06. MUERTE DE JUAN DE ESCOBEDO (1579)

1. El asesinato

En aquella Corte española de 1578, diecisiete años más tarde de que Felipe II trasladara la capital a Madrid, la austeridad y la tristeza eran sus principales características. Por eso, aquel personaje contrastaba en aquel grisáceo ambiente. Pero aquel personaje podía permitirse destacar. Y es que Antonio Pérez era un hombre importante en la Corte de Felipe II. Como tal, su vida disfrutaba de un lujo y boato, incluso algo excesivo en aquel tiempo. A sus 38 años, Pérez era todo un galán cortesano, y por ello elegante, que gustaba mucho de los perfumes. Su padre, Gonzalo Pérez, había sido secretario de Carlos I, padre de Felipe II, razón por la cual siempre buscó favores para su hijo, consiguiendo que le nombrara secretario de Felipe. Desde joven, Antonio Pérez se distinguió por su inteligencia y habilidad para la política, cualidades que interesaron mucho a Felipe II. Con el tiempo, el poder de Antonio Pérez lo convirtió en un hombre influyente, lo que aprovechó para ganar poder e influencia. Tal era así que los que llegaban a la Corte visitaban primero su palacio de Madrid y le llevaban regalos para ganarse su favor. Incluso, según cuentan, el embajador del duque de Toscana, llegó a Madrid con dos mil escudos como dote para el secretario del Rey.

Pero no todo era positivo para Antonio Pérez. El otoño anterior había llegado a la capital del Reino desde Flandes Juan de Escobedo, alguien que preocupaba mucho a Antonio Pérez. Los historiadores aseguran que tal temor era producto de que Escobedo conociera el tráfico de influencias que practicaba Pérez, o que aquel conociera la relación amorosa de este con la Princesa de Éboli, doña Ana de Mendoza y de la Cerda. O tal vez las dos razones.

Felipe II
Felipe II

La relación entre Antonio Pérez y Juan de Escobedo comienza en 1574, cuando el secretario del Rey nombra a su antiguo discípulo, entonces secretario de Hacienda, como secretario personal de don Juan de Austria, con la intención de que le mantenga informado de todos los movimientos del hermanastro del Rey, por aquel entonces gobernador de los Países Bajos. La estrategia de Pérez resultó un fracaso, pues Escobedo se convirtió en un eficaz colaborador de don Juan y no solo no informaba a su mentor de sus movimientos sino, al contrario, venía a España reclamando, en nombre del don Juan, más dinero y tropas para la guerra de Flandes.

Sería en uno de sus viajes, en realidad el último de ellos, a principios de 1578, cuando Escobedo se entrevista con Antonio Pérez y le recrimina su actitud con don Juan y su tráfico de influencia, así como la relación carnal existente con la princesa de Éboli, Ana de Mendoza y de la Cerda, viuda de Ruíz Gómez de Silva, antiguo protector de ambos y amigo y consejero de Felipe II. En un momento de la discusión, amenaza a Pérez con contar al Rey todo lo que sabe, intentando chantajear a Pérez si no cambiaba su actitud con respeto al don Juan.

Antonio Pérez
Antonio Pérez

La reacción de Antonio Pérez a las amenazas de Escobedo es contarle al Rey las intenciones de don Juan y de Escobedo de usurpar su trono. Así, presenta al hermanastro del Rey y a su secretario como dos conspiradores que planeaban derrocarle. Para ello, inventó una supuesta conversación secreta entre don Juan y el Papa Gregorio XIII con el duque de Guisa, noble francés y enemigo de Felipe II. El carácter desconfiado de este le lleva a creer las acusaciones de Pérez sobre las ambiciones de su hermano en Flandes, ya que además conocía la intención de su hermanastro de invadir Inglaterra con ayuda del Papa en apoyo de la reina católica María Estuardo.

