El Papamoscas

Cuando entramos por la Puerta de Santa María de la Catedral de Burgos, nos sorprende en lo más alto de la catedral una extraña figura con rasgos mefistofélicos. Un autómata que al dar las horas en punto, abre la boca desmesuradamente. Un personaje encerrado en la caja de un reloj hoy enmudecido pero que en un tiempo, al tiempo que abría su enorme boca, emitía un sonoro grito que provocaba la sorpresa de los visitantes. Un sonoro grito que enmudeció cuando un prelado de la catedral lo consiguió tan irreverente en un lugar de tanta santidad como la catedral que ordenó que se cortaran las cuerdas vocales del personaje y que hoy le impide acompañar su gesto con sonido alguno. Es el llamado Papamoscas.

¿Y cómo llegó aquí y por qué este curioso personaje?

Para contestar a estas preguntas hemos de trasladarnos a los tiempos del rey Enrique III el Doliente, rey de Castilla entre 1390 y 1406, llamado así por su precaria salud y que tenía la costumbre de acudir en secreto todos los días a la Catedral a rezar. Un día vio orar, frente al sepulcro de Fernán González, a una muchacha, quedando prendado de ella. Abstraído estaba mirándola cuando, de repente, ella volvió su cabeza y la mirada de ambos se encontraron, lo que turbó especialmente a la muchacha hasta el punto de que se levantó apresuradamente y salió de la Catedral. El rey la siguió en silencio hasta verla entrar en su casa.

Esta escena se repitió a partir de aquel día. El rey acudía a rezar, al acabar buscaba a la joven frente al sepulcro y ella al terminar regresaba a su casa con el rey caminando tras ella. Tan solo miradas y sonrisas intercambiaban ambos, sin que jamás uno ni otro intentara intercambiar palabra alguna.

Un día, mientras la muchacha se dirigía a su casa, dejó caer su pañuelo. Fue entonces cuando el rey se acercó con gran rapidez y se agachó a recogerlo. Pero no se lo devolvió a su dueña, sino que se lo guardó en su pecho y después entregó el suyo a la joven.

Sin mediar palabra alguna, ella lo recogió con gesto serio y se alejó apresuradamente en dirección a su casa. Tras entrar en ella, el rey oyó un doloroso lamento que se clavó en sus oídos.

Aquella fue la última vez que el rey vio a la muchacha.  Ni en la Catedral, ni por la calle volvió el rey Enrique a verla, a pesar de ir todos los días a buscarla y esperar horas y días para encontrarse con ella. Así pasó un año entero hasta que el rey finalmente intentó saber algo de ella. Dirigiéndose hasta su casa vio que allí no vivía nadie.  Preguntó entonces a un vecino sobre ello y le contestó que en aquella casa hacía varios años que no vivía nadie porque todos sus habitantes habían fallecido de peste negra. El rey se quedó muy sorprendido ante las palabras de aquel hombre y abandono el lugar compungido y confuso, sin encontrar explicación alguna ante lo que había ocurrido.

Tiempo después de todo aquello, el rey se encontraba paseando al caer el sol por el bosque cuando, de repente, seis hambrientos lobos le rodearon amenazadoramente. Lejos de asustarse, el monarca agarró su espada y se enfrentó con valentía a los lobos. Tres de ellos murieron, pero los otros tres resistían las estocadas del rey, hasta el punto que las fuerzas de este empezaron a decaer y el cansancio amenazaba su defensa.

A punto de sucumbir al ataque de los tres lobos, se oyó de repente un extraño grito que sorprendió a todos.  Asustados por el grito, los lobos huyeron entre los árboles. Inmóvil por el cansancio y la sorpresa, el rey vio como del bosque surgía una mujer de extraordinaria belleza, con el rostro contraído. El rey la reconoció inmediatamente: era la joven de la Catedral. Avanzó unos pasos hacia ella y le tendió su mano, pero la muchacha le detuvo y, sin cambiar su gesto le dijo: “Te amo porque eres noble y generoso como Fernán González y el Cid Campeador. Mas no puede ofrecerte mi amor. Sacrifícate como yo lo hago…”. Al instante, la joven cayó muerta. En su mano derecha tenía aún el pañuelo que le dio el rey Enrique.

Se alejó el rey de aquel lugar con el corazón roto y desconsolado. Llamó a un artesano moro y le ordenó que construyera un reloj veneciano para que lo colocara en la Catedral. Un reloj con forma humana que emitiera cada hora un grito que le recordara el que dio la joven para defenderle de los lobos y que además dijera las mismas palabras que le había dedicado antes de caer muerta.

Pero el rey no supo describir la belleza de su salvadora ni el sonido de su lamento y el relojero construyó el reloj pero no fue capaz de darle la apariencia de la joven ni de que su grito se asemejara al que lanzó la joven antes de pronunciar sus últimas palabras.  Solo pudo construir un autómata de extraña apariencia y emitir un extraño graznido que años después se ordenó enmudecer.  

Aquel extraño personaje, al que más tarde se le bautizó como el Papamoscas, marca las horas en la catedral. Está situado en la nave de la izquierda, según se entra por la fachada principal, llamada puerta de Santa María,  por encima del triforio, que asoma desde el talle sobre la esfera de un reloj.
Viste una especie de casaca roja, abotonada delante, con amplio cuello terminado en puntas y ceñido por cinturón verde. Con la mano derecha sostiene un papel de música y hace sonar la campana al paso de las horas, mientras abre y cierra la boca, sin emitir sonido alguno. Los cuartos de hora los marca su ayudante, llamado el Martinillo, una figura más pequeña y de cuerpo entero que espera sobre un pequeño balcón entre dos campanas. Con un martillo en cada mano da uno, dos o tres golpes, según sea el cuarto, la media o los tres cuartos, y cuatro golpes antes de la hora que entona, con sonido más grave, el Papamoscas.

Deja un comentario