el célebre grito de “Viva España”, como exaltación patriótica. En 1630 se empieza a construir los jardines del Buen Retiro, un lugar de descanso de la Corte madrileña, compuesta por palacios, jardines, edificios oficiales y de recreo, e incluso un enorme estanque con un teatro flotante en el centro del mismo. El propio Duque de Olivares había cedido al rey parte de esos terrenos destinados a ser utilizados como lugar de descanso al que se trasladaba el rey desde el Alcázar. Era el esplendor del  Barroco. Una Corte suntuosa en la no faltaban pintores y escritores de la talla de Velázquez, Lope de Vega, Quevedo, Góngora y Calderón. Un Siglo de Oro en el que España mostraba su poderío militar y político e imponía modas y costumbres.

Jardines del Buen Retiro

Pero aquella opulencia no podía ser eterna. Aquel esplendor tocaba a su fin. En 1640, la crisis empieza su particular reinado. En el mes de junio estalla el Corpus de Sangre, que dio lugar al levantamiento de Cataluña y más tarde con la insurrección de Portugal en diciembre y la rebelión Andalucía, Aragón, Navarra, Sicilia y Nápoles. La Monarquía católica de Felipe IV parecía, de pronto, a punto de desintegrarse.

En 1643, el conde-duque de Olivares abandonaba el poder, cansado y derrotado, coincidiendo con el ocaso de la hegemonía española en Europa. Su sustituto como valido, Luís de Haro, sobrino del conde-duque, era totalmente distinto de este. Discreto, suave de modales y amigo de pasar inadvertido, hizo mucho menos ruido que Olivares, aunque, en el fondo, fue tan dueño de los destinos de la monarquía como aquél. Eso sí, obró siempre con gran ponderación. Se dijo que Felipe IV a Olivares le temía, a Haro le amaba. La política del nuevo valido fue más realista, conformándose con una derrota lo más honrosa posible. Su idea, no exenta de lógica, era la de que España había sido vencida por empeñarse en múltiples luchas simultáneas. Su estrategia era el de hacer las guerras y firmar las paces por separado. Y lo hizo según el orden que estableció: primero Cataluña, luego Portugal y por último los Países Bajos. En 1661 muere Luis de Haro. Un duro golpe para una Monarquía en decadencia. Los últimos años de Felipe IV fueron tristes. Al amargor de la derrota y al descontento del país se unía la cuestión sucesoria. Su hijo Carlos no parecía el más indicado para levantar un país en declive.

A principios del mes de septiembre de 1665, el rey comenzó a sentirse mal, deponiendo heces sanguinolentas, lo que induce a pensar que cayó enfermo de disentería, de resultas de la cual falleció el 17 del mismo mes, no sin antes padecer notablemente a causa de la enfermedad. Felipe IV «el Grande» moría en Madrid el 17 de septiembre, a los 60 años de edad, después de haber reinado durante cuarenta y cuatro años. Fue enterrado en la Cripta Real del Monasterio de El Escorial, tal como él mismo había dispuesto en su testamento. Dejaba un heredero débil física y mentalmente y una regente, su sobrina Mariana de Austria, joven e inexperta políticamente. En su testamento encargó a sus sucesores que amasen y cuidasen los reinos de España y guardasen respeto a las leyes de cada uno de ellos. Estando en el lecho de muerte se dirigió a su hijo Carlos, que por entonces tenía cuatro años de edad, diciéndole «Dios os bendiga y haga más dichoso que a mí«. Se desconoce si el destinatario de aquellas palabras. Las últimas palabras de un rey con grandes aptitudes políticas y artísticas, pero con escasa voluntad y determinación.

CARLOS II, EL HECHIZADO

Carlos II

El 6 de noviembre de 1661, comiendo en la mesa, Doña Mariana de Austria, sobrina y esposa de Felipe IV, empezó con dolores de parto. Fue un alumbramiento fácil y rápido, y en un breve espacio de tiempo, el rey se encontró con un heredero varón. Bautizado con el nombre de Carlos, la Historia acabaría conociéndolo como El Hechizado. No pintaba nada bien el nuevo capítulo de la historia de España que se iniciaba con el nuevo rey Carlos II. Este era heredero, no solo de una monarquía y de los restos de un Imperio, sino también de una interminable lista de enfermedades, algunas de ellas congénitas, que habían pasado de rey a rey y de generación a generación. Carlos II representaba esa herencia. Un rey un enfermo desde el mismo instante de su concepción hasta su muerte.

Mariana de Austria

Era el quinto hijo nacido del matrimonio de su padre Felipe IV con su sobrina la archiduquesa Mariana de Austria, Todos sus hermanos habían muerto prematuramente, víctimas de extrañas enfermedades. Carlos venía al mundo el 6 de noviembre de 1661 siendo, según la versión oficial, ”un robusto varón, de hermosísimas facciones, cabeza proporcionada, pelo negro y algo abultado de carnes”, algo muy distinto a lo que escribió  el Embajador de Francia a Luis XIV pocos días después: ”El Príncipe parece bastante débil; muestra signos de degeneración; tiene flemones en las mejillas, la cabeza llena de costras y el cuello le supura. Asusta de feo”.

Creamos la versión del embajador. Definitivamente, aquel niño tenía la cabeza grande, demasiado grande. Con cuatro años llegó a ser rey de España. Una edad muy corta para ser rey, pero muy larga para seguir siendo amamantado por sus amas de cría. En efecto, aquel niño seguía mamando leche como si fuera un bebe y su lactancia fue interrumpida por lo indecoroso que parecía. ¿Se imaginan?

Aquel rey-niño de cuatro años era enclenque, no sabía hablar y tenía frecuentes catarros y diarreas. Hasta los seis años no pudo andar ni casi mantenerse en pie debido a su raquitismo, tuvo sarampión y varicela; a los 10 años, rubeola y a los 11, viruela. Añádanse a esto, ataques epilépticos hasta los 15 que reaparecieron al final de su vida. Hasta los diez años no comenzó a hablar de modo inteligible y nunca supo escribir correctamente. Ni las artes, ni las letras, ni nada por el estilo. Tan solo aquel rey manifestaba una sola afición: el chocolate, que prácticamente era su único alimento. La regencia fue ejercida por su madre, mariana de Austria, asistida por una Junta de Consejeros, para evitar el valimiento característico hasta entonces. Una situación que se prolongaría hasta que el rey cumpliese los 14 años de edad. Hasta ese momento,  el poder estuvo en manos de validos que comprometieron al país en guerras perniciosas y en tratados de paz aún peores. Don Juan de Austria y el Conde de Peñaranda fueron los que ejercieron un poder que conducía a España al abismo.

Cumplidos los catorce años, el Rey debía ser proclamado mayor de edad, pero como ni física ni mentalmente había salido de la infancia y era no era apto para dirigir la regencia, la Reina y su valido intentaron incapacitarlo. Doña Mariana continuó ejerciendo como Primer Ministro asistida por su valido Fernando Valenzuela. A partir de este momento, se inicia una batalla política entre Don Juan de Austria y Valenzuela, una batalla de validos, cuyo único logro fue aumentar el hambre en el pueblo y los motines.Cuando su madre consiguió que Juan de Austria, hermanastro de Carlos II y fruto de la unión de Felipe IV con una actriz,  fuese enviado a las guerras del sur de Italia, Carlos II escribió a Don Juan, sin que su madre lo supiera, rogándole que le apoyara siempre y que volviera a su lado. Era atisbos de consciencia de un rey controlado en todos los aspectos por su madre. Carlos se rebelaba contra ese control, a pesar de su incapacidad.  Su caso recordaba en el tiempo a Juana la Loca, encerrada por su propio padre e hijo para evitar su reinado aludiendo a su supuesta incapacidad mental.  ¿Estaba Carlos II tan incapacitado mentalmente o era también una estrategia para que su madre y su valido dirigieran los destinos de un país para el que tampoco estaban ellos capacitados?  El caso es que para  Carlos II  su matrimonio con la francesa María Luisa de Orleans, su primera esposa, fue un tema de gran importancia durante los poco más de nueve años que duró, desde noviembre de 1679 hasta la muerte de ella, en febrero de 1689. Carlos estaba completamente enamorado de ella y esta le correspondía. Pero María Luisa no conseguía quedarse embarazada, cosa que disgustaba mucho al pueblo, se la sometió a algunos métodos para que quedara embarazada, y pasaban mucho tiempo rezando juntos para conseguir obtener descendencia. Un día, María Luisa, tras un paseo a caballo empezó a sentir un fuerte dolor en el estomago que la tuvo postrada en la cama toda la tarde, falleciendo al día siguiente. En el verano de 1689 se casó con María Ana de Neoburgo, de familia prolífica. Pero tampoco llegaron los hijos con este segundo matrimonio. Y eso fue lo que terminó de hechizar a Carlos II. El tema de su fertilidad podría habérsele achacado a María Luisa, pero con María Ana, cuya madre había tenido 24 embarazos, el pueblo empezó a colocarlo bajo sospecha: él era el impotente.

Maria Luisa de Orleans

Mientras tanto, muere Juan de Austria y será Enríquez de Cabrera quien se hará con el poder. Su mayor merito para ello era ser el amante de la Reina. Entretanto, ante la incapacidad del Rey para tener descendencia, se iba preparando la sucesión dinástica.  Con Carlos II, la dinastía de los Austrias en España llegaba a su fin. La cuestión estaba entre los Austrias o Habsburgo, que habían reinado en España en los últimos siglos, o dejar a los Borbones la regencia de la Monarquía Hispánica. La situación era tan esperpéntica que se empezó a especular con que el rey era objeto de algún hechizo o embrujo causante de su alelamiento y, lo que es peor, de su esterilidad. Los Borbones acusaron a Enríquez, partidario de los Austrias, de ser el autor de tales hechizos del Rey y la Inquisición pretendió encerrarlo. El ingenuo Rey se sometió a toda clase de exorcismos y ungüentos para sacarse los demonios del cuerpo, poniendo en peligro la propia vida del rey.  Entre todas estas desdichadas intrigas cuyo fin era la sucesión  dinástica se desarrollaron los últimos años del reinado de Carlos II y de los Austrias en España. Mientras tanto, el país se debatía entre la miseria del pueblo y la opulencia de los poderosos, con una Hacienda completamente arruinada por las guerras.

La dinastía Habsburgo se tambaleaba, empezando por el propio Carlos II, que físicamente era incapaz de permanecer en pie sin apoyarse en una mesa, en la pared o en otra persona. Caprichos del destino. Era el precio de la una obsesión  por los matrimonios entre familiares y un mal entendido principio de legitimidad en la sucesión a la Corona y que condujo a que un pobre ser humano fue el destinatario de una Corona para el que no era apto, y cuya única afición conocida fue la de frecuentar la pastelería de palacio. Lo peor de todo es que su reinado, en cuyo gobierno el monarca no tuvo participación alguna, no fue ni mejor ni peor que el de sus antecesores, que le habían dejado en herencia un Imperio en ruinas, un país roto y un Estado al servicio de los validos. La mayor proeza fue  la de estampar su firma en el testamento que abriría las puertas de España a los Borbones y a la Guerra de Sucesión.

El día 1 de noviembre de 1.700, a los 38 años de edad, Carlos II moría después de semanas de agonía. Dos días después se le practicaba la autopsia, de la que se dijo que “no tenía el cadáver ni una gota de sangre; el corazón apareció del tamaño de un grano de pimienta; los pulmones, corroídos; los intestinos, putrefactos y gangrenados; un solo testículo, negro como el carbón, y la cabeza llena de agua”.

Cuando murió, el 1 de noviembre del año 1700, a los 38 años de edad, Carlos II parecía un anciano de 90. Las enfermedades se habían ensañado con él,  y el último de los Austrias fue sufriendo año tras año mientras su cuerpo se corroía aún en vida. El destino fue injusto con alguien que nunca mereció semejante castigo.  Con Carlos II terminaba una estirpe, una dinastía… y un Imperio. Es  cierto que la decadencia del Imperio español se inicia con los reinados de Felipe III y Felipe II, e incluso hay quién apunta a Felipe II. La verdad es que las constantes guerras, la corrupción y la incapacidad de reyes y políticos anunciaban el desastre desde mucho tiempo atrás. Pero es en tiempos de Carlos II cuando se produce el colapso definitivo. Tras él España seguirá conservando posesiones ultramarinas y teniendo peso específico en el panorama internacional, pero ya siempre será una potencia de segundo orden frente a Francia y, sobre todo, Inglaterra.

Ahora, tras la Guerra de Sucesión, la dinastía de los Borbones iniciaba el reinado en España.

Pero esa es otra historia….

Una historia que se iniciaba desde el instante mismo en el que Carlos II se encontraba en el lecho de muerte. Sus últimos pensamientos no se referían a rogar por su alma. No era su alma lo que más le preocupaba. En realidad, pensaba que Dios le perdonaría. Pero la historia, no. Pasaría a la historia como un rey incapaz, lelo, responsable de la caída de una estirpe. Pero, ¿qué culpa tenía él de haber nacido así?  Ahora, le daba todo lo mismo. Toda su vida había notado las risas a sus espaldas, las bromas de los que le había rodeado. Ellos creían que no se enteraba de nada. Pero en realidad, se enteraba de todo. Ahora, su muerte era su venganza. Notaba el gesto de preocupación de los que estaban allí, acompañándole en el último suspiro. Ya no se reían a su costa.  Hasta ese mismo momento, el imperio había ido acumulando territorios en todas las partes del mundo desde que los Reyes Católicos iniciaban una nueva era. Y todo ello estaba a punto de extinguirse por la falta de descendencia de un rey enfermo en el que se habían depositado todas las corrupciones genéticas de una dinastía. En su agonía, el rey Carlos era consciente de que ese había sido el principal problema de su reinado: la frustrada descendencia. Todos sus antecesores habían reinado con luces y sombras, con mayor y menor acierto, pero habían mantenido la unidad territorial y habían aumentado las fronteras del Imperio. Pero sobre todo, habían garantizado la continuidad de su estirpe, algo que significaba la continuidad del Imperio. Ahora, todo estaba en peligro.

Mariana de Neoburgo

La única obsesión al final de su reinado fue la cuestión sucesoria. Llegó un momento en el que a él le daba igual. Tras el frustrado intento con Maria Luisa de Orleans, el matrimonio con Mariana de Neoburgo era la solución en la que todos confiaban. Aquella mujer, de familia muy prolífica le daría el heredero deseado. Pero nada. No solo no fue solución alguna, sino que, además, fue un problema. Para el Estado y para él mismo.

Todos los intentos para que su segunda esposa quedase encinta fueron fracasando. Ni los brebajes, sangrías ni tratamiento alguno producían el efecto deseado. De vez en cuando, su esposa le anunciaba un posible embarazo, con el consiguiente alivio para él. Pero a los pocos días, con la misma determinación se anunciaba el aborto, y vuelta a empezar. Así, hasta once veces, con lo que cualquier anuncio de nuevo embarazo no era tomado en serio. Y no solo eso. La personalidad de su esposa Mariana y sus supuestos embarazos y posteriores abortos consiguieron la enemistad de doña Mariana, su madre. Menos más, que a él siempre le quedaba el argumento de ser lelo y no enterarse de nada. Su mejor escudo y su mejor arma. Es lo mejor entre rencillas de suegra y nuera. Pero, además, llegados a este punto, a él le daba igual.

Le hubiera gustado tener un hijo. Jugar con él. Hablar con él. Poder decirle en el lecho de muerte aquello que le dijo su padre: “Mantén la unidad de España y defiende todos sus territorios”. Le hubiera gustado tener un hijo y tener amigos. Que le quisieran por él mismo, y no por lo que ha sido. Solo Juan de Austria, aquel que su madre intentó separar de él. Solo él me entendió y apoyó.

Su madre. No ha tenido suerte con las mujeres. De su primera esposa, Maria Luisa de Orleans, llegó a enamorarse, pero ella no le correspondió. Todo lo demás le tenía pena por su estado de salud. Murió tras unos fuertes dolores de estómago. La versión oficial dijo que por causa de una apendicitis aguda. Se negaron hacerla la autopsia para conocer la causa exacta de su muerte. Había que darse prisa para encontrar una nueva esposa, porque mi salud era muy precaria. Apenas diez días después de la muerte de Maria Luisa, se casó con Mariana de Neoburgo. Sin atracción alguna, esta  solo quería darle un heredero. Para ser madre de rey. Su madre….. nunca le entendió. Ni siquiera lo intentó. Quiso ser Reina Madre y lo consiguió. Con Mariana, su esposa, jamás se llevó bien. Era un obstáculo para sus intereses. Gobernaba con su valido, que también era su amante. Cuando comprobó que yo no tendría heredero alguno, ella empezó a buscar uno. Consiguió que yo nombrara gobernador de los Países Bajos a Maximiliano Manuel, el marido de su  nieta María Antonia de Habsburgo. Al fin y al cabo, era un Austria. Mariana, mi esposa quería que yo nombrara a su hermano. Nada me ataba a mi esposa. Sin hijos, no había vínculo alguno. Mi madre, al fin y al cabo era mi sangre. Con Maximiliano gobernador se abría el camino para que su hijo, José Fernando de Baviera, bisnieto de mi padre y sobrino nieto mio fuera, de facto, el hijo que yo no pude tener y ser, por tanto, el heredero de la Monarquía Hispánica. Los Austrias se mantendrían en la Corona. Tras la muerte de mi madre, nombre heredero a José Fernando. Fue lo único que hice por mi madre en toda mi vida.

Pero la muerte de mi madre dejaba el campo libre para mi esposa. Y el candidato de esta para sucederme en el trono era el Archiduque Carlos, hijo del emperador Leopoldo I, casado con la hermana mayor de mi esposa Mariana, también de la rama Habsburgo. Luego, tras el fin de la guerra entre Francia y España, el embajador francés vino con un tercer candidato, Felipe de Anjou, nieto de Luís XIV y biznieto de mi padre. Un Borbón.