En este escenario, Felipe II se muestra dispuesto a ordenar su detención, pero Pérez le convence de que aquello solo servirá para que Juan de Austria lo tome como un ataque contra él y actúe en consecuencia. Era preciso actuar de otra forma. Más expeditiva y definitiva. El prudente rey no aprobaba lo que pretendía hacer su secretario, pero coincidía con él en que algo había que hacer. Tras una larga conversación, el rey accede a los planes de Pérez. Años más tarde, durante el proceso a Antonio Pérez por el asesinato de Escobedo, Felipe II reconocería que su secretario “sabe muy bien la noticia que yo tengo de haber él hecho matar a Escobedo, y las causas que me dijo que había para ello”.

En un principio, Antonio Pérez intenta matar a Escobedo envenenándole la comida, Así, en una cena celebrada a principios de año, Diego de Martínez, mayordomo de Antonio Pérez, depositó unos polvos en una comida en la casa que el secretario del Rey tenía en la Plaza del Cordón. Sin embargo, el veneno solo provocó una pequeña indisposición en el secretario de don Juan. Pérez entonces sobornó a un criado de Escobedo para que echara los polvos en la comida de Escobedo en su propia vivienda familiar. Escobedo en esta ocasión notó un olor extraño en la comida y acusó a una esclava morisca que trabajaba la cocina de intentar envenenarle. La esclava fue arrestada y torturada, tras lo cual confesó sorprendentemente su culpabilidad, pero diciendo que su verdadero objetivo era la esposa de Escobedo, quien le propinaba gran número de palizas. Fue ahorcada por el supuesto intento de envenenamiento. Estos fracasos obligaron a Antonio Pérez a utilizar métodos más expeditivos. Con ayuda del mencionado Diego Martínez, su mayordomo, contrató a Antonio Enríquez, antiguo paje del secretario; Miguel Bosque, amigo de Enríquez; Juan de Mesa, otro antiguo criado de Pérez; y a los sicarios, Juan Rubio e Insausti, un hábil espadachín.

Asesinato de Escobedo
Asesinato de Escobedo

Eran las nueve de la tarde de aquel 31 de marzo de 1578, lunes de Pascua. Juan de Escobedo se dirigía a su casa de Madrid, cercana al antiguo Alcázar, acompañado de a dos criados y un paje, los cuales iban alumbrando su paso con antorchas. Según cuentan, venía de visitar a Brianda de Guzmán, esposa del noble Sancho de Padilla, con quien al parecer mantenía relacionen íntimas. Otras fuentes aseguran, sin embargo, que venía de visitar a otra dama, la Princesa de Éboli, a la que también habría amenazado de contar sus relaciones, políticas y carnales, con Antonio Pérez al Rey. Sea una u otra dama, lo cierto es que al atravesar la callejuela del Camarín de Nuestra Señora de Atocha, junto a la Iglesia de Santa María, tres hombres armados, que se encuentran escondidos armados esperándole, le salen al paso. Uno de ellos, Insausti, atraviesa con su espada a Escobedo de una sola y mortal estocada. El secretario se desploma del caballo. Los criados de Escobedo y los testigos del crimen intentan retener a los asaltantes. Juan Rubio, consigue escapa y esa misma noche sale de Madrid hacia Alcalá. Los otros dos sicarios consiguen escapar, dejando tras de si una capa y un pistolete. Escobedo es llevado a una casa próxima, donde inútilmente acuden los médicos: el herido muere sin que tenga tiempo siquiera de confesarse.

A primera hora de la mañana siguiente, Felipe II, que se encontraba en San Lorenzo de El Escorial, recibe una nota del también secretario, Mateo Vázquez, que le comunica el asesinato. La noticia no sorprende del todo al rey. Estaba claro que Antonio Pérez había cumplido lo que le había propuesto, tal vez sin su permiso, pero si con su conocimiento, lo que le podía complicar. Guardó silencio y esperó acontecimientos. San Lorenzo del Escorial estaba demasiado lejos para que la sangre de Escobedo llegara allí.

Se equivocaba.

2. El arresto

Muerto Escobedo, Antonio Pérez parecía haber conseguido el propósito de librarse de su principal enemigo. Durante los días y meses siguientes gozó de la protección de Felipe II, que rechazó todas las acusaciones en su contra. Los enemigos de Pérez, especialmente el secretario real, Mateo Vázquez veían en el asesinato de Escobedo, no un crimen de unos forajidos que habían intentado robarle, sino un asesinato de Estado y era necesario esclarecer el crimen y castigar a los culpables como forma de evitar los rumores sobre la complicidad de Rey en el asunto, así como la oportunidad de acabar con Antonio Pérez, principal sospechoso y del que todo el mundo conocía sus manejos.

