Santas Justa y Rufina

Estamos en el año 287 en la antigua Hispalis bajo la dominación romana, una época en la que dominaba el culto a los dioses romanos. Uno de ellos celebraba una fiesta durante la primavera en honor a la diosa. Durante la misma,  mujeres que rendían su culto recorrían las calles llevando una figura de barro cocido que representaba a la diosa mientras cantaban y bailaban en su honor y pedían por todas las casas dinero para el culto. Llegaron a casa de Justa y Rufina, dos hermanas cristianas que vivían en la fe y en el  conocimiento del Evangelio. Con apenas 18 y 16 años respectivamente, estas muchachas de clase acomodada vivían de su taller de alfarería situado en el barrio de Triana, al tiempo que ayudaban a los más necesitados. Las paganas entraron en su casa y les exigieron dinero y que veneraran el ídolo. Estas les contestaron que solo adoraban al Dios cristiano y arrojaron la figura al suelo, rompiéndose en pedazos.  Las paganas, encolerizadas, se lanzaron sobre ellas y las llevaron hasta  Diogeciano, prefecto de Sevilla. Este las hizo detener, amenazándolas con torturarlas si persistían en su culto cristiano, mientras les ofrecía la libertad si adoraban a los ídolos romanos.

Justa y Rufina se negaron a aceptar el ofrecimiento del prefecto y se afirmaron en su fe cristiana. Diocleciano cumplió entonces su amenaza y ordenó torturar a las dos hermanas para obligarlas a negar su fe cristiana. Pero estas resistían los tormentos y cuánto más dolor sentían más se afirmaban en su religión. Ante ello, Diocleciano ordenó encerrarlas en una oscura y lóbrega cárcel, prohibiendo darles de comer y beber hasta que no cediesen a sus exigencias.

Las hermanas resistían su encierro rezando a Dios sin dar la menor evidencia de ceder ante sus torturadores. Durante su encierro recibían la visita de la Virgen que les ayudaba a soportar los dolores. Entonces Diocleciano las obligó a seguirle, caminando con los pies descalzos, en su viaje a Sierra Morena. Tampoco cedieron las dos hermanas y cumplieron el castigo encomendándose a su religión. Finalmente el prefecto ordenó encarcelarlas de nuevo hasta que murieran de hambre. Justa, agotada y debilitada, fue la primera en dar su vida por fe.  El prefecto mandó lanzar su cuerpo a un pozo, siendo rescatado por  el obispo Sabino.

Diocleciano estaba dispuesto a salirse con su propósito con Rufina. Pensaba que, ante la muerte de la hermana, aquella no resistiría y cedería a su voluntad.  Pero no fue así. Entonces ordenó llevarla al anfiteatro de Itálica y echarle a un león furioso y hambriento para que la despedazase. El león se acercó lentamente  a Rufina y tras detenerse ante ella, comenzó mansamente a lamer sus ropas. Encolerizado el prefecto, mandó finalmente degollarla y quemar su cadáver para evitar el robo de su cuerpo para su posterior adoración, como en el caso de su hermana. Pero el obispo Sabino recogió las cenizas y las sepultó junto a los restos de Justa. Su culto se extendió pronto por toda la iglesia. Hoy, las dos mártires, Santa Justa y Santa Rufina son veneradas y adoradas en toda España, siendo las patronas de los alfareros, por serlo ellas mismas en Sevilla. La imagen de las dos hermanas podemos apreciarla en la Catedral de Sevilla, bien en un cuadro en la que aparecen las dos hermanas junto a la Giralda, o, con idéntico motivo, en una de las vidrieras del templo.

El cuadro que aparece en este artículo fue realizado por Francisco de Goya, por encargo del Cabildo Catedralicio en el año 1817. Representa a las dos Santas Mártires de Sevilla. Santa Justa y santa Rufina aparecen de cuerpo entero, vistiendo amplias túnicas, como mujeres del pueblo, portando en sus manos los cacharros que realizaban y las palmas del martirio. Elevan sus miradas hacia el cielo de donde reciben los rayos de la bendición divina, mientras que a sus pies encontramos un león y una estatua clásica rota, símbolos de la fuerza de la religión católica ante el paganismo. Detrás de ellas observamos la silueta de la catedral y la Giralda.

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