La causa sucesoria era una cuestión que traspasaba nuestras fronteras. El Archiduque Carlos significaría la unión entre el Sacro Imperio Germánico. Felipe de Anjou, la unión de España y Francia. Ambas opciones suponía un desequilibrio de fuerzas en Europa. Luís XIV había previsto que a mi muerte, el príncipe José Fernando se quedaría con los Países Bajos y las posesiones de las Indias, mientras que el archiduque Carlos se quedaría con el ducado de Milán. Yo me negaba a tales acuerdos  y ratifiqué mi testamento anterior considerando a José Fernando de Baviera como mi sucesor al trono. Pero el destino, la fatalidad o, las extrañas circunstancias jugaron de nuevo un papel en el futuro de la Monarquía. José Fernando, que por entonces solo tenía 7 años, fallecía al poco tiempo, tras sufrir unos extraños vómitos. Tampoco se hizo autopsia. Vi la mano de Dios en todo ello y mi voluntad se inclinó ante la suya. Al fin y al cabo, por encima del rey solo está Dios. Al menos, eso dicen. Aunque la realidad es muy distinta.

Pero eso, es otra historia…

En efecto, la muerte de José Fernando renovaba las estrategias en favor a los dos contendientes a la Corona. La muerte del rey parecía inminente pues su salud se debilitaba día tras día. Todo el mundo comenzó a moverse con rapidez. Austria y Francia libraron una feroz lucha por hacerse con la corona de España. Entre las maniobras políticas se contaron los motines organizados en Madrid para derribar al conde de Oropesa, el valido en ese momento, contrario a los Borbones  Luís XIV tenía una gran influencia en la Corte española y todos ellos organizaron un motín con el fin de alterar el orden y presionar al rey para cesarle.  El 28 de Abril de 1699 tuvo lugar el llamado Motín de los Gatos o de Oropesa. En la Plaza Mayor de Madrid una mujer se quejó del precio tan alto del pan, preguntando a gritos cómo podría alimentar a su marido y sus hijos. Inmediatamente fue rodeada por otras personas que se unieron a sus protestas.  Entonces llegó el Corregidor y le dijo a la mujer que mandara castrar a su marido para que no le diese más hijos. Estas palabras enfurecieron a la multitud hasta el punto de dirigirse hasta el palacio para protestar ante el rey. Fue entonces cuando el Conde de Benavente, partidario también de los Borbones, se dirigió a los amotinados y les dijo que el culpable de la subida de los precios era el Conde de Oropesa y era a él al que había que pedirle explicaciones.  Así lo hicieron y, al llegar a su casa, la asaltaron y quemaron. Las consecuencias del motín fue la destitución del Conde de Oropesa y el alejamiento de la Corte de los partidarios del archiduque Carlos de Austria. El camino de Felipe de Anjou quedaba libre. Pero Carlos II no estaba dispuesto a ceder el trono a un Borbón fácilmente. Pese a su estado de extrema debilidad, aumentada  por lo exorcismos de los que era objeto y a la presión de Luís XIV, pidió consejo al papa Inocencio XII. Este, partidario de la opción francesa,  recomendó a Felipe como sucesor de la Corona. Carlos II se convenció de que lo más necesario era preservar la Monarquía católica y nombró heredero de la misma al Borbón francés.
El día 1 de noviembre del año 1700, tras una dura agonía pero con la conciencia tranquila por creer que su su monarquía descansaba en la voluntad de Dios, fallecía Carlos II, el último de los Austrias de España. Podía morir en paz.

Pero esto no era el final. Era el principio. Dos años después se desencadenara la Guerra de Sucesión Española, un terrible conflicto que implicó a toda Europa en una cruenta guerra que decidiría finalmente el destino de la Corona. Y de España. las posesiones

 

SEGUNDA PARTE

A los 38 años de edad, Carlos II moría. Dos días después se le practicaba la autopsia, de la que el Marqués Ariberti filtró que “no tenía el cadáver ni una gota de sangre; el corazón apareció del tamaño de un grano de pimienta; los pulmones, corroídos; los intestinos, putrefactos y gangrenados; un solo testículo, negro como el carbón, y la cabeza llena de agua”. Parecía un anciano de 90. Las enfermedades se habían ensañado con él,  y el último de los Austrias fue sufriendo año tras año mientras su cuerpo se corroía aún en vida. El destino fue injusto con alguien que nunca mereció semejante castigo.

Con Carlos II terminaba una estirpe, una dinastía… y un Imperio. Es  cierto que la decadencia del Imperio español se inicia con los reinados de Felipe III y Felipe II, e incluso hay quién apunta a Felipe II. La verdad es que las constantes guerras, la corrupción y la incapacidad de reyes y políticos anunciaban el desastre desde mucho tiempo atrás. Pero es en tiempos de Carlos II cuando se produce el colapso definitivo. Tras él España seguirá conservando posesiones ultramarinas y teniendo peso específico en el panorama internacional, pero ya siempre será una potencia de segundo orden frente a Francia y, sobre todo, Inglaterra.

Ahora, tras la Guerra de Sucesión, la dinastía de los Borbones iniciaba el reinado en España.

Pero esa es otra historia….

FELIPE V, EL ANIMOSO

Con Felipe V se iniciaba una nueva era en la historia de España. No había sido fácil su llegada al trono de la Corona. La llegada de los Borbones había necesitado la endogámica exterminación de los Habsburgo españoles y de una serie de intrigas palaciegas y revueltas interesadas. Y la extraña muerte del heredero nombrado por Carlos II. El nuevo rey designado tenía el abolengo necesario. Incluso había nacido en el palacio de Versalles. Era nieto  del rey Luis XIV, el Rey Sol, e hijo del Delfín, Luis de Francia. Ahora, aprovechándose de un cambio repentino de opinión de Carlos II accedía a la Corona española. Pero la intención de Luis XIV era unir ambas coronas, lo que eliminaba la frontera pirenaica, algo que preocupaba a las otras potencias europeas. El 22 de enero de 1701, Felipe de Anjou hizo su entrada solemne en Madrid como nuevo rey de España. Sin saber una sola  palabra de castellano. Un nombramiento que no agradó a los Austrias que consideraban como legítimo rey al archiduque Carlos. Este enfrentamiento entre Francia y Austria, junto con los países aliados de ambos, provocó la denominada Guerra de Sucesión Española, un conflicto que duró desde 1701 a 1713. La guerra concluyó con los Tratados de Utrech, en el que se reconocía a Felipe de Anjou como legítimo rey de España, a cambio de la cesión de las plazas europeas y del peñón de Gibraltar a Inglaterra. Además Felipe se veía obligado a renunciar al trono de Francia en caso de que el Delfín no pudiera ocuoparlo. Era el precio de un trono.

Proclamación de Felipe de Anjou como rey de España en Versalles

En un principio la política de Felipe V tenía una marcada influencia francesa en todos los aspectos de la vida española. Dicho de otra forma, Luis XIV era el marcaba las decisiones de su nieto. Incluso su primer matrimonio con Maria Luisa de Saboya, con apenas 13 años, fue impuesto por él, fruto del cual fue el nacimiento de Luis, quien durante unos meses sucedió a Felipe en el trono de España bajo el nombre de Luis I. La apariencia de los nuevos monarcas, jóvenes y apuestos, fue pronto percibida por sus súbditos como un signo de esperanza para una monarquía abatida y a la que acechaban numerosos enemigos.  Siguiendo el modelo absolutista francés, impone una centralización administrativa y política, suprimiendo la autonomía de Aragón y Cataluña y los fueros de aragoneses y valencianos. Excepto en Navarra y Vascongadas, las leyes castellanas se imponen en todo el territorio. Felipe V conquistó todas aquellos territorios no dudando en llevar a cabo ejecuciones y destierros. Especialmente cruel fue su actuación en Játiva, donde ordenó incendiar la ciudad y cambiándole el nombre por San Felipe. Hoy, en la ciudad valenciana se expone públicamente un retrato suyo en recuerdo de aquellos hechos. El retrato se expone invertido en venganza por lo que hizo allí.

Ya en esta época, el rey manifestaba que su salud mental dejaba mucho que desear, Sus ataques maniáticos-depresivos provocaban situaciones comprometidas entre los que le rodeaban y se manifestaba especialmente contra aquellos que no obedecían su voluntad. Felipe V, siguiendo la tradición de los Austrias, no era muy aficionado a las tareas de gobierno y dejaba sus asuntos de Estado en mano de sus validos,  el principal de los cuales fue María Ana de la Tremouille, la famosa princesa de los Ursinos, camarera de la reina, que supo reorganizar la Hacienda y el Ejército conforme a los gustos franceses.

Su estado mental empeoró con la muerte de su esposa María Luisa. Inmediatamente se preparó una segunda boda pues el apetito sexual del rey era irrefrenable y necesitaba una mujer para desahogarse, ya que su miedo y escrúpulos le hacían evitar a las amantes y prostitutas. La elegida fue Isabel de Farnesio, sobrina del duque de Parma, gracias a las habilidades del abate italiano, Giulio Alberoni. Este matrimonio, en el año 1714,  supuso la caída de su valida y su sustitución por el propio Alberoni, que no mejoraba el nivel de la Corte. Isabel supo satisfacer sexualmente los deseos de su marino y pronto se hizo dueño de su voluntad.  Le concedió siete hijos, entre ellos el que sería el futuro rey de España, Carlos III. Felipe intentó la revisión del Tratado de Utrech, intentando recuperar los territorios italianos, Menorca y Gibraltar, fracasando en su intento. En matrimonio que marcó el reinado de Felipe V, toda vez que su esposa fue la que llevó el peso del mismo.

En 1724, abdica de forma inesperada en su hijo Luis, primogénito de su primer matrimonio con María Luisa de Saboya. El motivo que alegó fue su deseo de retirarse a meditar sobre la otra vida y su salvación eterna. Algunos historiadores piensan que el motivo de su abdicación era menos espiritual y escondía su deseo de ocupar el trono de Francia tras la muerte del Duque de Orleans y la enfermedad de Luis XV, algo incompatible con el Tratado de Utrech. Lo cierto es que el rey se encontraba en un estado de fuerte depresión y alejado de los deberes propios de su rango, por lo que se traslada al Palacio de la Granja de San Ildefonso, que él mismo había ordenado construir a modo de pequeño Versalles y escapa de la Corte de Madrid. Pero de nuevo el destino se antepone a la voluntad. Luis I jura como rey el 10 de enero de 1724. En agosto enferma de viruela y el día 31 muere con apenas 17 años de edad. El 5 de septiembre, Felipe V accede de nuevo al trono. En realidad, había seguido dirigiendo la Corona desde su retiro del palacio de la Granja.

Palacio de La Granja. Foto: J.A. Padilla

La segunda etapa de su reinado queda marcada por el progresivo deterioro del estado de salud del rey y la influencia de Isabel de Farnesio. El rey continua en su retiro segoviano y en un estado de fuerte depresión y apatía por lo que ocurre a su alrededor. Su alimentación consistía en comer  a diario gallina hervida, que le era servida junto con brebajes y tónicos para estimular su actividad sexual. Isabel de Farnesio tenía perfectamente controlada la voluntad de su marido y hay quien la acusa de ser ella misma la que supervisaba los brebajes que ingería. La salud del rey iba decayendo sin parar. En 1717  cayó gravemente enfermo. Sufría delirios y verdaderos ataques de histeria. Una mañana de octubre, mientras montaba a caballo, se creyó atacado por el sol y desde por la muerte.  A partir de ahí, pasaba los días encerrado en sus aposentos y despachaba por la noche, para evitar el sol. No se dejaba cortar el pelo ni las uñas porque creía que esto era la causa de sus males, por lo que las uñas de los pies le crecieron tanto que casi no podía andar. Se mordía continuamente los brazos de ansiedad. Otras veces se creía muerto y preguntaba a los que le rodeaban por qué no había sido enterrado. O mandaba abrir las ventanas en pleno invierno, o se envolvía en mantas en verano, y algunas veces se creía convertido en rana. Temía que le envenenaran a través de la ropa y desde entonces pasó un año entero sin mudarse. Después optó por razones de seguridad por vestir sólo camisas usadas de su mujer y ordenaba la vigilancia de sus ropas para evitar hechizos.

Felipe V e Isabel de Farnesio

Su costumbre de evitar la luz del sol le dio un aspecto demacrado impropio de un hombre de 40 años y su negativa a cortarse las uñas de los pies le impedía caminar sin ayuda.. Apenas podía hablar, por su que sus conversaciones era ininteligibles. Todo ello, con su aspecto personal, sucio y desaseado no era la mejor imagen para el rey de España. A finales de 1723 entró en una fase de apatía total. Ninguno de los remedios que le aplicaban surtió efecto. Su estado era tan lamentable que algunos pensaban que su muerte estaba próxima. Había abandonado el contacto con la mayor parte de los miembros de la corte y no quería saber absolutamente nada de ningún asunto de gobierno. La reina permanecía todo el día a su lado. Se negó a articular palabra alguna y a esperar el fin  de sus días. Un final que llegó en Madrid muriendo el 9 de julio de 1746 y dejando el trono a su hijo Fernando VI. Por expreso deseo del monarca, su cuerpo no fue enterrado en el Monasterio de El Escorial, como lo habían sido los reyes de la casa de Austria, y también lo serían sus sucesores Borbón, sino en el Palacio Real de la Granja de San Ildefonso, la que fue su casa durante su reinado, como un capricho arquitectónico que le recordaba a la añorada corte francesa. Y allí reposa hoy junto a su segunda esposa Isabel de Farnesio.

Cuarenta y cinco años y 3 días había durado su reinado. Su hijo no le tenía fácil.

FERNANDO VI, EL PRUDENTE

No, no sería fácil el reinado de Fernando VI. El legado de su padre le dejaba una Monarquía bajo mínimos. Al lado del primer Borbón, los Austrias habían sido un ejemplo de virtudes y sensatez. Su madre tampoco era un  espejo donde poder mirarse. Fernando sería rey porque tenía que serlo. No porque hubiera nacido para ello. El segundo hijo de Felipe V y María Luisa de Saboya, no había nacido para rey, honor que le correspondía a su infortunado hermano Luis, del que no hemos hablado mucho porque la brevedad de su reinado no le hace merecimiento para mucho más.  Apenas 8 meses de reinado para un muchacho de 16 años, tutelado por su padre desde el Palacio de la Granja. La noticia de su llegada al trono llegó a las Indias coincidiendo con su muerte.

Así pues, en los planes de Fernando nunca estuvo ser rey. Pero el destino, como siempre, jugó sus cartas en contra de la voluntad de los hombres. La muerte de Luis I de viruela, obligaba a su padre a romper su retiro espiritual y nombrarle a él como heredero.   Fernando, que nunca había tenido pretensiones, no le gustaba demasiado la Corte y era aficionado a las música,  a las artes y, como no,  a la vida contemplativa. Loables pasatiempos, sin duda, pero muy lejos de lo que se esperaba de todo un rey de España. Pero el destino le obligó a tener que aceptar la Corona.

Así, en el año 1746, Fernando fue coronado con 34 años de edad, una edad apropiada para estos menesteres. La edad era buena, pero el nuevo rey no estaba preparado para su lugar en la historia. Su padre no se había ocupado mucho de él, afortunadamente. Su madrastra, Isabel de Farnesio, lo había tenido siempre alejado de la Corte. El chico había vivido siempre de las rentas, incluso tras la muerte de su hermano, a pesar de que su situación le obligaba a mostrar más interés por los asuntos de Estado. Incluso su padre le buscó esposa: Bárbara de Braganza, hija de Juan de Portugal y de la archiduquesa Mariana de Austria. Bárbara tenía un título honorífico de dudoso mérito: ser posiblemente la princesa más fea de Europa. Hasta el punto que,  cuando se estaba negociando el matrimonio, los portugueses tardaron meses en enviar un  retrato de la novia a la Corte de Madrid, por miedo a que el príncipe se echase para atrás. Eso sí, la chica era un dechado de virtudes, faltaría más. Muy culta, sensible, amiga de la música y  muy piadosa. La virtud misma. O sea, la novia tímida, tranquila y virtuosa era la esposa ideal para el novio tímido, tranquilo y virtuoso.

Un matrimonio modelo, en el que Fernando encontró el afecto que le había faltado de su madre, a la que no conoció en vida.. Durante años fueron los príncipes más dichosos de toda Europa. Entregados a la música, al teatro y a la fe. Ya como Reyes de España, su principal afición era escuchar a Farinelli, il castrato, que también había deleitado a su padre y calmado en su locura. Esta era la dura tarea regente de Fernando VI. El gobierno lo cedió a los consejeros de su padre, y estos le proporcionaron el más firme apoyo. En este idílico paisaje real solo un personaje rompía la escena. Como en los cuentos de hadas, siempre hay una madrastra dispuesta a complicar la feliz vida de los felices esposos.  Hasta que la paciencia del rey acabó con el problema expulsando de la Corte a Isabel de Farnesio. Isabel fue desterrada  al palacio de la Granja de San Ildefonso, por su manía en entrometerse en los asuntos de Estado. A fin y al cabo, el rey no olvidaba que su madrastra le consideraba alguien ilegítimo de ser rey, un derecho que le correspondió a su hijo fallecido.

Libre de las intrigas de su madrastra y aprovechando que se acababa de firmar en Alemania la Paz de Aquisgrán, que ponía fin a varios años de guerra entre las potencias europeas, Fernando ordenó  a sus ministros evitar las alianzas internacionales que comprometieran la paz, a la vez que les invitó a proponerle el programa de reformas del que el país estaba tan necesitado. A pesar de que Fernando VI era un rey pacífico que evitaba cualquier conflicto, su reinado se invirtió fuertes sumas de dinero en renovar la maltrecha flota de guerra con el fin de garantizar todos los territorios, que por aquel entonces se extendían por los cuatro continentes.

Con la paz asegurada en el exterior, Fernando VI se concentró en promocionar las artes, las ciencias, las obras públicas y la religión. En este sentido, dio gusto a su esposa y construyó el Monasterio de las Salesas reales, donde hoy descansan los restos mortales de ambos.

Solo había un problema en tan idílico matrimonio. No había hijos que asegurara la descendencia. Fernando VI padecía una afección genital que le impedía eyacular y, por lo tanto, dejar encinta a su esposa. Afortunadamente, la sucesión estaba asegurada, puesto que a falta de hijos, uno de sus hermanos heredaría la Corona, en este caso , su hermano Carlos, que en aquel momento se encontraba en Nápoles.