Mientras, el Rey intentaba mantenerse al margen de los asuntos. Su principal preocupación en la Corte era la princesa de Éboli, viuda del Ruiz Gómez de Silva, antiguo secretario suyo, una mujer misteriosa e instigadora a la que, además, los rumores señalaban como amante de Antonio Pérez, lo que era otro motivo de preocupación. Había descubierto que la princesa negociaba el matrimonio de una de sus hijas con el rey de Portugal, algo que, en todo caso, correspondía al propio Rey quien, desde luego, no entraba en sus planes ningún matrimonio de esas características.

Unos meses más tarde, el 1 de octubre de 1578, muere en Flandes don juan de Austria. Enterado del asesinato de su fiel amigo y compañero, cayó en una profunda depresión, que se complicó después con la epidemia de tifus que asoló los Países Bajos, aunque su muerte se debió a unas hemorroides mal curadas. Fue entonces cuando el Rey recibió toda la correspondencia y documentación que éste poseía en los Países Bajos. En la misma, Felipe II pudo comprobar la amargura de su hermano por no haber obtenido jamás ayuda alguna de él, y lo duro que fue la muerte de Juan de Escobedo, que más parecía una respuesta a sus demandas. Pero además, pudo comprobar lo lejos estaba su hermano de pretender traicionarle y alzarse contra él. Comprendió entonces Felipe II que no eran ciertas las acusaciones de su secretario contra su hermanastro.

Las presiones de la familia de Escobedo le obligan a que la noche del 28 de julio de 1579 Felipe II ordene el arresto y prisión de dos de los personajes más notables de la corte: Antonio Pérez, secretario y ministro del Rey; y de Ana de Mendoza y de la Cerda, princesa de Éboli, viuda de Ruy Gómez de Silva, antiguo secretario del Rey y uno de sus más principales colaboradores. Pérez es conducido a la casa del alcalde de corte Álvaro García de Toledo, donde quedará retenido; mientras que la princesa es trasladada aquella misma noche a la torre-prisión de la villa de Pinto. Las circunstancias en las que se desarrollaron ambos arrestos dieron mucho que hablar entre los cortesanos y nobleza española, especialmente la situación de prisión de Ana de Mendoza, cautiva, además, sin una razón objetiva, toda vez que el acusado del asesinato de Juan de Escobedo era Antonio Pérez. El Rey había tomado esta decisión empujado por las sospechas de complicidad sobre su persona en el asesinato de Escobedo, cuyo autor material se atribuía a su secretario. En todo caso, al Rey se le señalaba, no tanto como ordenante o autor material del asesinato, sino como el que lo autorizó o, al menos, conocedor del mismo, sin que hiciera nada por evitarlo.

Y es que la muerte de Escobedo era consecuencia de la acusación de traición de este y de su mentor, don Juan de Austria, a quien Pérez había acusado de ambicionar la corona. El rey siempre había tenido celos de la popularidad de su hermanastro, alcanzada merecidamente tras su victoria en la batalla de Lepanto en 1571. Desde entonces, cada movimiento de don Juan era visto con recelo por Felipe II. Aunque la apoyaba, desconfiaba de la intención de invadir el Reino Unido, primero para apoyar a la reina católica de Escocia, María Estuardo, con quien ambicionaba contraer matrimonio y de esa manera convertirse él mismo en rey. Tampoco veía con buenos ojos su gobierno en Flandes y la amistad con el conde de Guisa. Felipe II nunca había atendido la petición de dotar de más dinero y tropas para sus tercios de Flandes porque era consciente que ello serviría para ayudar a la reina escocesa. De nada servía el apoyo del Papa, el cual ayudaba económicamente a don Juan e incluso expedía la bula pontificia para llevar a cabo sus intenciones. Tampoco Felipe II concedía a don Juan su deseo de que le nombrara Infante de España, lo que daba el título de alteza.

