El Niño de Atocha

La villa de Madrid está asociada, desde muy antiguo, a cuatro importantes vírgenes: la Almudena, su patrona; Santa María de la Cabeza, esposa de San Isidro; la Paloma y la Virgen de Atocha. Esta última se venera en la Basílica de la Virgen de Atocha, un templo adosado al Panteón de los Hombres Ilustres, casi frente a la estación de Atocha.

Esta virgen negra es tan antigua que, de hecho, está considerada como la más antigua de Madrid. Según la tradición,  fue tallada por Nicodemo y trasladada a España desde Antioquía y colocada en una ermita situada junto al río Manzanares, cerca de la actual Puerta de Toledo, cuando aún Madrid no era la capital de reino. Y hasta este lugar acudían los cristianos, en el siglo VII, para venerar a la virgen negra en tiempos de dominación musulmana, en un culto permitido en la antigua Magerit árabe. Un día, un noble caballero que acudía cada día a rezar ante ella, encontró que la virgen había desaparecido de la ermita. Tras buscarla sin descanso, la imagen fue finalmente descubierta en un cerro oculta entre unas plantas de esparto, o “atochas”. Fue entonces cuando se decidió construir, en aquel lugar, una ermita para que acogiera a la virgen. Desde entonces aquel lugar fue conocido como Atocha, y la virgen como Virgen de Atocha.

La talla de madera oscura y sin policromar que podemos ver en la Iglesia representa a la virgen sentada en un trono y sosteniendo al Niño al que ofrece una manzana. Este sostiene el Libro de la Sabiduría, atribuido a Salomón, en la mano izquierda mientras bendice con su mano derecha.  La talla mide 60 cm. de altura y corresponde al siglo XIII y sustituye a la original.

Ese Niño despierta una gran devoción desde la época musulmana y se extendió por el Nuevo Mundo y las colonias españolas de ultramar.

Estamos en plena dominación musulmana en la antigua villa de Magerit, inicio de la futura Madrid. Los árabes ejercen una fuerte represión contra la población cristiana, especialmente con los hombres, a los que encarcela para evitar cactos violentos contra sus tropas. Muchos de ellos dan con sus huesos en una prisión musulmana situada a las afueras de la villa, en un arrabal de Atocha.  Pero, además, el emir va más allá en su castigo contra aquellos que no quieren adjurar de su religión y les niega alimento alguno, permitiendo solo que sean los hijos de los prisioneros, y solo a los menores de 12 años, los que les lleven comida y agua para saciar su sed y su hambre. Es un duro y cruel castigo porque aquellos que no tienen hijos, o son muy mayores, no tienen derecho a ser alimentados y son, literalmente, condenados a morir.

Y así, mientras los niños acuden cada día a la prisión para atender a sus padres, los familiares de aquellos que no pueden ser alimentados acuden cada día al arrabal a orar en la pequeña iglesia presidida por la Virgen de Atocha. Y allí rogaban por la suerte de los suyos. Y la pedían su ayuda.

Pero algo extraño iba ocurriendo en aquella prisión. Pasaban los días y todo parecía normal. Cuando algún preso fallecía, lo hacia por enfermedad, no por hambre. Nadie se lo explicaba. Y preguntaban a los niños que cada día entraban que era de los presos. Y los niños afirmaban que a todos, absolutamente a todos, los presos les llegaba su ración diaria de agua y comida y que todos estaban alimentados. Y los carceleros vigilaban que los niños solo alimentaran a sus padres. Nadie entendía que estaba pasando

Poco tiempo después, los niños comenzaron a contar que existía un rumor de que un niño pequeño acudía cada noche, cuando todos estaban durmiendo y todo estaba en silencio, y alimentaba a aquellos que no tenían hijos. Nadie lo conocía, y nadie entendía como los centinelas no reparaban en su presencia. Y, aunque había doblado la vigilancia, a la mañana siguiente, los cuencos estaban llenos de comida y las vasijas de agua.

Cundo escucharon esta extraña historia, todos entendieron que los ruegos a la Virgen de Atocha habían sido escuchados. Y acudieron a darles las gracias por ello. Ante la imagen todos se arrodillaron con devoción. Y observaron algo extraño: El Niño Jesús que estaba en los brazos de la Virgen tenía los zapatos gastados. De inmediato, fueron a buscar otros nuevos y se le cambiaron. Pero según pasaba el tiempo, los nuevos zapatos también se iban gastando. Volvieron a cambiárselos, pero sucedió lo mismo. Todas comprendieron que aquel Niño Jesús parecía ser quien cada noche acudía a la prisión a alimentar a los presos. Y la devoción a la Virgen de Atocha, y al Niño, se hizo muy popular.

En la Basílica de Atocha siempre hubo una imagen de un Niño Jesús, porque los dominicos promovían en sus iglesias la devoción al  Santo Nombre de Jesús. En la segunda mitad del siglo XX, al perderse la que había, se volvió a colocar una imagen del Niño Jesús, pero esta vez un Santo Niño de Atocha, quien se encuentra al fondo de la iglesia, junto  la puerta. Aparece vestido de peregrino con la «concha de Santiago» y sosteniendo una cesta con alimentos.

Pero aquel Niño, y la Virgen, convirtieron la leyenda en el origen de una devoción que cruzó el océano Atlántico durante el descubrimiento de América. Una leyenda apoyada en la española.

En Méjico, los conquistadores españoles llegaron a un lugar donde descansaron. En aquel lugar existía una mina de plata, tazón por la cual le llamaron Plateros. Un día, unos mineros llevaron a una mula a que bebiera de un lago cercano y, cuando le quitaron las cajas que portaba sobre su lomo para que bebiera, la mula salió huyendo sin que pudieran alcanzarla. Los mineros descubrieron en una de las cajas una moneda de plata y un Cristo. Los españoles decidieron construir allí una iglesia y su capitán ordenó traer de España una imagen de Nuestra Señora de Atocha, la cual colocó en el altar,  junto con el Cristo de plata.

Tiempo después, en una de las minas se produjo una explosión y muchos mineros quedaron atrapados en la mina. Sus esposas y familiares acudieron a la iglesia a orar ante la Virgen de Atocha. Entonces, descubrieron que el Niño no se encontraba en los brazos de su madre, pues había acudido donde se encontraban los mineros atrapados para darles comida y agua, y para mostrarles el camino de salida de la mina. Los mineros salieron con vida y el Niño apareció con los zapatos sucios y gastados.  Al Santo Niño de Atocha se le colocó en una caja de cristal para que todos los vieran y lo adoraran; se convirtió en el Patrón de esa comarca y en el protector de los mineros. 

Y hoy en día, los peregrinos siguen acudiendo a Plateros en Navidad para llevarle regalos. Y la fama del Niño de Atocha se fue extendiendo por las colonias españolas, por toda Hispanoamérica y Filipinas.