Palacio real de Aranjuez. Foto: J.A. Padilla

Mientras Isabel de Farnesio permanecía en su exilio de la Granja, Fernando y Bárbara disfrutaban en el Palacio Real de Arajuez, donde en aquella época la nobleza se daba largos paseos en falúas por el río Tajo. En la primavera de 1758, Bárbara de Braganza enfermó gravemente, y a los pocos meses falleció tras una larga agonía. Tenía 46 años y llevaba diez años enferma de asma y desde un año antes sufría de cáncer, cuyos dolores apenas le dejaban moverse. La muerte de Bárbara fue un duro golpe para el rey. Estaban muy enamorados y muy unidos.  Tras el funeral, se recluyó en el castillo de Villaviciosa de Odón, lugar donde pasó el último año de su vida, preso de la melancolía primero y de la locura después. Sin su esposa, la vida carecía de sentido para él. Durante el tiempo que permaneció en el castillo, vagaba tristemente, negándose a comer, durmiendo en un humilde jergón y atormentando a la servidumbre con alaridos de madrugada. Un año después de la muerte de su esposa, Fernando dejó este mundo para ir con ella. Tenía los mismos años que su esposa: 46. Ambos fueron enterrado en el Monasterio de las Salesas Reales de Madrid.

Su reinado nada tenía que ver con los que había acontecido anteriormente. No había sido un rey aplicado en su tarea para gobernar, pero si había hecho lo suficiente para que las cosas mejorasen, algo no muy difícil teniendo en cuenta lo anterior, pero que es justo reconocer. Sin escándalos, sin motines y sin estridencias, había aplicado, junto a su esposa,  una tranquilidad necesaria para la Corona española. Aunque la historia no reconozca tales méritos. Un rey que no había sido educado para gobernar. Al contrario de su sucesor, su hermanastro Carlos, que gobernaría con el nombre de Carlos III. Este sí lo estaba.  Cuando Carlos llegó de Nápoles para ceñirse la corona de España se encontró con algo insólito: había dinero en el Tesoro Público. Carlos ordenó construir un sepulcro en el lugar donde se enterró a Fernando  con el siguiente epitafio: «Yace aquí el rey de las Españas, Fernando VI, optimo príncipe, que murió sin hijos, con una numerosa prole de virtudes«.

CARLOS III, EL MEJOR ALCALDE DE MADRID

Eran las tres de la madrugada cuando, en el viejo y malogrado Alcázar de Madrid, venía al mundo el primero de los hijos de Felipe V e Isabel de Farnesio. Era el tercer hijo de Felipe V, si contamos su primer matrimonio con María Luisa de Saboya. El nuevo Infante nacía con escasas posibilidades de reinar en España, toda vez que el heredero legítimo de la Corona era Fernando, primogénito del rey. Su infancia, pues, transcurrió dentro de los cánones establecidos por la familia real española para la educación de los infantes. Aquel niño, muy rubio gozó siempre de muy buena salud fue educado en las bellas artes, la música y las letras, junto con la tradicional educación religiosa, humanística y militar, además de la enseñanza del baile y la equitación correspondiente, aunque aquel niño ya demostró, desde la tierna infancia, una afición que practicaría durante toda su vida: la caza y la pesca.

Su madre, conocedora de las escasas posibilidades de reinar en España que tenía su hijo, dirigió sus pasos hacia la diplomacia y consiguió que Carlos accediera al trono de las Dos Sicilias en el año 1731, tras la muerte sin descendencia del duque Antonio de Farnesio. Carlos tenía apenas 15 años cuando se estrenó en sus labores diplomáticas en Parma y Toscana y ahora, con 19 años, llegaba a su nuevo destino italiano, obteniendo  una experiencia muy valiosa para el futuro que le esperaba. Porque el destino le aguardaba un lugar importante en la historia. La muerte de su hermanastro, el rey Fernando VI, sin descendencia le daba la oportunidad de ser el rey de España. Era el inicio de la Ilustración, un movimiento de regeneración político y cultural que sacudió las sociedades europeas del siglo XVIII y que implicó a no muchas personalidades de diversos ámbitos, a instituciones, al pueblo, y se plasmó no sólo en proyectos. Siguiendo la personalidad de su antecesor, con el que apenas tuvo trato, Carlos fue un hombre virtuoso, familiar, alegre y sencillo y muy trabajador, tenía la virtud de la puntualidad y el sentido de la dignidad real. Su única afición conocida fue la caza y la música ni las artes nunca le llamaron la atención. No soportaba la mentira y era hombre de palabra. Decididamente, Carlos III no encajaba con la idea de rey que se había conocido en España.

En 1737, siendo rey de Dos Sicilias,  se casó con María Amalia de Sajonia, teniendo 13 hijos, de los que solo 8 vivieron.  Su experiencia regente en Nápoles y Sicilia le llevaron a iniciar reformas en España de forma determinante.

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A nuevo rey de España, Carlos III le costó bastante abandonar sus posesiones italianas. Allí habían nacido sus trece hijos, allí había gozado de una apacible y feliz vida hogareña junto a su esposa, María Amalia de Sajonia. Carlos III había reducido en Dos Sicilias el feudalismo, renovado la administración y democratizado las instituciones. Ahora, mientras venía a España, pensaba la necesidad de aplicar estas mismas medidas en un país que necesitaba urgentes reformas y las dificultades que le aguardaban. Pero él estaba dispuesto a asumir sus responsabilidades con determinación.

Carlos III traía en su equipaje unas cualidades que le ayudarían en su difícil tarea. Era un hombre con determinación, con gran confianza en si mismo y firme en sus decisiones y, sobre todo, de gran estabilidad emocional, algo que se salía de la tradicional personalidad de los Borbones.  Más en consonancia con su estirpe real, Carlos III no era una persona afanosa, y a sus tareas de gobierno no le trataba tantas horas como a su afición favorita: la caza. Lo que más odiaba el nuevo rey era la mentira y la deslealtad y hacía de la verdad su estandarte. Esto incluía a su vida conyuga. Nunca le sería infiel a su esposa y su única pasión era, como hemos dicho, la caza, única evasión real. Tampoco era muy amigo de las aficiones literarias y musicales, a pesar de vivir en plena Ilustración y de haber sido educado por intelectuales ilustrados. Carlos III confiaba más en la Razón y la práctica más que en la teoría. No era un intelectual ni le importaba. Por lo demás, el nuevo rey que se dirigía a la Corte española era una persona sencilla en el trato y de costumbres rutinarias: su agenda diaria, incluyendo la comida, se organizaba diariamente sin alteración alguna en los horarios. Unas costumbres que tendrían que adaptarse al modo español.

En todo ello meditaba el nuevo rey mientras se encontraba de camino a España. Se preguntaba si solo con la Razón podría imponer sus reformas en un estado donde los privilegios de la Corte y de la Iglesia parecia chocar con su idea de reformar la administración. Tenía claro que no edra posible liquidar tales privilegios porque, tanto la nobleza como la Iglesia respaldaban su poder de rey y no era posible restarles privilegios sin menoscabar su propio poder. Carlos III había favorecido a quienes se opusieron a la implantación del Santo Oficio en las Dos Sicilias, pero es evidente que en España no podría luchar frontalmente contra el poderoso tribunal. La cuestión que se le planteaba al nuevo rey era cómo reivindicar todo el poder para la Corona que a lo largo de los siglos había compartido con la Iglesia sin  un enfrentamiento que le perjudicara a si mismo.

En efecto, esa era la cuestión. Dejemos un momento al rey en sus cavilaciones mientras admitimos que, mientras por un lado quería suprimir en gran medida el poder de la Iglesia, en absoluto quería prescindir de esta. Carlos III era un hombre muy afirmado en sus creencias religiosas, encarnando la actitud cristiana más avanzada de su siglo, que creía en una religión despojada de su oscurantismo secular y más liberal en sus actuaciones, en consonancia con las ideas ilustradas del momento. Esta fe religiosa y el poder eclesiástico eran las principales dificultades de sus reformas religiosas. Y el tribunal del Santo Oficio no gozaba, ciertamente, de sus simpatías, pero tampoco se decidiría a liquidarlo.

Con la nobleza le ocurriría algo parecido. Tampoco podría Carlos III implantar sus reformas y racionalizar las estructuras sociales sin destruir privilegios y provocar enfrentamientos. «Todo para el pueblo, pero sin el pueblo» era el lema de aquel Despotismo Ilustrado que propugnaba mejoras entre el pueblo pero sin que la nobleza renunciara a sus intereses. En estaba el pensamiento de Carlos III mientras llegaba a Madrid. Pensaba que su propia legitimidad obligaba a legitimar también todo aquello que había heredado del pasado,  un conjunto de privilegios disfrutados con el apoyo de los monarcas a quienes había sucedido. Siglos y siglos que ahora que ahora suponían un freno a sus ideas reformistas. Ahora, Carlos III regresaba a Madrid, cuarenta y tres años después de su nacimiento, aquel 20 de enero de 1716, en el Alcázar. Pensó en sus padres, Felipe V e Isabel de Farnesio. Pensó en todo que le esperaba…..

Lo primero que los madrileños vieron aquella lluviosa y fría mañana de 9 de diciembre de 1759  en aquel caballero,  feo de aspecto y de vestir algo descuidado, que venía acompañado de su esposa, una mujer de aspecto fuerte y arrogante, y de seis de sus hijos, entre ellos su heredero al trono el príncipe Carlos, es que aquel personaje no parecía, por su aspecto, ser el rey de España. Bajo de estatura, delgado y enjuto, de cara alargada, labio inferior prominente, ojos pequeños ligeramente achinados, su enorme nariz rompía la estética de los reyes níveos y arrogantes. El moreno de su piel debido a la práctica de la caza le daba un aspecto campechano que, sin embargo despertó la confianza de sus súbditos. En efecto, aquel hombre de aspecto bonachón y maduro era el aspecto de una persona cercana. Una novedad en la historia de España.

Peor fue la impresión que Cuando Carlos III tuvo de  Madrid, una ciudad, en aquel entonces,  con un aspecto miserable, vergonzoso, en lo tocante a la limpieza pública, indigna de ser la capital de España. En lo tocante a los madrileños, evidentemente el nuevo rey no mostraba el lujo y la pompa de sus antecesores, lo que les daba cierta confianza. En lo tocante al rey, señalemos que en el año 1760 Madrid contaba con algo menos de 150.000 habitantes, para los que no había gua suficiente,  las calles estaban muy sucias, donde los lodos, basuras y excrementos componían un cuadro indescriptible y maloliente. No existía alcantarillado ni iluminación alguna y los personajes de los bajos fondos eran los auténticos reyes de esta triste villa. Toda clase de ladrones esperaban en las esquinas al ingenuo que se aventurase a pasear más allá del atardecer. El nuevo rey pensó en aquel momento que transformar la capital era urgente.

Pronto presentó Carlos III un proyecto de reforma de la villa que fue aprobado por el Consejo. Básicamente ordenaba limpiar las calles y empedrarlas; construir canales en toda la anchura del arroyo y  conductos para las aguas de la cocina y otras menores de limpieza, con sumideros o pozos para las aguas mayores. Las basuras serían recogidas y trasladadas fuera del casco urbano. Quedaba prohibido la presencia de cerdos en las calles. Se creaba una policía urbana para mantener el orden y sería obligatorio que en las escaleras luciera un farol. Los madrileños no acogieron con agrado estas primeras medidas del nuevo rey, acostumbrados a la suciedad y poco amigos de las obras ya por entonces, lo que provocó en Carlos III aquella frase referida a ellos: “Mi vasallos son como niños: lloran cuando se les lava….”

El rey ordenó a sus ministros ponerse manos a la obra. Ordenó al marqués de Esquilache obligar a cumplir las nuevas disposiciones reales, y a Sabatini que proyectara mejoras urbanísticas para la capital.

Puerta de Alcalá. Foto: J.A. Padilla

Y mientras se transformaba Madrid, Carlos III seguía su fiel a su modo de vida:  se levantaba sin falta a las seis de la mañana, fuera invierno o verano, se vestía y rezaba. A las siete, desayunaba su chocolate, oía misa y pasaba a ver a sus hijos recién levantados. A las ocho, se ponía a trabajar en su despacho hasta las once, nunca más de esas tres horas para todo su trabajo. Luego recibía en audiencia a los enviados extranjeros hasta la hora de comer. Si era verano, la siesta y luego a cazar. Si era invierno, tras la comida aprovechaba la luz del sol para cazar. Al anochecer  cenaba, jugaba a las cartas un rato, se iba a la cama, rezaba sus oraciones y dormía hasta las seis de la mañana. Y vuelta a empezar. Así día tras día. Se podía conocer la hora exacta del día según la actividad del rey. Era tan cuidadoso en la puntualidad, que si llegaba pronto a una audiencia aguardaba en la puerta a que fuera la hora exacta para entrar. Este cuidado y método en sus hábitos no iba en consonancia con su forma de vestir, la que había sorprendido el primer día a sus súbditos. Su ropa la usaba hasta que se le caía a jirones y los servidores se lo cambiaban por otro nuevo sin decírselo.

File:Flag of Spain (1785-1873 and 1875-1931).svg
Bandera de Carlos III

Mientras, las nuevas instituciones empiezan a crearse bajo su reinado: nacen el Banco de España y el Consejo de Ministros y se promueve la investigación científica. Y la bandera y el escudo de España.  El diseño de la bandera nacional surgió con el Real Decreto de Carlos III de 28 de mayo de 1785. Este decreto resolvió un concurso convocado para adoptar una nueva bandera para la Marina española ante la necesidad de que la enseña española que ondeaba en los buques, de color banco por la casa de los Borbones, no se confundiera con la de otros países como Francia, Nápoles y Toscana también regidos por los Borbones y que por tanto también tenían banderas blancas, lo que provocó en algunas ocasiones tristes incidentes provocados por la similitud de los pabellones. Carlos III eligió entre una serie de doce modelos que se presentaron, a la actual bandera roja y amarilla. Y no por ningún motivo histórico de los antiguos reinos peninsulares como Castilla, Aragón, León, Navarra o Granada, si no porque el amarillo unido al rojo creaba una combinación que se identificaría muy fácilmente a grandes distancias, algo de gran importancia para la Marina, que la emplearía por primera vez. Así pues en el Real Decreto dado en Aranjuez el 28 de mayo de 1785 Carlos III adjudicó el diseño ganador para los buques de guerra: «Para evitar los inconvenientes y perjuicios, que ha hecho ver la experiencia, puede ocasionar la Bandera Nacional de que usa mi Armada Naval y demás embarcaciones españolas, equivocándose a largas distancias o con vientos calmosos, con las de otras naciones, he resuelto que en adelante usen mis buques de guerra de Bandera dividida a lo largo en tres listas, de las que la alta y la baja sean encarnadas y del ancho cada una de la cuarta parte del total y la de enmedio amarilla, colocándose en esta el escudo de mis Reales Armas reducido a dos cuarteles de Castilla y León con la Corona real encima… «. Más tarde, bajo el reinado de Isabel II cuando se ordenó que todas las unidades militares españolas usaran la misma bandera, y se convirtiera en la bandera nacional, sustituyendo a la blanca de los Borbones. En cuanto al escudo, Carlos III incorporó las armas de los ducados de Parma y Toscana y sustituyó el collar del espíritu Santo  por el de la Orden de Carlos III.

En cuanto a algunas de sus ideas reformistas, a Carlos III se le confirmaron sus dudas expresadas en  sus pensamientos. No pudo suprimir la Inquisición y permitió procesos tales como el de Olavide. O como el famoso Motín de Esquilache, provocado por las medidas higiénicas del ministro del rey  que degeneraron en motín y el saqueo de la casa del marqués  italiano, provocando la huida del Rey a Aranjuez y la imputación a los jesuitas de los incidentes, provocando la expulsión de todos ellos, marqués y jesuitas,  todom convenientemente manejado por Aranda y Campomanes. Campomanes en la economía y la administración; Aranda en la política interior e institucional y  Floridablanca en la política exterior son las figuras más brillantes de un reinado tranquilo en el que no faltaban las luchas internas por el poder.

Pese a todo, el reinado de Carlos III ha pasado como uno de los más prósperos de la historia de España.  Especialmente en las bellas artes y las obras públicas. Goya y Sabatini son sus mejores ejemplos. Aquel con sus pinturas y dibujos; y este  culminando el Palacio Real, la obra más importante de este tiempo, la Puerta de Alcalá, el Museo del Prado, y un sinfín de obras que convertirán a Madrid en una de las mejores capitales del mundo, hasta el punto de que  Carlos III es conocido como “el mejor alcalde de Madrid”.  Con su preocupación por la educación, por el servicio a la nación y el reformismo legal, la monarquía ilustrada española estaba inaugurando el Estado moderno y abriendo paso a la liberalización y la defensa de las libertades y de la soberanía.

Carlos III murió el 14 de diciembre de 1788. Fue el rey que quiso serlo para todos los españoles. Había conseguido llevar a cabo muchas de las medidas soñadas y dejaba en herencia un Estado más justo y próspero que el que él se había encontrado. Ahora le asaltaban muchas dudas sobre su sucesión. Su séptimo hijo, Carlos, uno de sus ocho hijos supervivientes de los trece que tuvo con su esposa Maria Amalia de Sajonía no había tenido una buena relación con él. Su única esposa había fallecido apenas un año después de llegar a Madrid. Tras 22 años de matrimonio, su muerte había “sido el único disgusto que le había dado” su esposa, en palabras del propio rey. Sus obligaciones reales le habían impedido prestar más atención a sus hijos, especialmente al sucesor de la corona y prepararle para la sucesión.  Antes de su muerte había enviado una carta sin fechar a su hijo previniéndole sobre lo que le esperaba y dándole consejos. Esta carta escrita con la mayor reserva, cree indispensable dirigir á su hijo, su sucesor, dándole sensatas advertencias y  las mezcla con el cariño de un padre que sólo desea el bien y la felicidad de su hijo querido. El deber que se impone, y el amor que todo lo domina, descubren ante la historia, lo que como Rey y como padre fue Carlos III, sin que puedan abrigarse dudas respecto de este punto. Una carta profética, pues algunos años después, en el cuarto del Príncipe de Asturias, y más tarde su nieto Fernando VII, se conspiró de la misma manera contra el monarca reinante, dando ocasión á la célebre causa del Escorial.  Carlos III no creía capaz a su hijo de gobernar España.