Don Juan de Austria
Don Juan de Austria

Aquel rey receloso y desconfiado solo tenía confianza en su secretario, Antonio Pérez, lo que convirtió a este en el hombre más poderoso en la Corte. Ambos despachaban juntos los asuntos de Estado, ambos compartían secretos y no había decisión alguna que no contara con el visto bueno del secretario, lo que convirtió a este en mucho más que un secretario: un valido o ministro plenipotenciario. Pero la habilidad, inteligencia e instrucción de este le servía para ocultar su verdadero carácter y personalidad, como era la ambición, la inmoralidad y el lujo. Algo que aprovechó en beneficio propio y en perjuicio de sus enemigos.

El primero, Juan de Escobedo. Este, durante su última visita a España, con el encargo de don Juan de Austria de solicitar al Rey más dinero y tropas, se entrevistó con Pérez, amenazándole con contar a Felipe II sus turbios manejos políticos y la utilización de la figura del Rey para su propio beneficio, además de contar sus relaciones íntimas con la Princesa de Éboli. El segundo, su gran enemigo, don Juan de Austria, a quien Pérez acusó repetidamente de conspirar contra Felipe II.

Así, no fue difícil convencer al Rey de la necesidad de acabar con Escobedo, bajo la excusa de que este era un colaborador y un instigador al servicio de su hermanastro. Y, el rey, que ya había apartado del lado de don Juan de Austria a su también secretario, Juan de Soto, accedió al plan de Pérez. Al principio, pensó en cesarlo y encarcelarlo, pero Pérez le dijo que ello no sería conveniente y provocaría a don Juan. Era necesario ser más expeditivo y acabar con su enemigo de manera definitiva. Era difícil que el Rey disimulara ignorancia sobre lo que le proponía su valido, porque evidentemente sus palabras no admitían interpretación benévola alguna. Estaba claro a qué se refería Pérez. Felipe II contestó con su silencio, que era la respuesta más clara que podía hacer en ese momento. La muerte de Juan de Escobedo estaba decretada. Antonio Pérez intentó envenenarle en dos ocasiones, ambas sin éxito, por lo que buscó y pagó a varios sicarios para llevar a cabo su perversa acción. Escobedo murió de una estocada en plena calle, con nocturnidad y alevosía. Es evidente que el asesinato parecía tener un doble motivos: el político, para Antonio Pérez, por el que Escobedo era una amenaza para sus intereses; y el de Estado, para el Rey, pues Escobedo era un hombre de confianza para don Juan de Austria y una amenaza a su corona. Y este era el motivo por el que, desde el principio, se responsabilizó la muerte de Escobedo a Felipe II, bien por acción, siendo ordenado por él mismo; bien por omisión, al permitir que Antonio Pérez lo hiciera.

Princesa de Éboli
Princesa de Éboli

Y sin embargo, estudiada la situación en profundidad, el asesinato de Escobedo tenía un interés especialmente personal, pues las amenazas de este contra el secretario del Rey lo eran, especialmente en lo que se refería a las relaciones íntimas con la Princesa de Éboli, doña Ana Mendoza de la Cerda, hija única de los condes de Mélito, y viuda entonces del príncipe Ruy Gómez de Silva, duque de Pastrana , protector en su día, tanto de Escobedo como de Pérez, y a quien debía el puesto de secretario del rey, principal motivo que utilizó Escobedo para afear la conducta de Pérez con la princesa, acusándole de traicionar la confianza de Ruy Gómez para conseguir, por un lado, el corazón de la princesa; y por otro, el apoyo del rey. Ambas conocidas por todos. Las intimidades amorosas con Ana de Mendoza eran el principal motivo de murmuración en la corte madrileña. La princesa enviaba regalos de gran valor a Pérez desde su palacio de Pastrana, y este hacía suyo las cosas de la princesa. Fruto de esos rumores fueron los comentarios de la princesa en relación a la supuesta homosexualidad de Pérez a causa de su exceso en el uso de los perfumes como forma de desviar la atención. Existe también la teoría de que Pérez y la Princesa de Éboli temían que Escobedo contara al Rey sus relaciones íntimas porque este, a su vez, había sido amante de la Éboli, e incluso aseguran que el duque de Pastrana, hijo de la princesa de Éboli, era también de Felipe II.  Pero esta teoría carece de lógica, y tal vez de realidad. Por un lado, las relaciones entre ambos amantes eran conocidas por toda la corte, y evidentemente, también debería serlo por el rey. En cuanto a la supuesta paternidad de Felipe II del hijo mayor de la princesa no existen datos suficientes que lo acredite. Es cierto que Felipe II, siendo aún príncipe, concertó el matrimonio entre la princesa con Ruy Gómez y que asistió a ella en persona; y que concedió entonces a Ruy Gómez una renta perpetua de 6.000 ducados; como era cierto la confianza y familiaridad con la princesa. Pero también es cierto que aquella relación podía ser perfectamente normal. Y no hay que olvidar que Ana de Mendoza e Isabel de Valois, esposa de Felipe II, era amigas íntimas, algo ilógico de haber habido relaciones entre ellos que excediera el ámbito de confianza.