Por algo sería……
CARLOS IV, EL CAZADOR

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Carlos IV, retrato de Goya

“Espero pues hallar en ti un apoyo, y un consuelo; que sostendras con tus discursos y acciones cuanto se disponga, y mande, y que daras el ejemplo á los vasallos, del respeto y veneracion, con que deben mirar las providencias del Gobierno, segun lo exigen el servicio de Dios, el bien de estos Reynos, y tu mismo interes personal, para que cuando llegues á mandar seas igualmente respetado y obedecido.

Por último quiero hacerte otra observación importante. Las mujeres son naturalmente débiles, y lijeras; carecen de instruccion, y acostumbran mirar las cosas superficialmente, de que resulta tomar incautamente las impresiones que otras jentes, con sus miras, y fines particulares, las quieren dar. Con tu entendimiento basta esta observación, y advertencia general. Tu propia reflecsion, si te paras con flema á examinar las cosas, y á oir todas las partes, te abrirá los ojos, y te hará mas cauto, como yo lo soy á fuerza de experiencias, y de no pocos años y pesares.

Te protesto Hijo mio, que mi corazon recibe el mayor consuelo en tener contigo este paternal desahogo; espero que corresponderas á mi ternura, haciéndote de este papel una meditacion diaria, y teniendo presente en tus discursos y acciones los Consejos, que aqui te doy, con la prevencion, que á nadie, nadie de este mundo, debes enseñar este papel, y solo consiento que lo enseñes á tu Hijo Heredero, cuando sea grande, si lo necesitase; y te abrazo de todo mi corazon. Dios te haga feliz.

Tu padre que mas de corazon te ama.”

Aquellas palabras siempre resonaron en la mente de Carlos IV de Borbón. Aquella carta que su padre le escribió poco tiempo antes de morir aconsejándole sobre su acción de gobierno fue en realidad la premonición sobre la realidad de su reinado.

Carlos IV, llamado El Cazador. La única afición que se le conocía. El rey más absolutista de la Edad Moderna española, el que reinó sobre el imperio más extenso. Y el más débil. El que puso de rodillas a España ante el poderío francés. Su personalidad solo es comparable a otro rey Carlos, el hechizado. Pero este último estaba enfermo. El Cuarto era débil, pusilánime y cobarde por propia naturaleza. Carlos IV de Borbón  ha pasado a la historia como un hombre manipulable, subyugado a la voluntad de su mujer, María Luisa de Parma, y a su hombre de confianza y amante de la anterior, Manuel Godoy, según los mentideros de entonces. El que puso de rodillas al Estado español ante Napoleón Bonaparte. Nadie hizo tanto contra la Monarquía que este personaje de sainete. El único rey que no murió como tal, en otra jugada del destino, tal vez porque nunca ejerció de rey.  Los sucesos de 1807 y 1808 que supusieron la invasión de España por parte de Francia demostraron claramente la inutilidad de una institución incapaz de defender lo suyo. Hasta el punto que todos sus enemigos, fernandinos y liberales coincidieron en este punto de vista.  Y en este periplo de la historia le acompañará otro personaje que, sin llegar a ser rey, ocupa un papel relevante en este tiempo.

María Luisa de Parma

El 11 de noviembre de 1748, nacía en Nápoles el séptimo hijo de Carlos VII, futuro Carlos III de España y de María Amalia de Sajonia. Las cuatro primeras hijas de este matrimonio habían fallecido siendo niñas, siendo la Infanta María Luisa la primogénita y el Infante Felipe Antonio el segundo de los hijos del matrimonio.  La muerte sin descendencia de Fernando VI en 1759 había llevado a su hermanastro a la Corona española. Ya por entonces su padre había nombrado príncipe de Asturias a aquel niño de once años que le acompañó a Madrid y que se llamaba igual que su padre, Carlos, en un nombramiento que contravenía la Ley Sálica promulgada por el rey Felipe V. El príncipe Carlos no era merecimiento de ese título real, título que le correspondía a su hermana mayor, Debido a la incapacidad mental de su hermano mayor, el título de Princesa de Asturias le pertenecía legalmente a su hermana mayor, María Luisa, en aplicación de la Ley Sálica, que solo permitía reinar a las mujeres cuando no existía herederos varones en la línea sucesoria  y además, los herederos al trono tenían que haber nacido en España. Así, aquel niño de once años estaba destinado, por capricho de su padre, a ser rey. Algo que lamentó con el transcurrir del tiempo.

El príncipe recibió una educación digna de un heredero de la Corona. Al contrario que su padre, el príncipe Carlos tuvo una gran sensibilidad para la cultura, siendo un gran aficionado a la música y al arte. Al mismo tiempo aprendió varios idiomas y amaba la vida cortesana, en contraste a su padre, con el que si compartió su afición a la caza. También coincidía con su padre su aspecto bonachón y amable. Poco más. Sí heredó en cambio alguno de sus peores defectos.  Al cumplir los 16 años su abuela, Isabel de Farnesio, acordó su matrimonio con su prima María Luisa de Borbón, hija de Fernando de Parma, hermano de Carlos III. La boda se celebró en diciembre de 1765 con gran magnificencia. La falta de descendencia amenazó al matrimonio hasta el punto de convertirse en la gran preocupación real. Hasta diez abortos sufrió María Luisa, hasta que, tras veinte años de matrimonio, no llegó el esperado y deseado sucesor: el primer hijo varón que garantizaba la continuidad de los Borbones. Aquel niño se llamó Fernando, futuro rey Fernando VII. Carlos y María Luisa formaron un matrimonio unido. Como príncipes y como reyes compartieron los asuntos de la Corte y del Estado, lo que dio lugar a buena parte de los rumores sobre quien ejercía realmente el poder. María Luisa tenía una fuerte personalidad y tenía una influencia indudable en los asuntos cortesanos. La muerte de la reina María Amalia en 1760 y la de la reina madre, Isabel de Farnesio en 1766 hicieron de la princesa de Asturias la mujer más influyente del reino durante 44 años.

El reinado de Carlos IV se caracteriza principalmente por las anécdotas que se produjeron y que son conocidas gracias a la libertad de imprenta existente durante la Guerra de la Independencia. Y en esta historia y en estas anécdotas se hace indispensable la figura del ministro y mano derecha del rey, Manuel Godoy, apodado “El Príncipe de la Paz”, cuya biografía estaría, sin duda alguna, a la altura de los reyes que protagonizan esta historia.

File:Manuel de Godoy y Alvarez de Faria, 1er Duque de Alcúdia; retratado por Agustín Esteve.JPG
Manuel Godoy

La historia política de Godoy comienza tres meses antes de la muerte de Carlos III. Mientras los Príncipes de Asturias viajaban al Palacio de la Granja, un caballo de la comitiva se encabrita derribando violentamente a su jinete. La princesa María Luisa baja de su carroza para interesarse por el joven jinete. Este, sin embargo, se encuentra bien y prosiguen su camino. Aquel jinete se llamaba Manuel Godoy, Guardia de Corps real.  Ya en aquella época se decía que a la futura reina le gustaban los muchachos jóvenes, y que alguno de ellos había sustituido a su marido mientras este se dedicaba a la caza. Pero todo ello bien pudo ser parte de la campaña de propaganda que los enemigos de Carlos IV urdieron para desacreditarle.  Lo cierto es que al día siguiente, los príncipes recibieron al jinete y les dio muy buena impresión. Godoy, gracias al mérito de caerse de un caballo, iniciaba así una meteórica carrera. Al poco fue promovido dentro de la Guardia, y en apenas un año ya era caballero de la Orden de Santiago que llevaba aparejada una apreciable renta. Un año más tarde, con 25 años, se convirtió en el duque de Alcudia, grande de España y el Toisón de Oro. Y otro año más tarde, Generalísimo de los Ejércitos. Demasiado para un hombre sin preparación y sin pertenecer a la nobleza ni a las clases influyentes, algo que no le perdonaron jamás.

Un año más tarde de la llegada al trono de Carlos IV, se produce la Revolución Francesa. Circunstancia que coge con el paso cambiado a la Corte española. La caída del rey de Francia, además Borbón, no es una buena noticia. El desasosiego y el miedo a lo que ocurre más allá de los Pirineos no encuentra respuesta en Madrid.  El rey no sabe que hacer. No confía en los ministros que Carlos III les había legado, los condes de Aranda y Floridablanca, y solo lo hacían en aquel joven cuyos méritos ya sospechamos cuales son. Ante la inacción del rey, Godoy toma la iniciativa, intentando demostrar que era un hombre de decisiones. Los franceses habían pasado por la guillotina al primo del rey, Luis XVI en enero de 1793 y un mes y medio más tarde se dirigen a la frontera para atacar a España, entonces aliada de Inglaterra. Ordena al general Ricardos dirigirse al Rosellón para enfrentarse al ejército francés. Tras unas campañas victoriosas, la falta de medios lleva a que los franceses lleguen hasta La Rioja. Ante los acontecimientos, el bravucón Godoy firma la Paz de Basilea con los franceses para evitar la guerra. Una paz que significaba reconocer a la República Francesa y la cesión de la isla de La Española (Santo Domingo). El rey está tan contento con su ministro que el nombra Príncipe de la Paz, un titulo que solo podía corresponderle al hijo del rey.  Los enemigos del rey y de Godoy se multiplicaban. Y los chismorreos, aún  más. Las murmuraciones acerca de la relación adúltera entre la reina y Godoy era la comidilla de todo el mundo, y las coplas sobre ello se cantaban en las calles de Madrid, y… en algún salón del palacio. El otro Príncipe, el de Asturias, preparaba en sus aposentos la forma de vengarse contra todo aquello.

Con la Corte dividida. Con un rey paralizado. Con una reina, de la que corrían algo más que rumores sobre sus amoríos con Godoy, y este, en medio de toda esta vorágine, se produce otro duro golpe para España. El 21 de octubre de 1805, España pierde toda su flota en la batalla de Trafalgar. Era también el precio de la alianza con Francia, esta vez con Napoleón ya como emperador. La llegada de Napoleón Bonaparte en el año 1804 como emperador de Francia tampoco fue una buena noticia para España. Este exigió a su entonces aliado español una importante ayuda económica y militar a la que Carlos IV no podía hacer frente, sobre todo porque los barcos ingleses tenían cortada la comunicación con las colonias americanas, principal fuente de los ingresos españoles. Lo que si hizo fue supeditar la política exterior al dictado del emperador. En 1801, Godoy dirigió la invasión de Portugal por negarse a cumplir el bloqueo impuesto por Napoleón a Gran Bretaña. Más tarde, se firmaba la paz con Portugal y se retiraba del país vecino para proteger los intereses de la princesa consorte de Portugal, Carlota Joaquina, hija de Carlos IV. Esta acción provocó el enojo de Napoleón, que empezó preparar una estrategia para conquistar España.

Napoleón Bonaparte

La derrota de Trafalgar y la imposibilidad de atender las exigencias económicas francesas le llevan a Napoleón a invadir Portugal por si mismo. Para ello firma con Godoy el Tratado de Fontainebleau, el cual permite el paso de las tropas francesas por territorio español para llegar hasta Portugal al que pretendía invadir. Otra vuelta de tuerca contra Godoy. Los descontentos forman un grupo de oposición al rey, en torno al Príncipe de Asturias, Fernando, el propio hijo de Carlos IV. Este enfrentamiento padre e hijo sirvió especialmente para erosionar las bases de la Monarquía española y poner en bandeja a Napoleón su intención de conquistar España.

El 30 de octubre de 1807, Carlos IV acusa públicamente al príncipe heredero de conspirar contra su vida. El rey había encontrado en la habitación de su hijo papeles comprometedores que le señalaban como el cabecilla de la oposición contra su padre. Esta trama se conoce como la Conjura de El Escorial, en la que el heredero es acusado de dirigir un golpe de Estado para derrocar a su padre y de mantener contactos con Napoleón Bonaparte para contar con su apoyo. Días más tarde, tras reconocer Fernando las acusaciones y mostrar su arrepentimiento,  el rey perdonaba a su hijo y le absolvía de las acusaciones, al tiempo que exiliaba a los conspiradores, denunciados por el propio Fernando, en una decisión real tomada por él propio rey, en contra de la decisión del Consejo de Castilla que había absuelto a los implicados por falta de pruebas.

Pero las campañas de descrédito de Fernando contra su padre han ido causando efecto con el tiempo. La figura de rey de Carlos IV había ido cayendo en el descrédito entre el pueblo, al tiempo que el príncipe Fernando empezaba a ser un mártir y una víctima de su propio padre, y una conspiración de este para que Godoy pueda ser nombrado rey, casado ya con una sobrina de Carlos III. Una situación ilógica, puesto que en ningún caso Godoy podía ser rey, pero a estas alturas de la historia, cualquier acusación, por muy absurda que fuera, era tomada en serio.

Lo cierto es que un incidente que pudo y debió ser solucionado en privado, fue conocido en todos los ámbitos públicos, lo que convenció a Napoleón de la inestabilidad de la Corona española y la necesidad de sustituir a Carlos IV. Fernando conocía la intención del emperador e intentó casarse con una Bonaparte para ganarse e

Marzo de 1808. Las tropas francesas campan a sus anchas por la Península con la disculpa de dirigirse a Portugal. Carlos IV y Godoy intentan tranquilizar a la población, recordarles que el emperador era un aliado, aunque Godoy a estas alturas sospecha sobre las verdaderas intenciones de Bonaparte. Godoy decide trasladar a los reyes al Palacio real de Aranjuez para alejarles de la Corte madrileña ante la agitación que se vive en la capital. Pero los enemigos de Godoy aprovechar para acusarle de alejar a los reyes de Madrid para ocupar él el trono. Además, se corre el rumor de que los reyes están en Aranjuez de paso para irse a Andalucía para escapar a América, como habían hecho los reyes de Portugal.

En Aranjuez se produce el llamado Motín de Aranjuez, un golpe de Estado  urdido por los fernandinos y apoyado por la Guardia de Corps. El Conde de Montijo (el tío Pedro) da la señal para que el 17 de marzo la población tome la casa de Godoy e inicie unos disturbios que duran tres días, hasta que Godoy es cesado y el rey abdica, forzado por su hijo como única forma de acabar con los disturbios, aunque dos días más tarde se arrepiente de su abdicación alegando que lo había hecho bajo las amenazas de los sublevados.

Motín de Aranjuez

Busca el infame rey el apoyo de Napoleón y le ofrece entonces la cesión de la Corona española a cambio de que no reconozca a su hijo. El asilo político en Francia para él, su esposa y Godoy, con todo su séquito es el precio de una Nación. El pueblo aplaude ya al nuevo rey Fernando VII, que a tenido el valor de enfrentarse a Godoy. Pero como es lógico, Bonaparte no apoya al nuevo rey. Para resolver esta lamentable disputa entre padre e hijo, cita a ambos en la localidad de Bayona. Fernando VII, acompañado por el general francés Murat llega unos días antes que su padre a Bayona. Napoleón le pide que renuncie al trono y se lo devuelva a su padre, prometiéndole un reino y casarle con una Bonaparte.  Este encuentro se celebra el 20 de abril, fecha en las que el ejército francés ya está ocupando España, Pero Fernando no está convencido de esta oferta. Napoleón decide esperar la llegada de Carlo IV. Se cruce el encuentro que Godoy describe en sus Memorias: “En tal día como este, año de 1808, un rey pacífico, hombre de bien, amador de sus pueblos, incapaz de dolo y artificio, fiel a su palabra, modelo de verdad, y prototipo nobilísimo de rectitud y honor en todas sus acciones, fue sorprendido, consternado, martirizado en su espíritu, trastornado en su razón, y reducido a un verdadero estado de enajenamiento mental por un soldado poderoso que llegó a ser emperador y rey, amigo suyo y aliado; el cual, después de haber vencido con las armas a los demás reyes de la Europa que le fueron enemigos, como le hubiese parecido una especie de sacrilegio hacer la guerra a este rey amigo suyo, prefirió arrebatarle su corona por el engaño y la sorpresa, y le arrancó a favor suyo el trono de dos mundos” (Godoy, Memorias, Alicante, 2008, p. 1765). Pero aunque Godoy quiera dar una visión digna de Carlos IV, lo cierto es que los acontecimientos sucedidos en Bayona constituyo una de las páginas más lamentables en el reinado de Carlos IV. Y de la historia de España.

Carlos se vale de su autoridad paterna para obligar  a su hijo a renunciar al trono. El 5 de mayo de 1808, la paciencia de Napoleón se termina. Ese día le ha llegado un correo que le informa de los acontecimientos que se están produciendo en Madrid. Napoleón y Carlos IV le acusan a Fernando de ser el culpable de los levantamientos y le amenazan con represalias si no cede la Corona. Fernando cede y el 6 de mayo abdica en favor de su padre. Ese mismo día, el mariscal Duroc y Godoy firman el tratado de renuncia por el que Carlos IV cede la Corona española a Napoleón Bonaparte, una corona heredada de sus antepasados Borbones y, a su vez, de los Habsburgo y de los Trastamara. Siglos de monarquía española pisoteados por un rey cobarde que le ofrecía al emperador francés el trono español. Napoleón aceptó el ofrecimiento de Carlos IV para cedérselo a su hermano José Bonaparte. Carlos IV es recluido en Marsella y Fernando en el castillo de Valencay, hasta la derrota de Napoleón en 1814, que le conduce a Carlos al exilio en Roma y a Fernando a regresar a España como rey. En su exilio, Carlos seguía viviendo con los honores de un rey, con una Corte de cerca de doscientas personas. Sin ninguna obligación real (o Real), el depuesto rey se dedicaba a su afición favorita: la caza, ajeno a lo que estaba sucediendo en España.

Napoleón quiso que los Borbones españoles abandonasen Bayona antes de que se reunieran sus Cortes. El 10 de mayo de 1808, Carlos IV, María Luisa de Parma, el infante Francisco de Paula y Godoy (acompañado por Josefa Tudó y sus dos hijos con ella) partieron con su comitiva rumbo al palacio de Compiégne. A su paso por diferentes villas, las autoridades los recibieron con honores reales. Al no estar el mencionado palacio preparado para sus huéspedes, los reyes padres se alojaron en el de Fontainebleau cerca de un mes. Gracias a los pagos acordados con Napoleón, la de Carlos IV era una verdadera Corte en el exilio que mantenía a un elevado número de personas a su servicio (en torno a doscientas). El rey padre volvió a su vida anterior, regida por su afición a la caza. La policía de Napoleón permanecía alerta para evitar cualquier actividad política. Pero los favores de Napoleón fueron decayendo y con el tiempo pidió dinero a cambio de mantener el nivel de vida de los cortesanos. En toda esta aventura, o desventura, Godoy, acompañado por su familia, siguió junto a Carlos IV y su esposa. Finalmente, Napoleón obligó a Carlos IV y a toda su cohorte a trasladarse a Roma, donde vivirán el resto de sus vidas.

Carlos IV muere el 19 de enero de 1819 en Nápoles, sólo 17 días después del fallecimiento de su esposa en Roma. Moría el rey sin Corona. El rey que había vendido a su país, a su hijo y a sí mismo. Él no había dejado legado alguno. Tan solo un cuadro del genial pintor aragonés Francisco de Goya, que inmortalizó a él y a su familia para recuerdo de las generaciones futuras de lo que nunca ha de hacer un rey.

La familia de Carlos IV, de Goya

Tras la muerte de Carlos IV, un personaje abandona Roma y se instala a vivir en París, como una persona cualquiera, sin títulos y sin riqueza. Tan solo busca la tranquilidad suficiente para escribir sus Memorias. Tendrá tiempo suficiente para hacerlo. Vivirá hasta los 85 años, una vida demasiado larga, como una penitencia, para un personaje que fue odiado por todos los sectores de la sociedad española. En París vivirá en un anonimato deseado mucho tiempo hasta su fallecimiento en 1851, cuando ya pocos se acordaban del momento de gloria que había vivido medio siglo antes gracias al favor del rey y de la reina. Él, a quien el pueblo español le había acusado de ser el responsable de la invasión francesa y, por lo tanto, de los acontecimientos que se produjeron a consecuencia de ellos. Él que llevaba bajo su conciencia la sangre derramada por el pueblo español. Él, a quien se le había acusado de ser el amante de la reina, entre otras mujeres, y de traicionar así al rey. Él, que había ostentado un poder inusual para alguien que no tenía procedencia noble….

Pero en realidad, él había sido el instrumento del rey y de la reina. Él soportó con estoicismo todas las acusaciones para proteger al rey, que prefería ser considerado un títere suyo y de su esposa. Él, que quiso controlar el poder de la nobleza y de la Iglesia. Él que descubrió los turbios manejos del Príncipe de Asturias para derrocar a su padre. Losa reyes se habían fijado una vez en él y le habían ayudado burlar el destino de alguien que, por su procedencia, estaba condenado a ser un soldado. Él había llegado a lo más alto gracias a ellos. Y para un soldado como yo, la lealtad es lo más importante. Al rey y a aquellos que le habían ayudado. Me daba igual las murmuraciones y cotilleos. Yo estaba obligado a cargar con la pesada culpa de todos los males de España.

Todo eso le había labrado aquella leyenda negra sobre su persona. Su codicia, arrogancia, su poder eran acusaciones sin fundamento. Como sus amoríos con al reina. También fruto de sus enemigos: aquellos políticos herededos de Carlos III, la iglesia, que le odiaban especialmente; y el propio hijo del rey, el indigno hijo Fernando. Había tenido que soportar las coplas que el pueblo le dedicaba. Historias y cotilleos que nacían en el propio Palacio Real, en la habitación del Príncipe de Asturias, aquel inútil y pretencioso joven obsesionado con la Corona, al precio que fuera, hasta el punto de odiar a su padre, a su madre y, como, a él. Junto con su preceptor, inventó muchas historias y aquella cvopla que se oía en las calles de Madrid:

Una vieja insolente
le elevó desde el cieno
burlándose del bueno
del esposo, que es harto complaciente

Le sentaba a cuerno quemado escuchar aquello. Hubiera matado con sus propias manos a aquel alfeñique de tres al cuarto. Ni siquiera la fidedigna existencia de su amante, María Tudó, acalló estos rumores. Luego estaba María Luisa, la reina. Siempre sintió gran cariño por él. Hasta lo emparejó con la familia real, a través de su matrimonio con María Teresa de Borbón, que estaba a punto de ingresar en un convento,  a la que obligaron a casarse conmigo. En realidad, los reyes buscaban calmar a la nobleza, que no admitía la presencia en la Corte a un vulgar soldado. Los reyes confiaban en mí, tal vez porque no confiaban en nadie más. Y la guerra…. Me siento culpable de haber confiado en los franceses. En aquel maldito Bonaparte, que engañó  al rey y nos hizo firmar el Tratado de San Ildefonso, una trampa para permitir el paso de las tropas francesas. Me dí cuenta tarde y, por eso, intenté poner a salvo al rey. Pero en realidad, cometí otro error. Aranjuez fue el principio del fin. Mis enemigos, los enemigos del rey, aprovecharon aquello para espolear al pueblo y amotinarlos contra el rey al grito de “muera Godoy”. Toda una táctica del príncipe para destronar a su padre. Pero no contaron con un Bonaparte que estaba harto de los españoles. Para un emperador que contaba sus días por victorias, la actitud de “un puñado de maleantes”, como nos llamaba, que hacía correr la sangre de sus soldados le llevó a hacerse con la Corona española. Era fácil negociar con un padre y un hijo que se odiaban hasta el punto de ceder todo con tal de conseguir que el otro no fuera rey. Y el astuto Bonaparte consiguió en su despacho lo que perdió luego en el campo de batalla. Sé que la historia me juzgará y que mi figura será denostada. Solo me queda mi atormentada concienci y mis Memorias…… Dedicaré los últimos años de mi larga vida a escribir mi punto de vista sobre un capítulo de la historia de España triste y odioso. Lo que vieron mis propios ojos sobre aquellos acontecimientos. Sé que mi persona no posee demasiada credibilidad, pero tal vez las generaciones venideras comprendan algunas cosas que sucedieron…….

Manuel Godoy murió en el más completo anonimato. Fue enterrado en el parisino cementerio de Pére Lachaise. Nadie hasta la fecha ha reclamado sus restos……

JOSÉ BONAPARTE, PEPE BOTELLA

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José Bonaparte. junto a él la Corona de España expoliada

Siguiendo nuestro viaje a través de la Monarquía española, haremos un paréntesis obligado para dedicarlo a aquel a quien Napoleón Bonaparte eligió para expulsar a los Borbones de España  y hacer de nuestro país un protectorado francés.

Tras las abdicaciones de Bayona el 5 de mayo de 1808, los derechos recaen sobre el emperador francés, quien el 6 de Junio de 1808 publica un decreto por el cual nombra a su hermano José Bonaparte Rey de España. A José, sin embargo, no le hace mucha gracia su nuevo cargo,  ya que se encontraba muy a gusto en Nápoles y sabía que España era un polvorín. Tampoco se sintió complacido el cuñado de Napoleón,  Joaquin Murat, quien había luchado intensamente en la campaña española y albergaba la esperanza de ser coronado rey de España. Mural fue destinado precisamente a Nápoles en sustitución de José Bonaparte.

Napoleón redacta una nueva constitución para España, basada en el Código civil Napoleónico, para respadar al nuevo rey, a la cual denominará como la constitución de Bayona. Tras jurar la constitución, el 7 de julio de 1808, José Bonaparte se dirigie a entrar en España  como José I. Entra en Madrid el 20 de Julio de 1808 acompañado de un fuerte dispositivo militar, en un país que se hallaba en plenas revueltas contra la ocupación que se habían extendido por todo el país como un reguero de pólvora. Prácticamente al tiempo que José entraba en Madrid el ejercito Francés del general Dupont era derrotado en Bailén por el ejército Español.

La situación de  violencia y el derramamiento de sangre es tal que José I abandona Madrid para dirigirse a Burgos, Miranda del Ebro y finalmente a Vitoria, donde llega  el 22 de septiembre de 1808. Ante esta situación, Napoleón Bonaparte monta en cólera y se dirige a España con un gran ejército. Las victorias militares de Napoleón permiten a  José Bonaparte volver  a entrar en Madrid de nuevo el día 22 de enero de 1809.  Pero la paz que se encuentra no es tal, como manifiesta a su hermano por carta: «Yo tengo por enemigo a una nación de 12 millones de almas, bravas, irritadas hasta lo indecible”. El reinado de José I en España, estuvo permanentemente marcado por la Guerra de la Independencia, contando únicamente con el apoyo de un  grupos  ilustrados españoles, cuyos miembros eran denominados afrancesados por su afinidad con los partidarios de Bonaparte. Entre sus filas se contaron escritores como Leandro Fernández de Moratín, José Antonio Llorente o Meléndez Valdés, además de numerosos intelectuales, miembros del clero medio, de la nobleza y casi la totalidad de las logias masónicas. Todos vieron en José I la oportunidad de modernizar a España y la invasión la consideraban transitoria hacia una nueva era. Se dice que Goya y Jovellanos estuvieron entre los indecisos. Al final, todos ellos fueron odiados por pueblo, liberales y absolutistas, exiliándose finalmente en Francia.

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Caricatura de Pepe Botella

Quien no apoyó en ningún momento a José Bonaparte fue el pueblo español llegando,  incluso despectivamente a llamarle con el mote de Pepe Botella, aunque no era aficionado a la bebida o el de Pepe Plazuelas, por la gran cantidad de plazas que creó en Madrid.  El mote de Pepe Botella se debió a que hizo desaparecer el impuesto sobre las bebidas alcohólicas. A pesar de que intentaba por todos los medios, atraerse la simpatía del pueblo más llano, otorgando leyes populistas y organizando fiestas y eventos, cada vez era más impopular, al considerarle  el representante de la opresión francesa y de la invasión, un usurpador en definitiva. La situación en las calles no ayudaba a aumentar la popularidad del rey francés.  En 1811, aprovechando un viaje a París para al nuevo hijo de Napoleón, le pide la renuncia del cargo, pero este se lo impide.  En 1812, se constituyen las Cortes de Cádiz,  e intenta pactar un acuerdo  con ellas, sin conseguirlo. Tras la derrota francesa en Arapiles el 22 de julio de 1812, aunque regresa de nuevo a Madrid en el mes de septiembre, al pacificarse la situación.  Apenas un año más tarde, tras la derrota francesa en Vitoria, el 13 de junio de 1813, las tropas francesas abandonan definitivamente la península. José I abandona el trono.  En diciembre de 1813, se firma el tratado de Valencia y Napoleón Bonaparte devuelve a Fernando VII el trono de España. El 13 de marzo de 1814 Fernando VII regresa a España mientras José Bonaparte regresa a París acompañado de su séquito y todo aquello que pudieron expoliar, entre ello, las joyas de la Corona española.. Una vez en París es nombrado Lugarteniente del imperio, lo que de facto hace que sea quien gobierne el imperio en ausencia de Napoleón, aunque la caída de este le lleva al exilio en Inglaterra. En 1840 sufre una apoplejía que le deja prácticamente inválido y el gobierno francés permite su regreso  al continente. En 1841 se instala en Florencia, ciudad en la que moriría tres años más tarde, el 28 de julio de 1844, donde es enterrado en la iglesia de Santa Croce. En España se silenció la noticia por lo que apenas fue conocida. Sus restos son trasladados junto a la tumba de su hermano a  Los Inválidos, en París.

Terminaba así la vida de un rey impuesto a golpe de rencillas familiares, traiciones y derramamiento de sangre, un reinado que comenzó el 6 de junio  de 1808 y terminó  11 de diciembre de 1813, un periodo que supuso un aldabonazo a la soberanía española, únicamente defendida por un pueblo patriota dispuesto a defender lo suyo. Y, sin embargo, el breve reinado de José I no desmereció de otros reyes legitimados por cuestiones de sangre. Quiso evitar que su hermano expoliara las obras de arte españolas, intentando crear el Museo Josefino, precursor del futuro Museo del Prado. Construyó la Plaza de Oriente e intentó reformas que modernizara las instituciones españolas. Pero su estigma de invasor le hizo fracasar.

Nada del paso de los Bonaparte por España ha dejado huella alguna, salvo los destrozos que sus tropas hicieron en muchas ciudades españolas. Las mismas que aparecen en el Arco del triunfo de París, donde se le recuerdan las hazañas del emperador. Pero el monumento no recoge las lapidarias palabras de Napoleón sobre su intento de conquistar España: “La guerra de España, aquella desdichada guerra de España fue la causa primera de mis desgracias”.

TERCERA PARTE

En la noche del 8 de septiembre de 1801, Carlos IV sufre un fuerte dolor en el costado. Los médicos diagnostican una apoplejía, la reina, acompañada por Godoy, no se separa ni un minuto de la cama de su esposo, angustiada por la posibilidad de que éste muera sin dejar resuelta su sucesión. Si el príncipe Fernando, que cada día muestra mayor inquina hacia su madre y el favorito, se hiciera cargo de la corona en ese momento, Godoy sería sin duda expulsado de inmediato y ella quedaría despojada de todo su poder. Pero el rey recupera milagrosamente su salud. La reina entonces le hace firmar un testamento, según el cual, en caso de fallecimiento del rey, ella y Godoy ejercerán una regencia conjunta hasta que el príncipe Fernando cumpla treinta años. Este hecho dinamita totalmente la escasa confianza del heredero de la Corona hacia sus padres y, por supuesto, hacia su favorito, lo que provocará una guerra fraticida de desastrosas consecuencias para España.

Acabado el reinado de José I Bonaparte, regresa al trono de España el legítimo sucesor de Carlos IV, una legitimidad solo justificada por la herencia sanguínea del modelo dinástico español. Curiosamente, las dos llegadas al trono de Fernando VII fueron celebradas jubilosamente por el pueblo español. La primera porque daba fin al reinado de su padre Carlos IV, o más bien el de Godoy, provocado por el Motín de Aranjuez. La segunda, porque suponía el final de la ocupación francesa y el regreso de la monarquía, al fin y al cabo, española.

Pero el júbilo no estaba justificado…..

FERNANDO VII, EL DESEADO

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Fernando VII, de Goya

Fernando fue el noveno hijo de Carlos IV y de la reina María Luisa, nacido en El Escorial el 14 de octubre de 1784. Con apenas cuatro años, su abuelo Carlos III fallece y accede al trono su padre, al aplicarse la Ley Sálica que prohibía el acceso al trono a las mujeres, salvo que no hubiera descendiente varón alguno. El nuevo Príncipe de Asturias crecerá enfermo,  sufriendo enfermedades de carácter pulmonar y sanguíneo. En 1792, Godoy se convierte en ministro de su padre. Aquel joven, antiguo Guardia de Corps se convertirá, con el paso de los años, en el peor enemigo de Fernando. Y mucha de la culpa de esta enemistad la tendrá la persona a la que el propio Godoy nombrará como preceptor de Fernando: Juan Escóiquiz. Este siguió con envidia la meteórica carrera de Godoy y aprovechó su cercanía con el príncipe para que creciera en un ambiente de odio hacia el ministro. Escóiquiz siempre ambicionó el puesto de Godoy, así que el joven príncipe creció rodeado de las intrigas políticas y conspiratorias que rodeaban la corte. Allí nació su odio hacia Godoy, a quien se hacía culpable de los males del país y a quien, tal vez de forma lógica, el príncipe veía con cierto despecho por ser el amante de su madre. Siempre estuvo rodeado de aduladores y petimetres que, simplemente, le dejaban hacer a su antojo pensando en futuros beneficios personales. La situación de peloteo de los cortesanos al príncipe llegaba hasta el límite de dejarle ganar en cualquier juego. Se dice que Fernando no era muy bueno jugando al billar, lo que provocaba el error en los demás jugadores para  que ganase. De ahí el célebre dicho de: «así se las ponían a Fernando VII”.  En este ambiente adulador creció Fernando, lo que provocó la personalidad caprichosa y absolutista del futuroi rey.

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Maria Antonia de Dos Sicilias

En 1802 contrajo matrimonio con su prima hermana, la princesa María Antonia de Dos Sicilias, sobrina de la malograda reina francesa Maria Antonieta, muerta bajo la revolucionaria guillotina. María Antonia es una dama inteligente y de esmerada educación, culta y refinada y que habla con soltura varios idiomas, cualidades poco acordes con el ambiente de la Corte. No tardaron en problemas en una Corte con demasiados problemas. Casada por conveniencia, siempre se sintió maltratada por Fernando, poco más que un niñato de 18 años, debido a sus modos groseros y despóticos con ella. Por si fuera poco, el príncipe, aún un adolescente, no consigue consumar el matrimonio hasta un año más tarde de contraer matrimonio. La personalidad de la princesa chocaba frontalmente con la de la reina, celosa de la popularidad de su nuera. Las intrigas clandestinas de María Antonia comienzan a ser sospechadas por la reina, que ordena la vigilancia de la princesa y su entorno.

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Isabel de Braganza

Y en aquel escenario de espionajes, intrigas y cotilleos, en otoño de 1804 circula el rumor de que Godoy puede estar tramando un complot para excluir al príncipe Fernando de la línea sucesoria y trasladar la corona al menor de los hijos de los reyes, el infante Francisco de Paula, a quien muchos señalan como hijo del propio Godoy y de la reina. A pesar de ser un rumor sin demasiada lógica, aunque en aquel culebrón la lógica era mera coincidencia, ya que el sucesor del rey tenía que tener la condición de príncipe, la conspiración entre unos y otros crece sin cesar. El ambiente de la corte se torna crispado y virulento. Por si fuera poco, los dos abortos de la princesa provocan agrios comentarios de la reina, a la que califica de “mal paridora”. No podía estar más entretenida la Corte. Y por si fuera poco todo esto, a los cuatro años de matrimonio la princesa María Antonia, con apenas 24 años, muere repentinamente, oficialmente de tuberculosis. Su madre, desde Nápoles,  acusa a  Godoy ya  la reina Maria Luisa de Parma de envenenarla.  Poco tiempo después, uno de los boticarios de la familia real se suicidaba poco después de la muerte de la princesa. Durante todo este tiempo, el propio Fernando es acusado de traición hacia su propio padre, siendo posteriormente perdonado tras delatar el príncipe a todos los que formaban parte de la trama. Luego vendrá en motín de Aranjuez en marzo del año 1808, que provoca el triunfo de Fernando sobre su padre y sobre su gran enemigo Godoy. Fernando amenaza a Carlos IV para que abdique y convertirse en rey. Un reinado breve, hasta el 5 de mayo, cuando en Bayona ante Napoleón él y su padre renuncian vergonzosamente a la Corona y se la ceden al emperador.