Con Escobedo muerto, la principal sospecha y acusación contra el Rey fue su inacción. Para empezar, no se prendió a ninguno de los asesinos y todos consiguieron escapar, recibiendo la recompensa prometido, a pesar de ser todos conocidos e identificados. Todos marcharon al ejército con salvoconductos proporcionados por Pérez y firmados en blanco por el Rey: uno a Milán; otro, a Nápoles; y los demás, a Sicilia. Mientras, la familia del desgraciado Escobedo, con más indicios que pruebas sobre los autores del asesinato, apoyada por otro temible enemigo de Antonio Pérez, como era Mateo Vázquez, otro de los secretarios del rey, no cesaba de señalar a Pérez y a la princesa de Éboli como autores intelectuales del crimen, pidiendo al Rey que abriera una causa contra ellos y se investigara el asesinato.

Será entonces cuando la pasividad de Felipe II le convierta a él mismo en sospechoso como cómplice del asesinato. Cuando finalmente, la circunstancias le obligan a investigarlo, la actitud de apoyo a su secretario abonará esta sospecha. Antonio Pérez se quejaba ante el Rey de la persecución contra él por parte de sus enemigos, especialmente de Mateo Vázquez. A estas quejas el Rey le respondía con cariñosa familiaridad, tranquilizándole y prometiéndole que no le abandonaría nunca.

Y, en un primer momento cumplió su palabra. Solicitó al presidente del Consejo de Castilla, Antonio Pazos, obispo de Córdoba y amigo de Pérez, que hablara con el hijo de Escobedo para que desistiera de la acusación, porque no había prueba alguna de que ambos, Pérez y la de Éboli, fueran culpables de la muerte de su padre. Fue mucho más que un consejo y más una orden. Tanto, que el hijo de Escobedo retiró las acusaciones. No así el secretario Mateo Vázquez, que insistió en la demanda.

Antonio Pérez solicitó entonces al rey que le permitiera retirarse de su puesto en la corte, pero Felipe no accedió. También la princesa de Éboli se quejó, de manera altiva, al rey sobre la conducta de Vázquez, aunque a esta el rey le contestaba con evasivas, sin darla ni quitarla la razón. Todo lo más, intentaba reconciliar a la princesa con el secretario Vázquez, por medio de fray Diego de Chaves, su confesor. Con escaso éxito, sin embargo, pues no era fácil la Éboli de convencer. Recordemos los constantes enfrentamientos entre la princesa y Teresa de Ávila en el convento de Pastrana, donde se retiró la Éboli al fallecer su marido. Al final la santa tuvo que ceder y marcharse del convento ante las salidas de tono de la princesa. Intentó también Felipe II reconciliar a ambos secretarios, sin éxito también.