En 1816 Fernando se casa por segunda vez  con su sobrina Isabel de Braganza, un matrimonio que reforzaba las relaciones con Portugal. Isabel destacaba por su cultura y su afición por el arte y de ella partió la idea de crear un museo que reuniera todas las obras, el futuro Museo del Prado, construido un año después de su muerte. Su primera hija apenas vivió cuatro meses.  Su segundo embarazo fue todo un drama. A punto de dar a luz, en el Palacio de Aranjuez,  la princesa cae desmayada y los médicos le creen muerte. Inmediatamente la practican una cesárea para extraer el feto, momento en el cual la princesa emite un agudo grito que demostraba que todavía estaba viva, un instante antes de morir definitivamente. La reina Isabel destacó por su cultura y afición por el arte. De ella partió la iniciativa de reunir las obras de arte que habían atesorado los monarcas españoles y crear un museo real, el futuro Museo del Prado. Fue inaugurado el 19 de noviembre de 1819, un año después de su muerte.

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Maria Amalia Josefa

Tras dos matrimonios y sin sucesor alguno, Fernando se casa por tercera vez  con  la princesa, María Amalia Josefa de Sajonia, una muchacha de 16 años muy religiosa y moralista, que abandonó el convento para convertirse en reina. Su educación dio lugar a que se negara a consumar el matrimonio, a pesar de que el propio para Pío VII intentó convencerla  de que las relaciones matrimoniales no eran contrarias a la moral cristiana. No la dio tiempo a escuchar al papa al morir prematuramente de unas graves fiebres en el Palacio Real de Aranjuez.

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Maria Cristina de Borbón Dos Sicilias

Fernando VII buscó rápidamente  una cuarta esposa el heredero que necesitaba. Tenía 45 años y no podía perder más tiempo.  La elegida fue otra sobrina,  María Cristina de Borbón Dos Siclias, una joven de 23 años de edad con la que contraía matrimonio el 11 de diciembre de 1829 en Aranjuez. Ambos se cruzaron, aún sin conocerse, encendidas cartas de amor, que garantizaba al rey que aquella mujer nada tenía que ver con su anterior esposa.  Cuando María Cristina llega a España se encuentra con un personaje que poco o nada tiene que ver con quien ella imaginaba a través de sus cartas. Fernando VII es un hombre viejo, con gota y con una barriga prominente.  La noche de bodas fue un auténtico drama para la joven esposa, llegando a ser violada por el rey. El resultado de aquella noche fue el nacimiento de una niña, a la que llamaron Isabel, futura  Isabel II,  sucesora de Fernando. Tres años más tarde de aquella noche, el 23 de septiembre de 1833, el rey muere de un violento ataque de apoplejía en el Palacio de la Granja. María Cristina volvió a casarse por segunda vez y sus últimos años los pasó en París rodeada de sus hijos y su segundo marido, con el que pidió  ser enterrada. Sin embargo, siguiendo el protocolo, María Cristina está enterrada en El Escorial, junto a Fernando VII.

En su testamento, Fernando VII encargaba la Regencia a su esposa María Cristina hasta que cumpliese Isabel, de tres años, la edad de dieciocho años, tras derogar la Ley Sálica para que su hija pudiera reinar en España y confirmaba en sus respectivos cargos y empleos a los secretarios de Estado y del Despacho, así como a las demás autoridades de las provincias. Y si el presente se presentaba incierto, mucho más se presentaba el pasado, ya que los partidarios del hermano de Fernando VII, el Infante Carlos María de Borbón, no querían a una mujer como reina de España. Fue el origen de las Guerras Carlistas. En realidad una guerra de las dos Españas.

Guerras Carlistas

Una guerra que se iniciará un año antes de la muerte del rey, cuando el rey sufre, a finales de 1832, una grave enfermedad y pone en evidencia la cuestión sucesoria. Fernando VII había tenido dos hijas, Isabel y Luisa Fernanda y una ley promulgada por el Felipe V, conocida como Ley Sálica, la cual prohibía a las mujeres el derecho a ocupar el trono. Posteriormente, Carlos IV derogó esta ley en 1789 aprobando una disposición  que restablecía a las mujeres su derecho al trono, denominada la Pragmática Sanción. Pero la misma no fue publicada hasta 1830 por Fernando VII que quería a su hija mayor el derecho a ser reina. Los partidarios del hermano del rey, Carlos María Isidro, trataron de que fuera restablecida para impedir el ascenso al trono de la hija de Fernando en  favor de Carlos María.  Pero el 6 de octubre de 1832 el rey  proclama regente  a su esposa María Cristina durante el período que durase la enfermedad del rey. Cuando este se recupera, el rey se recupera de nuevo el trono.

Ante estos hechos, en abril de 1833, don Carlos, hace pública su protesta por lo que él considera un atentado a sus derechos sucesorios, pero la muerte de Fernando VII el 29 de septiembre sin la restitución de la ley Sálica, deja en manos de María Cristina la regencia del reino y confirma a Isabel como su heredera cuando obtenga la mayoría de edad. Pero el problema sucesorio es un problema que va más allá de la condición sexual de quien ocupe el trono. Carlos María representa y es apoyado por  una sociedad conservadora y contraria a todos los cambios que se estaban produciendo en la sociedad del XIX, así a la sociedad vasca y navarra que había sido despojada de sus privilegios y pretendían recuperarlos por medio del hermano del rey. Por otro lado, Isabel representa a los liberales y progresistas, que desean la transformación de España.  Esta es la cuestión de fondo. Y esta cuestión provocará las denominadas Guerras Carlistas. El 3 de octubre de 1833, los partidarios del príncipe se levantaron contra la regente María Cristina, declarando a don Carlos como rey de España e iniciando con esto la primera guerra carlista que durará hasta 1840. Serán en total tres, finalizando la tercera en 1876, bajo el reinado de Alfonso XII.

Una triste herencia de 43 años de un reinado que se inició tras una guerra, la de la Independencia, y que concluyó, no con una, sino con tres. Y eso que sus ascensos al trono eran celebrados con júbilo por el pueblo. En su primer intento, tras el Motín de Aranjuez, porque suponía acabar con el reinado de Carlos IV y de Godoy; mientras el segundo, tras la guerra contra los franceses, porque acababa con el invasor y restituía al trono a un rey español. Poco había hecho Fernando VII por expulsar a los franceses de España. Tras las capitulaciones de Bayona fue recluido por Bonaparte en el castillo de Valençay hasta el final de la guerra en diciembre de 1813, cuando el emperador le liberó y le permitió el regreso a España como rey. El Deseado, como le llamó el pueblo a su regreso, traía en su equipaje la soberbia, la venganza y traición que había aprendido desde la más tierna infancia. Godoy se hallaba en París, en completo anonimato y ya no era su enemigo, pero para alguien que se alimentaba del odio siempre encontraría un enemigo a su medida.

Fernando VII se encontraba un país herido por la guerra y con múltiples guerrillas que se habían enfrentado al ejército napoleónico, pero sobre todo a un pueblo opuesto al Antiguo Régimen, organizado en Juntas como órganos de gobierno ante la desaparición  de los instrumentos de poder de la monarquía en torno a las Cortes de Cadiz y a la Constitución de 1812, la popular Pepa, aprobada dos años antes, que establecía la soberanía en la Nación, la monarquía constitucional y la separación de poderes, la limitación del poder de los reyes, la abolición de los señoríos, el sufragio universal para los hombres y la libertad de imprenta, entre otros.

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Juramento de la Constitución de 1812 en Cádiz

Pero Fernando VII revoca los principios liberales que representa la Constitución e instaura el Antiguo Régimen, basado en el absolutismo más extremo, devolviendo el poder a la monarquía, al clero y a la nobleza. Situación que provocará en el año 1820 el denominado Trienio Liberal, iniciado por el general Riego, que instaura de nuevo la Constitución y que obliga tres meses más tarde, el 10 marzo, al rey a jurar la Constitución. El nuevo periodo constitucional durará tres años más, cuando la denominada Santa Alianza, formada por Rusia, Prusia, Francia y Austria, acude en ayuda del rey y envía a España a los denominados Cien Mil Hijos de San Luis, que suponía una nueva invasión del ejército francés con el objetivo de acabar con los liberales. Tras invadir Madrid, continuaron hasta Cádiz, donde se había refugiado el gobierno liberal y las Cortes con el rey como rehén. Y allí en Cádiz, el Deseado volvió a dar ejemplo de sus dotes  innatas como trilero. Fernando VII pactaba con el gobierno la restitución de la Constitución a cambio de la rendición. Alcanzado el pacto, se unió al ejército francés, acabó con sus opositores, y el 1 de octubre de 1823 abolía todo el régimen jurídico liberal y daba paso a una nueva etapa absolutista, la denominada Década Ominosa, caracterizada por la restitución de los privilegios del antiguo régimen y la fuerte represión contra los liberales, muchos de los cuales se vieron obligados a huir de España a países sudamericanos, en un sistema político supervisado por el ejército francés que había ayudado a Fernando VII a regresar al trono con todos los privilegios.

Cien Hijos de San Luis

Solo la muerte, el 29 de septiembre de 1833, liberará a un país de un monarca absolutista y caprichoso, cuyos únicos métodos estuvieron basados en la cobardía y en la traición. Y su legado, como se ha dicho antes una nueva guerra que seguirá hipotecando el futuro de un país labrado a tiro limpio.

ISABEL II, LA DE LOS TRISTES DESTINOS

Aquel 10 de octubre de 1830 fue un día feliz en Madrid. Venía al mundo una niña, no una niña cualquiera, sino la hija la primera hija del rey Fernando VII y de su cuarta esposa, María Cristina de Borbón Dos Sicilias. Tras tres matrimonios sin hijos, aquella niña era la esperanza de un rey sin rumbo y a merced de todo. Solo había un problema, un problema obvio: aquella niña, llamada María Isabel  Luisa, era una mujer. Y eso era un problema en un reino en el que existía una Ley promulgada por Felipe V que prohibía el acceso al trono a una mujer, salvo que no existiese heredero varón alguno. Y en este caso lo había: el hermano de Fernando VII y tío de Isabel: el Infante Carlos María de Borbón.

Se da la circunstancia que el rey Carlos IV, abuelo de Isabel, aprobó en el año 1789 una disposición, llamada Pragmática Sanción,  para derogar la mencionada ley, pero no la aprobó, por lo que seguía vigente en el momento del nacimiento de la Infanta. Fernando VII deseaba para su hija la Corona de España, en detrimento de su hermano, por lo que publicaba la Pragmática para que su hija Isabel fuera nombrada Princesa de Asturias, paso previo para ser  Reina de España. Todo ello hizo que aquella alegría por el nacimiento de Isabel se tornara en el inicio de un largo conflicto dinástico, pues su tío Carlos María no estaba por la labor de regalar a su sobrina un trono por motivo de su nacimiento y posteriores cumpleaños. Todo lo contrario, ante su actitud beligerante  fue obligado a exiliarse al extranjero hasta el fin de sus días, en el año 1855. Era el inicio entre un largo conflicto entre isabelinos y carlistas: el origen de las Guerras Carlistas.

La muerte de Fernando VII, en septiembre de 1833, pilló a Isabel con apenas tres años, por lo que asumió la Regencia su madre, María Cristina, hasta que la Princesa alcanzara la mayoría de edad. La primera guerra Carlista provocó el final de la Regencia en 1840, y la reina tuvo que exiliarse en Francia, siendo asumida por el general  Espartero, que también tuvo que dimitir tras tres años de gobierno debido a que sus métodos dictatoriales provocaron el enfrentamiento, tanto con sus partidarios como con los progresistas. Para evitar una tercera Regencia, se acordó adelantar la mayoría de edad de la Princesa de Asturias, a la que aún la quedaban tres años para alcanzarla. Así, con 13 años, Isabel II accedía al trono.

Con 16 años se acordó su matrimonio para intentar afianzar la corona. Una cuestión que tampoco fue fácil. Veamos: el  gobierno deseaba el matrimonio de Isabel II con el  Infante don Francisco de Asís de Borbón, duque de Cádiz, el cual era primo carnal, tanto por parte de padre como de madre.  Algo que tampoco tenía tanta importancia, si atendemos a la tradición. Los carlistas proponían a Carlos Luis de Borbón, hijo de Carlos María de Borbón, el cual había abdicado en sus pretensiones para favorecer los intereses de su hijo. El general Narvaez, entonces Presidente del Gobierno, al Conde de Trapani. Los progresistas, al Infante Enrique de Borbón, también primo de Isabel II.  Su madre, a Leopoldo de Sajonia Coburgo. Francia e Inglaterra querían un rey Borbón para proteger sus intereses.

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Francisco de Asís de Borbón

Finalmente, el elegido fue Francisco de Asís de Borbón, cuyo carácter tímido y de escaso carácter, al que no le interesaba en absoluto la política, le hacía ser el idóneo para el título de Rey.

Y así, el 10 de octubre de 1846 la reina Isabel II celebraba su dieciséis  cumpleaños y su boda. A Isabel no le gustaba la alianza con su primo, no por su afinidad sanguínea, sino porque Francisco de Asís era homosexual, razón por la cual se le llamaba “Paquita”. En la noche de bodas Isabel pudo comprobar que su esposo llevaba más encajes que ella. Todo ello alimentó la leyenda en torno a los devaneos extramatrimoniales de Isabel, ya que tuvo once hijos, de los que siete murieron, mientras su marido oficial se entretenía con los efebos de la Corte, lo que no era precisamente una leyenda. Francisco de Asís aceptaba  la paternidad de los hijos que alumbraba su esposa a cambio de recibir un millón de reales por niño.  Al  capitán Enrique Puig Moltó se le atribuye la paternidad del que sería el rey Alfonso XII. Cuentan que la reina se sinceró así con su heredero: “Hijo mío, la única sangre Borbón que corre por tus venas es la mía”.

Isabel II era una mujer de escasas cualidades intelectuales, debido a que su madre le dio una educación más propia para una mujer que para una reina. La formación doméstica, la religión, el piano y las labores predominaban sobre otras materias como la política y el humanismo.

El inicio de su reinado estuvo marcado por la inestabilidad  política. Se denominó la Década Moderada, por el carácter moderado de sus gobiernos, en la que conservadores y liberales se iban alternando en el gobierno. Isabel sufrió dos atentados durante esta década, uno en 1847 en la calle Alcalá, cuyo autor fue un abogado que fue posteriormente indultado; y el segundo, en febrero de 1852,  tuvo lugar durante la presentación de la hija de la Reina, la nueva Princesa de Asturias. La reina, Isabel II, presentaba a su hija, Maria Isabel Francisca de Asís Borbón y Borbón, conocida posteriormente como La Chata, nacida ya hacía más de mes y medio, ante la burguesía del momento y para dar las gracias religiosamente por el parto sin problemas, en la capilla de Atocha, dentro del recinto del palacio y actual capilla de este. Tras la presentación de la infanta de forma religiosa, la reina, con la Princesa de Asturias en brazos se dispuso a descender las escaleras. En ese momento se le acercó un clérigo, el cura Merino. Este le hizo una reverencia y le entregó un pergamino, segundos después saco de la sotana un cuchillo, que clavó con rapidez en el pecho de la reina. Isabel II se desplomó en las escaleras con la infanta en brazos. De inmediato, Isabel II fue trasladada al palacio, donde fue atendida por el médico, tras desmayarse durante 15 minutos. La puñalada no fue mortal gracias a su corsé, que evitó la tragedia. El cura fue inmediatamente detenido por la guardia real y días después fue juzgado y condenado a garrote vil.

Isabel de Borbón

En 1848 se inauguró la primera línea de ferrocarril, entre Barcelona y Mataró, y desde 1850 se avanzó con rapidez en la construcción de vías férreas, inaugurándose en Madrid la línea entre la capital y Aranjuez. Dos años después se puso en marcha el servicio oficial de telégrafos. Estos adelantos no fueron sin embargo acompañados en la modernización del sector industrial.

Tras la Década, la reina llamará a los progresistas para formar gobierno. La dictadura militar impuesta por Narváez había levantado el odio de la población. Su sangrienta represión de los movimientos liberales dio pie finalmente al pronunciamiento de O’Donnell el 28 de junio de 1854, a la que se le llamó la Vicalvarada, una especie de golpe de estado que lleva a los progresistas al poder. Isabel II se vio obligada a llamar al general  Espartero, al que se nombra Presidente del Consejo de Ministros, mientras O´Donnell pasa a ser ministro de la Guerra. Daba comienzo así a otro periodo denominado Bienio Progresista. Isabel acata al nuevo gobierno y su madre es obligada a exiliarse. Las medidas progresistas quedaron abortadas por carecer de apoyo tanto por parte de las Cortes como de la monarquía, que había contemplado el gobierno de Espartero como una transitoria solución de emergencia. En 1856, al verse sometido a los dictados de O’Donnell, Espartero abandonó la vida política e Isabel II entregó nuevamente el poder a los moderados. Subió entonces al poder Narváez, que pronto fue sustituido por Armero e Istúriz, pero la inestabilidad del gobierno impulsó a Isabel a llamar de nuevo a O’Donnell en 1858.

Emilio Castelar

A partir de 1865 el ambiente político se enrareció con la ofensiva conservadora. Se produjeron destituciones de catedráticos y la represión de manifestaciones estudiantiles. Un artículo del catedrático Emilio Castelar sobre los bienes privados de la reina fue el detonante de las manifestaciones republicanas. Isabel II había propuesto ceder al Estado el setenta y cinco por ciento de la venta de los bienes del patrimonio real, quedándose la Casa Real el veinticinco por ciento restante. Y mientras el gobierno y el ayuntamiento de Madrid se mostraban a favor de esa medida por considerarla necesaria para sanear sus cuentas públicas, Castelar encendió a las masas con su artículo “… desde el punto de vista político, es un engaño; desde el punto de vista jurídico, una usurpación; desde el punto de vista legal, un desacato a la ley; desde el punto de vista popular, una amenaza a los intereses del pueblo”. El gobierno intentó presionar para que expedientasen a Castelar, lo que provocó numerosas revueltas estudiantiles. Continuamente se producían fogonazos republicanos o algaradas antimonárquicas. Nuevamente tomó O’Donnell las riendas del gobierno en 1865.

La reina había quedado excluida del escenario político mucho antes que todos estos acontecimientos. La situación de anarquía institucional tiene como resultado una reunión de todos los grupos opositores a Isabel II en agosto de 1866 en la ciudad belga de Ostende y que dio paso a la revolución antimonárquica conocida como “La Gloriosa” que acabará con el reinado de Isabel II.

La reina, que se encuentra de vacaciones en Guipúzcoa, atraviesa la frontera acompañada por su esposo e hijos y se refugio a Pau, acogida por el emperador Napoleón III. De allí partirá, poco tiempo después a París donde pasará el exilio hasta el final de sus días, algo más de treinta años, sin gozar de ningún protagonismo y separada de su esposo. En 1870 abdica en favor de su hijo mayor Alfonso, por consejo de Cánovas del Castillo, de no muy buena gana. Cánovas se negó a permitir que el príncipe permaneciera bajo la influencia de su madre e impidió que Isabel regresara a España en los primeros años de la Restauración borbónica. Después de la muerte de Alfonso XII, la reina madre reclamó nuevamente su derecho a ocupar la regencia, que le fue denegada en favor de su nuera, la reina María Cristina.

En la mañana del 9 de abril de 1904, en su residencia parisina, con 73 años, fallecía Isabel II por unas complicaciones broncopulmonares producidas por una gripe. Sus restos fueron trasladados al Escorial para darles más tarde sepultura en el Panteón de los Reyes. Moría así una reina que había heredado una ruina y dejaba escombros. Las conjuraciones políticas, el favoritismo de la reina, los continuos motines anticlericales, los pronunciamientos militares, su escandalosa vida… todo ello convirtió el reinado de Isabel II en un período esperpéntico en lo que se refiere a la monarquía. El ejército ejerció una gran influencia política durante el reinado isabelino, ayudándola  a mantenerse en el trono, ya que el principio la reina sólo fue reconocida por las democracias de Francia e Inglaterra, mientras las monarquías absolutistas europeas apoyaban al pretendiente Carlos María Isidro. Ello determinó que durante todo su reinado Isabel tratara de buscar el apoyo de los militares como mejor solución a la situación política.

Tal vez el mejor resumen de su reinado lo expuso el escritor Benito Pérez Galdós: “El reinado de Isabel se irá borrando de la memoria, y los males que trajo, así como los bienes que produjo, pasarán sin dejar rastro. La pobre Reina, tan fervorosamente amada en su niñez, esperanza y alegría del pueblo, emblema de la libertad, después hollada, escarnecida y arrojada del reino, baja al sepulcro sin que su muerte avive los entusiasmos ni los odios de otros días. Se juzgará su reinado con crítica severa: en él se verá el origen y el embrión de no pocos vicios de nuestra política; pero nadie niega ni desconoce la inmensa ternura de aquella alma ingenua, indolente, fácil a la piedad, al perdón, a la caridad, como incapaz de toda resolución tenaz y vigorosa. Doña Isabel vivió en perpetua infancia, y el mayor de sus infortunios fue haber nacido Reina y llevar en su mano la dirección moral de un pueblo, pesada obligación para tan tierna mano”.

 

AMADEO DE SABOYA, EL REY CABALLERO

Se busca Rey de España para un país carente de rumbo”. Más o menos podría haber sido el titular de algún anuncio “por palabras” incluido en algún periódico de la época.  En efecto, España había provocado la huida y exilio de su reina y ahora los revolucionarios 1868 buscaban al “rey imposible”

No piensen ustedes que cualquiera podía optar al cargo.  El candidato se le exigían varias condiciones: tener un perfil liberal, católico y ser, lo que llamamos hoy, apolítico.  El onjetivo era mantener una monarquía constitucional en nuestro país. El general Prim lo tenía claro: España tradicionalmente era monárquica y cualquier intento republicano podía convertirnos en una república bananera.

Hubo varios candidatos y el elegido finalmente  fue Amadeo de Saboya. Nacido en Turín en 1845, Amadeo era hijo del rey de Italia, Víctor Manuel II, y de María Adelaida de Austria, y había recibido durante su juventud una intensiva educación militar, llegando a tener un importante curriculum militar. Ahora, se convertía en instrumento para implantar en España la figura de la monarquía democrática, con un rey que llevara a la práctica las mayorías parlamentarias y firmara las propuestas gubernamentales pero con los poderes de un monarca constitucional a la vieja usanza. A esto se le sumaban la formación democrática de las instituciones representativas, en especial las Cortes y los ayuntamientos, y el reconocimiento y garantía de los derechos individuales y un sistema de partidos basado en la lealtad, en la legalidad y en la democracia.  La cosa pintaba bien.

Amadeo de Saboya y María Victoria, su esposa, se convertían así en los nuevos reyes de España, elegidos en las Cortes con el voto favorable de 191 diputados, y se presentaban como una familia noble, campechana, liberal y emprendedora. El Gobierno paseó  al Rey de por toda España, para que conociera las instituciones militares y sociales y recibiera homenajes, mientras la prensa le exaltaban hasta el punto de buscarle raíces españolas. La reina además era un ejemplo de virtudes que contrastaba con la casquivana Isabel II.

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Juan Prím

El 27 de diciembre de 1870 todo estaba preparado en España para la inminente llegada de Amadeo I a las Cortes. El general Prim estaba preparando su viaje a Cartagena para recibir al nuevo rey. Eran  las 19:30 y sobre Madrid caía una espesa nevada. El general, tras concluir su trabajo, se despidió con cortesía de diputados y ministros y se dirigió a su coche, una berlina tirada por dos caballos que le aguardaba en la puerta del Congreso, con los cristales cerrados para proteger el interior del frío y la tormenta de nieve. El cochero puso en marcha el vehículo en cuanto subieron el general y sus acompañantes. La berlina emprendió la ruta habitual, por la calle del Turco (hoy Marqués de Cubas), hacia el Ministerio de la Guerra  en el Palacio de Buenavista, donde estaba la residencia presidencial. Al llegar a la calle del Turco  el cochero observó que había dos carruajes de caballos atravesados sobre la calle interfiriendo el camino, por lo que detuvo su carruaje. Tres individuos se dirigen hacia el coche armados con carabinas y pistolas. Sin tiempo para nada, Prim y sus acompañantes son tiroteados. Todo en apenas unos segundos, hasta que el sorprendido cochero, paralizado por el terror, consigue reaccionar y fustigar a los caballos para emprender la huida hacia la calle de Alcalá. Al llegar al palacio los dos heridos descienden de la berlina. El general baja por su propio pie y le dice a su esposa que sus heridas no revisten gravedad, aunque un reguero de sangre indica lo contrario. Cuando llegaron los médicos apreciaron rápidamente los destrozos en los dedos de la mano derecha, de tal envergadura que fue preciso amputar de inmediato la primera falange del anular, quedando en peligro de amputación el índice. Aunque lo más preocupante era el disparo que presentaba en el hombro izquierdo el general. La extracción de las balas y los cuidados médicos se prologaron durante la madrugada. Pese a que las heridas no eran demasiado graves, el hecho que se infectaran le provocó la muerte tres días después. El motivo de la infección fue la introducción en su pecho de retazos del abrigo de piel de oso que llevaba por el frio y que provocaron una sepsis. 142 años después, aún no se conoce exactamente los instigadores del magnicido.

Alfonso XII vela el cuerpo de Prim

Tres días más tarde, la fragata Numancia llegaba al puerto de Cartagena con Amadeo I y su esposa. Fue recibido con la noticia del asesinato de Prim. Llegó a la capital el 2 de enero, acercándose directamente a la iglesia de Atocha, donde se velaba el cuerpo del general asesinado. Tras el preceptivo juramento de la Constitución, Amadeo encargó la formación de gobierno al general Serrano, duque de la Torre. En la sesión de formación de las Cortes de 1871.

La legitimad parlamentaria de Amadeo I  resolvía el problema de la continuidad monárquica, pero no la inestabilidad que vivía el país. Las ambiciones políticas de Serrano, Sagasta, Zorrilla y Ulloa, junto con la actitud de los nostálgicos del borbonismo, hicieron que el gobierno fuera incapaz de desarrollar sus funciones con total normalidad. Ante este panorama, Amadeo decidió cambiar el gobierno del general Serrano y el 24 de julio designó a Ruiz Zorrilla jefe de un nuevo gabinete. De nuevo el carrusel político. Zorrilla duró sólo hasta octubre de 1871. Amadeo decidió entonces ofrecer el gobierno a Sagasta y a Espartero, pero ambos rechazaron el ofrecimiento. El 17 de noviembre, Malcampo se hizo cargo de la dirección del gabinete. Un voto de censura contra Malcampo hizo que Sagasta se hiciera con el poder ejecutivo apenas un mes más tarde, el 23 de diciembre.

Amadeo I no era respetado por los españoles y sus gobierno tenían fecha de caducidad apenas eran nombrados. Para colmo, la noche del 18 de julio de 1872 él y su esposa sufrieron un atentado en la madrileña calle Arenal mientras paseaba por la calle Arenal de camino al Palacio del Retiro, durante una de sus tantas salidas nocturnas para hacerse popular entre la población. Ambos salieron ilesos, aunque nunca se supo la autoridad del atentado ya que ambos bandos políticos se echaban la culpa mutuamente, pero todo parecía ser obra de los republicanos.

En otra ocasión, su coche fue detenido y zarandeado en la calle Alcalá por unos vendedores ambulantes que  andaban manifestándose. Un día, cerca del Retiro, un hombre se le acercó y le insultó gravemente. Otra persona se introdujo, armada, en el Palacio Real para matarlo. La nobleza tampoco le apoyaba, hasta el punto de que en alguna ocasión  las aristócratas sacaron un día las mantillas para reivindicar el casticismo de Isabel II frente a la italiana María Victoria.

Las vejaciones de las que era objeto el rey desanimaron a este de tal manera que era capaz de saber si sus ministros trabajaban para consolidad la monarquía u conspiraban con los republicanos para provocar su caída. Los líderes de los partidos le habían abandonado. Serrano contemplaba, antes del 11 de febrero de 1873, dos posibilidades: formar Gobierno con Amadeo I, lo que iba a suponer la guerra con los radicales y republicanos, o provocar la abdicación del si el Rey y establecer una dictadura y dejar en suspenso la Constitución de 1869. El partido radical había quedado en manos de Martos y se había comprometido con los republicanos a espaldas de Ruiz Zorrilla, por lo que seguía el enfrentamiento con el Rey para forzar el fin de la Monarquía.

Cercado por la limitadísima visión de Estado de los líderes políticos, y despreciado por la sociedad española, Amadeo de Saboya renunció a una Corona imposible. Sin esperar a una ley de abdicación, la noche del 10 de febrero, mientras esperaban su cena en un restaurante le comunicaron a él y María Victoria su cese. El rey, con total entereza, anulo el pedido y salió con su esposa. Al día siguiente, renunció al trono sin esperar la autorización de las Cortes y se refugió en la embajada de Italia. Después  tomaron un tren que les llevó a Portugal.

España se convertía por primera vez, en una República.

Acababa así la primera experiencia de una monarquía parlamentaria. Tal vez la figura de Amadeo I no fuera la más indicada para iniciar un nuevo periodo de la historia de España. La presencia de un rey extranjero, que hablaba castellano con mucha dificultad y que desconocía el carácter de los españoles no le hacía el más idóneo para la Corona. Un ejemplo de ello lo muestra lo sucedido durante un paseo en carroza por Madrid, cuando el secretario y cicerone que lo acompañaba le indicó que pasaban cerca de la casa de Cervantes y él respondió sin inmutarse: “Aunque no haya venido a verme, iré pronto a saludarlo”’. Y es que Amadeo no era un hombre de letras, y tan solo mostraba afición por la literatura erótica francesa. Quiso, sin embargo parecer simpático y cercano a los españoles, pero estos no estaba ya para fiestas y no estaban dispuestos conceder muchas oportunidades a una monarquía que en los últimos siglos habían esquilmado a España.

Era un rey imposible.

 

CUARTA PARTE

«Dos años largos hace que ciño la Corona de España, y España vive en constante lucha, viendo cada día más lejana la era de paz y de ventura que tan ardientemente anhelo. Si fuesen extranjeros los enemigos de su dicha, entonces, al frente de estos soldados tan valientes como sufridos, sería el primero en combatirlos, pero todos los que con la espada, con la pluma, con la palabra agravan y perpetran los males de la nación, son españoles. Todos invocan el dulce nombre de la patria, todos pelean y se agitan por su bien; y entre el fragor del combate, entre el confuso, atronador y contradictorio clamor de los partidos, entre tantas y tan opuestas manifestaciones de la opinión pública, es imposible atinar cuál es la verdadera, y más imposible todavía hallar el remedio para tamaños males.

Lo he buscado ávidamente dentro de la ley, y no lo he hallado. Fuera de la ley no ha de buscarlo quien ha prometido observarla.

Nadie achacará a flaqueza de ánimo mi resolución. No había peligro que me moviera a desceñirme la Corona si creyera que la llevaba en mis sienes para bien de los españoles, ni causó mella en mi ánimo el que corrió la vida de mi augusta esposa, que en este solemne momento manifiesta como yo el vivo deseo de que en su día se indulte a los autores de aquel atentado. Pero tengo hoy la firmísima convicción que serían estériles mis esfuerzos e irremediables mis propósitos.

Estas son, señores diputados, las razones que me mueven a devolver a la nación, y en su nombre a vosotros, la Corona que me ofreció el voto nacional, haciendo renuncia de ella por mí, por mis hijos y sucesores.

Estad seguros de que, al desprenderme de la corona, no me desprendo del amor a esta España tan noble como desgraciada, y de que no llevo otro pesar que el de no haberme sido posible procurarle todo el bien que mi leal corazón para ella apetecía. Amadeo. Palacio de Madrid, 11 de febrero de 1873.

Con este discurso pronunciado ante las Cortes el 11 de febrero de 1873 por el hasta entonces rey de España, Amadeo I de Saboya, la encrucijada española abría un nuevo capítulo en la historia. Cuatrocientos años después del nacimiento de un nuevo Estado, con un sistema político basado en la monarquía hereditaria. «La Asamblea Nacional asume los poderes y declara como forma de gobierno la República, dejando a las Cortes Constituyentes la organización de esta forma de gobierno”. Con estas palabras, pronunciadas apenas terminado el discurso del rey, el diputado Francisco Pi y Margall iniciaba un nuevo sistema político basado en el republicanismo, sistema que había ido imponiéndose paulatinamente en los países de nuestro entorno.  «Señores, con Fernando VII murió la monarquía tradicional; con la fuga de Isabel II, la monarquía parlamentaria; con la renuncia de don Amadeo de Saboya, la monarquía democrática. Nadie ha acabado con la monarquía, ha muerto por sí misma; nadie trae la República, la traen todas las circunstancias, la trae una conjura de la sociedad, de la naturaleza y de la Historia”. Eran las palabras de Emilio Castelar en apoyo a la propuesta. Entre encendidos aplausos de los diputados, fue proclamada la República Española, por 258 votos a favor y solo 32 en contra: «La Asamblea Nacional resume todos los poderes y declara la República como forma de gobierno de España, dejando a las Cortes Constituyentes la organización de esta forma de gobierno”.

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Bandera de la Primera República

Pero  para un país con dos mil años de historia monárquica no le iba a ser fácil, más bien imposible, la consolidación del nuevo régimen. Apenas once meses de vida caracterizada por una fortísima tensión política y social y con cuatro presidentes de gobierno: Estanislao Figueras, Francisco Pi y Margall, Nicolás Salmerón y Emilio Castelar, que demuestra la gran inestabilidad política que caracterizó a la República. Y eso que se redactó la Constitución de 1873, un documento muy avanzado que daba respuesta a muchas de las demandas sociales de la época.

Por ejemplo, la libertad religiosa, lo que provocó que la Santa Sede rompiese sus relaciones diplomáticas con España, en protesta a la decisión ejecutada por la República, y la separación entre los poderes ejecutivo, legislativo y judicial. También se reconocía un nuevo concepto: el Federalismo, impulsado por Pi y Margall, un sistema de gobierno reivindicado por algunas regiones, como el País Vasco y Cataluña.

Pero, lo que en principio iba a ser un acuerdo entre las regiones para su gobierno federal, se convirtió en un auténtico caos territorial.  Algunas ciudades españolas se proclamaron cantones independientes, como ocurrió en Sevilla, Cádiz o Cartagena. Este último caso fue el más llamativo, ya que fue el que más perduró en el tiempo. Incluso una vez desaparecida la República, Cartagena seguía defendiendo su independencia, aunque por pocos meses más. Esta cuestión territorial fue uno de los factores determinantes que llevó a la República al fracaso. La inestabilidad política, social, la crisis económica y la violencia, junto con las guerras que se produjeron (carlistas y Cuba) habían producido un desgaste continuo y constante para un régimen con tan poca vida.

El 2 de enero de 1874, el presidente Emilio Castelar se sometía a una cuestión de confianza apenas cuatro meses de pues de ser elegido. El presidente hablaba de su buena gestión, del restablecimiento de orden público, de las dificultades de la Tercera Guerra Carlista y de todos los problemas que se padecían, para lo que él decía, tenían solución. A las siete de la tarde se interrumpía la sesión, tras el discurso del presidente. A las once de la noche la sesión se reiniciaba, con un duro discurso de Nicolás Salmerón dando respuesta a Castelar. Tras los discursos, se procedía a la votación. Eran las cinco de la Mañana del incipiente día 3 de enero, cuando triunfaba la moción de censura contra Castelar por 110 votos a favor y 101 en contra. Había que nombrar un nuevo Presidente. Pero lo que ningún diputado sospechaba es que esa noche aún iba a ser larga.

Golpe del general Pavía

El Capitán General de Madrid, Manuel Pavía y Rodríguez de Alburquerque, al que aquello del federalismo  no le había gustado nunca, se dirigía al Congreso acompañado por dos compañías de la guardia civil y dos de infantería. Una vez allí, entro en el edificio y, sin encontrar resistencia alguna llegó hasta el hemiciclo, donde aún estaban votando los diputados.

El silencio del hemiciclo se hizo dueño cuando el presidente de la Cámara, Nicolás Salmerón, interrumpía la votación y se dirigía a los presentes: «Señores diputados, hace pocos minutos que he recibido un recado u orden del capitán general (creo que debe ser el ex-capitán general de Madrid), por medio de dos ayudantes, para decir que se desalojase el salón en un término perentorio».

El casos se apodera de la Cámara y  algunos diputados huyen del edificio por las ventanas. Es entonces cuando el presiden te depuesto, Castelar, se sube a la tribuna y clama: «Yo, señores, no puedo hacer otra cosa más que morir aquí el primero con vosotros». Sus palabras provocan los aplausos de los diputados y proponen votar de nuevo para concederle un voto de confianza. Pero Castelar rechaza la propuesta.  Los diputados le vitorean y proponen ahora concederle un voto de confianza, pero él mismo rechaza la proposición. Los militares penetran en el hemiciclo y desalojan a Castelar y a los diputados que aún quedan. El reloj de la se detenía exactamente a las 7:30. Fuera, Madrid se despertaba en aquella fría mañana y los madrileños se dirigían a sus quehaceres habituales, absolutamente ajenos e indiferentes a lo que estaba ocurriendo en el corazón político de la ciudad.

Tras el golpe de estado, Pavía convoca a los responsables de los partidos políticos excepto federalistas, cantonalistas y carlistas para formar un gobierno de concentración nacional, que nombrará al general Francisco Serrano y Domínguez como quinto presidente de un régimen en descomposición.   Los partidarios de la monarquía, dirigidos por Cánovas del Castillo reclamaban la Restauración de la Monarquía Borbónica en la persona del príncipe Alfonso, hijo de Isabel II. En diciembre de 1874, Alfonso firma el manifiesto de Sandhurst y manifiesta su disposición a ser el rey de España: “Ni dejaré de ser buen español ni, como todos mis antepasados, buen católico, ni, como hombre del siglo, verdaderamente liberal..” fue su declaración principios.

El 27 de diciembre el manifiesto se publica en España y el 29 de diciembre, tras el fallido intento del Duque de la Torre de consolidarse en el poder en una especie de dictadura republicana, el General Martínez Campos se pronuncia, con todas las bendiciones gubernamentales y populares a favor de la restauración monárquica en la persona de don Alfonso de Borbón y Borbón. Cánovas del Castillo toma el control asumiendo el ministerio-regencia a la espera del rey.

ALFONSO XII, EL PACIFICADOR

De los árboles frutales
me gusta el melocotón
y de los reyes de España
Don Alfonso de Borbón.

¿Dónde vas Alfonso XII?
¿Dónde vas triste de ti?
Voy en busca de Mercedes que hace tiempo no la vi.

Aquella canción popular constituye el principal legado de aquel a quien la historia se encargó de darle de oportunidad de traer de nuevo la milenaria monarquía como forma de gobierno de un país desangrado por las guerras, la corrupción y que volvía a confiar en un rey tras la breve y desafortunada experiencia de la república. Aquella predicción del malogrado general Prim se había hecho realidad y solo la presencia de un rey parecía garantizar una cierta estabilidad.

Para que el nuevo rey, Alfonso XII pudiera gobernar en España se hizo necesario dos golpes de estado: el primero, el mencionado golpe del general Pavía de 3 de enero de 1874; y el segundo, el del general Martínez Campos en Sagunto en diciembre de 1874, adelantándose a Cánovas del Castillo y dando fin a la República. El triste y débil futuro rey esperaba impaciente las noticias que le permitieran regresar a España. Desde su exilio inglés seguía de cerca las noticias que el llegaban de España y los movimientos que Cánovas del Castillo y sus partidarios hacía para facilitar su regreso.

Aquel niño, segundo hijo de la reina Isabel II, que tuvo que salir de España acompañando a su madre destronada por los partidarios de la república y, por qué no por sus propios errores. Aquel niño, que ahora cumplía diecisiete años de edad había ido creciendo manteniendo su sueño de reinar en España.  Aquel niño, que había crecido frágil y enfermizo, propenso a las enfermedades, pero que era afable, sincero y sencillo se convertiría en tal vez el rey más querido por el pueblo de Madrid, más aún que Carlos III. Aunque en esto tuvo mucho que ver los acontecimientos que sucedieron a lo largo de su corta vida. No cabe duda que en la época romántica por excelencia, el rey Alfonso XII fue el rey adecuado, el ejemplo vivo de ese romanticismo. Lo suficiente.

El exilio del príncipe Alfonso duró seis años. En este tiempo recibió una sólida educación y preparación adecuada para un futuro rey. Las noticias provenientes de España favorecían los movimientos en favor del regreso de los Borbones a España. Pero ello no era posible con Isabel II, cuyo regreso hubiera contado con una gran oposición. Cánovas del castillo consiguió convencer a la reina de la necesidad de abdicar en favor de su hijo para permitir la Restauración. No sin desagrado, la reina accedió al fin a ceder el trono a su hijo. Con trece años, Fernando fue nombrado Príncipe de Asturias en la Basílica de Covadonga.  Cánovas del Castillo conseguía así dos objetivos: restaurar la dinastía borbónica en la figura del príncipe Alfonso, más preparado y desvinculado del antiguo régimen e instaurar el sistema político del bipartidismo. Cánovas del Castillo se hizo cargo de la educación del príncipe, así como de su posterior proyección política, esperando el momento adecuado para regresar a España.

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Cánovas del castillo

Cánovas del Castillo se encargó personalmente de planificar toda la educación del Príncipe.  Con motivo del decimoséptimo cumpleaños del príncipe, que le capacitaba para reinar, preparó el famoso Manifiesto de Sandhurst  en el que Alfonso hacía su declaración de principios y su preparación para gobernar. Un documente cuidadosamente preparado en el que el Príncipe se desmarcaba del reinado isabelino, prometiendo aires renovados. La restauración de una monarquía restaurada. El golpe de Estado de Pavía, cuyo objetivo no era derribar a la República sino acabar con el caos y disturbios que asolaban a España, dio paso al gobierno presidido por el general Serrano, cuya ambigüedad e indefinición aumentó, aún más si cabe, los problemas y provocó el segundo golpe, ese sí que contra la República, que favoreció los planes de Alfonso de gobernar.

El 30 de diciembre, un día después del golpe de Martínez Campos, Cánovas del Castillo constituye a toda prisa un gobierno provisional. Él había preparado una restauración absolutamente respetuosa con la legalidad y sistema político y temía que la acción del militar derivara en otra cosa. Pero el general le tranquilizó que no tenía intención alguna de hacerse con el poder y le cedió todo el protagonismo a Cánovas, que se convirtió en el padre de la Restauración.

El 9 de enero de 1875 entraba Alfonso XII en Barcelona entre muestras entusiasmo, ya como rey de todos los españoles y cinco días más tarde llegaba a Madrid. La capital recibió al nuevo rey con total delirio y aclamación, aún más que a su abuelo Fernando VII en 1814. Inmediatamente se le llamó el Pacificador, ya que fue presentado como el símbolo de la concordia y de la reconstrucción nacional. Alfonso XII aglutinó en torno a su persona las simpatías de todos los representantes políticos, a excepción de los últimos reductos carlistas. Con Cánovas del Castillo al frente, Alfonso XII supo responder a la confianza que en él se depositaba. Su reinado fue el más tranquilo del siglo XIX español, asegurándose la deseada  paz y  prosperidad. Alfonso XII dejaba actuar a los políticos sin interferir en su acción y sin decantarse hacia ningún bando.  Fue un rey absolutamente neutral, tal como él mismo se había propuesto y presentado en el famoso manifiesto inglés. Pero su reinado no tuvo la oportunidad de conocer el alcance del mismo. La prematura muerte, con apenas 28 años, interrumpió su obra.

Junto con su personalidad y labor como rey, uno de los hechos que contribuyeron a acrecentar el cariño del pueblo hacia él fue su boda con su prima doña María de las Mercedes de Orleans, el 23 de enero de 1878. Alfonso, pese a la oposición de la reina madre y del propio Cánovas, este último porque la novia era hija del Conde de Montpensier, uno de los asesinos de Prim según el sumario abierto por entonces. La reina ya había intentado romper la relación al presentarle a la cantante de ópera Elena Sanz, con la que se inició en el sexo. Pero Alfonso decidió anteponer el amor a cualquier otra cuestión, poniendo fin a dos años de noviazgo en la basílica de Atocha. Aquella boda por amor, en plena era romántica, se constituyó en toda una boda de película. La ausencia de Isabel II era además agradecida por todos.  El triste final de aquella popular y celebrada boda acrecentó aún más la leyenda. Cinco meses después de la misma, moría en el Palacio Real María de las Mercedes, con apenas diecisiete años de edad, a causa del tifus. Durante toda su enfermedad, su esposo permaneció fiel a su lado. Fue enterrada en una capilla del Monasterio de El Escorial, no pudiendo ser en el panteón real, reservado únicamente a las reinas que tuvieran descendencia. La reina María Mercedes se había hecho muy querida y popular al impulsar la construcción de la Catedral de la Almudena de Madrid, en 1883. Sus restos fueron trasladados a esta catedral el 8 de noviembre de 2000, en cumplimiento del deseo expresado en su día por el rey Alfonso XII. Una reina que mereció un romance en su recuerdo por parte del pueblo español.

Maria Mercedes de Orleans

En octubre de 1878, Alfonso XII sufre un atentado del que salió indemne. El 29 de noviembre, presionado por el gobierno, Alfonso XII contrajo nuevamente matrimonio con la archiduquesa María Cristina de Habsburgo-Lorena, con la que tuvo dos hijas, las infantas María de las Mercedes y María Teresa. En 1883 su salud comenzó a dar síntomas preocupantes; su eterno catarro mal curado derivó en una tuberculosis profunda que le hizo postrarse en cama. El año de 1885 fue muy largo para el rey a causa de su enfermedad.  La salud del rey se iba debilitando hasta el punto de preocupar a todos debido a que aún no tenía descendencia masculina.

María Cristina de Habsburgo

Alfonso XII era un rey más preocupado por los problemas de su pueblo que por él mismo. En 1885 se produjo una epidemia de cólera en Valencia que se fue extendiendo hacia el interior del país. Cuando la enfermedad llegó a Aranjuez, el monarca, desafió los consejos de su gobierno y de sus médicos y acudió a visitar a los afectados. Allí consoló a los enfermos y alojó a los soldados afectados en el mismo Palacio Real.  Cuando regresó a Madrid, el pueblo, enterado del gesto del rey, le aclamó y le acompañó hasta el Palacio Real.

Ante la próxima muerte del rey, el 24 de noviembre de 1885 se firmaba el Pacto de El Pardo, entre Cánovas del Castillo y Práxedes Mateo Sagasta, líderes respectivos de los dos partidos más importantes de la Restauración monárquica, el Partido Conservador y el Partido Liberal, con el propósito de apoyar la regencia de María Cristina de Habsburgo-Lorena y garantizar la continuidad de la monarquía si finalmente el rey fallecía. El rey no tenía descendencia masculina y la reina se encontraba embarazada, aunque desconociendo el sexo del niño, demorando la cuestión sucesoria hasta el momento del parto. El pacto consistía en compartir el gobierno ambos partidos durante el periodo de regencia de María Cristina, alternándose entre ellos y poder resistir las fuertes presiones por parte de los carlistas y de los republicanos. Un día más tarde de la firma del pacto, el estado de salud del rey empeora considerablemente. El  25 de noviembre moría en su lecho. Un día después, las campanas de las iglesias de España doblan a muerte cada cuarto de hora y los cañones de las fortalezas hacían salvas hasta la puesta de sol. Madrid lloró amargamente la muerte de Alfonso XII. Hasta el punto se costear entre todos los madrileños la construcción de un monumento en su memoria, un espectacular conjunto escultórico que fue situado frente al lago grande del Parque del Retiro, emulando al monumento erigido en Roma en honor al rey Vittorio Enmanuel.

Monumento a Alfonso XII. Foto: J.A. Padilla

El reinado de Alfonso XII había supuesto el nacimiento de una nueva monarquía, llamada parlamentaria, en el que el rey era el que proponía el gobierno y era sancionado por las Cortes. El Presidente era el encargado de convocar las elecciones, y en estas residía la voluntad popular de formar el parlamento. Bien es cierto que el Pacto del Pardo vulneraba el espíritu democrático, al acordarse una alternancia de poder entre liberales y conservadores o, lo que es lo mismo, el bipartidismo, pero España no estaba para demasiados juegos electorales, toda vez que carlistas y republicanos buscaban la desaparición del sistema mismo.

Con este Pacto, la reina iniciaba su periodo de regencia hasta que el trono tuviera su legítimo heredero. Los periódicos del día 27 informaban  que las Cortes habían designado a doña María Cristina reina gobernadora, e inmediatamente este nombre fue corregido por el de reina regente. Doña María Cristina encargó a Sagasta formar gobierno mientras esperaba el día de alumbramiento de su hijo. Por fin, el 18 de mayo de 1886, nacía el esperado heredero: un niño al que se le puso el nombre de su padre, Alfonso.

Años más tarde, Alfonso XIII quiso ver físicamente a su padre, cuyo cadáver había sido embalsamado y llevado al Escorial. Acompañado de su madre bajaron las escaleras que conducen al Panteón Real.  La Reina entonces  da la orden de abrir la sepultura y sacar el sarcófago de su esposo. El asombro embarga toda la escena cuando comprueban que el cadáver del Rey está perfectamente conservado, sin una mácula, con el uniforme de Capitán General con su fajín y su sable. Como dormido. Su hijo no pudo contener la emoción y las lágrimas. Se volvió a su madre y le comentó:
– ¡Qué guapo era papá!, ¿verdad que sí, mamá?
– Sí, hijo mío; era muy guapo.
La caja de plomo se cierra herméticamente para siempre.

También para España se cerraba, durante mucho tiempo, sus esperanzas.

ALFONSO XIII

 

En este año me encargaré de las riendas del Estado, acto de suma trascendencia tal y como están las cosas, porque de mí depende si ha de quedar en España la Monarquía Borbónica o la República. Porque yo me encuentro el país quebrantado por nuestras pasadas guerras, que anhela por un alguien que la saque de esa situación; la reforma social a favor de las clases necesitadas; el Ejército con una organización atrasada a los adelantos modernos; la Marina sin barcos; la bandera ultrajada [subrayado en el original]; los gobernadores y alcaldes que no cumplen las leyes, etcétera… En fin, todos los servicios desorganizados y mal atendidos. Yo puedo ser un Rey que se llene de gloria regenerando la Patria, cuyo nombre pase a la Historia como recuerdo imperecedero de su reinado, pero también puedo ser un Rey que no gobierne, que sea gobernado por sus ministros y, por fin, puesto en la frontera. Yo siempre tendré a manera de ángel custodio a mi Madre. Segundo ejemplar que nuestra Historia presenta; el primero, Dª María de Molina; el segundo, Dª María Cristina de Austria. Don Fernando IV pidió cuentas a su madre; mas yo eso nunca lo haré. Yo espero reinar en España como Rey justo. Espero al mismo tiempo regenerar la Patria y hacerla, si no poderosa, al menos buscada, o sea, que la busquen como aliada. Si Dios quiere para bien de España.” El 1 de enero de 1902 Alfonso XIII escribía estas palabras de su puño y letras y las dejaba para la historia como una declaración de principios y de lo que le aguardaba. Era consciente de las dificultades que le esperaban. Le quedaba aún un año para ser nombrado rey de España.

Aunque Alfonso XIII había nacido ya siendo rey.  Aunque no moriría siendo rey. Hijo póstumo de Alfonso XII, tuvo que Esperar hasta lo 16 años para gobernar, el 17 de mayo de 1902. Dieciséis años eran muchos para un país que se desquebrajaba. Tiempo suficiente para que, poco antes de su coronación España perdiera Cuba, Puerto Rico y Filipinas y, en África, la comarca del Rif fuera una sangría para los intereses españoles.

España se descosía y la crisis y las epidemias se cebaba con una población con un índice de analfabetismo del 60%, 80% en las zonas rurales.  La situación de violencia  era tal que él y su esposa, María Victoria de Battenberg, sufrieron un atentado cuando se dirigían al Palacio Real, del que, afortunadamente, salieron ilesos. Un activista anarquista, Mateo Morral, les lanzó una bomba en la calle Mayor. La situación política y social era tal que el capital general de Cataluña, Miguel Primo de Rivera, dio un golpe de Estado el 13 de septiembre de 1923 como único remedio para parar el caos. Un golpe que fue respaldado por el propio rey, encargándole al militar la formación de un nuevo gobierno. Este reconocimiento sirvió para que los republicanos le acusaran de ser él mismo el que organizara un golpe militar contra el Estado. Tras la caída de Primo de Rivera, el 28 de enero de 1930,  las manifestaciones antimonárquicas aumentaron por toda España.

Abdicó el 15 de abril de 1931, un día después de que los republicanos ganaran las elecciones, consciente de que su permanencia significaría una guerra civil, guerra que se produjo finalmente.  En la noche del 14 al 15 partió de Madrid hacia Cartagena al volante de su automóvil y desde allí se dirigió hasta Marsella en un buque de la Armada Española para trasladarse después a París. Su familia salió en tren desde Aranjuez a la mañana siguiente. El rey al abandonar España pronunció sus más famosas palabras: “espero que no habré de volver, pues ello sólo significaría que el pueblo español no es próspero ni feliz”.

Ni el rey volvió, ni el pueblo español fue próspero y feliz.

Pero esa es otra historia….

FIN

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