Estos intentos de reconciliación entre unos y otros son los que han alimentado los recelos sobre la conducta de Felipe II y su interés en proteger a Antonio Pérez, toda vez que el único acusado del asesinato era el secretario, con la complicidad de la princesa, sin que nadie señalara al rey. Incluso Mateo Vázquez le aconsejaba que actuara inmediatamente para evitar que la corona se viera manchada con el asesinato. Es difícil conocer la intención de Felipe II en su proceder o, por mejor decir, su no proceder. Tal vez era ganar el tiempo suficiente para conocer la verdad, bien sobre el autor del asesinato; bien sobre las relaciones amorosas entre los sospechosos. Tal vez conocido esto segundo, de acuerdo con el confesor fray Diego de Chaves y con el conde de Barajas, ordenó la prisión de Pérez y de la princesa, aquella noche 28 de julio de 1579, año y medio después del asesinato de Escobedo, el 31 de marzo de 1578. Se dice incluso que el rey presenció en persona de la detención de la princesa oculto en la puerta de la iglesia de Santa María, frente a la casa en que vivía ella. En ninguno de los dos casos las detenciones fueron por el asesinato de Escobedo, sino que fueron explícitamente “por orden del Rey”.

Al día siguiente, por orden del rey, el cardenal de Toledo acudió a consolar a la esposa de Antonio Pérez, doña Juana Coello; y a su propio confesor, Diego Chaves, a visitar a Pérez en su cautiverio, para tranquilizarle, a pesar de que se encontraba en la casa del alcalde García de Toledo, donde estuvo cuatro meses, tras los cuales se le permitió volver a su casa. Allí se le presentó en nombre del rey el capitán de su guardia don Rodrigo Manuel a pedirle que jurara amistad a Mateo Vázquez, y se comprometiera a no hacerle daño alguno a él ni a su familia, algo a lo que accedió Pérez, razón por la cual continuó arrestado en su casa bajo vigilancia durante ocho meses más, tras los cuales se le permitió salir a misa y a pasear y recibir visitas. En esta especie de arresto domiciliario, a Pérez se le permitía despachar con sus oficiales, manteniendo incluso correspondencia con Madrid y Lisboa cuando Felipe II fue a Portugal a tomar posesión de aquel reino. Incluso se comunicaba con la princesa de Èboli estando ésta encerrada en su palacio de Pastrana. Contrastaba la situación de Pérez con la de la princesa, quien fue encerrada aquella misma noche en la torre de Pinto, en unas penosas condiciones, acompañada de su hija y de su aya, sin poder recibir visita alguna y permanentemente vigilada, hasta el punto que cuatro meses después tuvo que ser trasladada al castillo de Santorcaz porque su salud estaba seriamente dañada a causa de las duras condiciones del encierro. Tras recuperar su salud en Santorcaz, se autorizó su traslado a su palacio de Pastrana, pero sin poder salir a la calle y sin recibir visitas, permitiéndosele únicamente salir al balcón de su habitación durante una hora diaria. Otro misterio más en el comportamiento de Felipe II, que se negaba a liberar a la princesa a pesar de las peticiones que miembros de la nobleza, alguno muy influyente como el duque del Infantado, hacían al Rey.

De esta manera, Felipe II creyó que así zanjaba el asunto. Por un lado, la detención de Pérez acallaba los rumores sobre su complicidad con él en el asesinato de Escobedo; y por otro, se libraba de dos molestos personajes, como eran el propio Pérez y la princesa de Éboli. Se equivocaba otra vez.

Aquello era el principio de su leyenda negra.

  1. El proceso

En esta situación de indeterminación y de favoritismo hacia Pérez, Felipe II se vio obligado, ante la insistencia de la familia de Escobedo y de Mateo Vázquez, en 1582 a dar orden al presidente del Consejo, Rodrigo Vázquez de Arce, para que abriera proceso contra Antonio Pérez. Así, el 30 de mayo comenzaron a tomarse declaraciones que duraron hasta mediado el mes de agosto. De las declaraciones de los testigos se dictaron gravísimos cargos contra Pérez: sus manejos con el dinero público, su tráfico de influencias, las donaciones realizadas por los príncipes y virreyes de Italia y los sobornos y prebendas pagadas por miembros de la corte. Todo ello justificaba el lujo y el boato con el que vivía el acusado, alguien que, pese a no haber recibido ni heredado hacienda alguna de su padre, poseía una fortuna inmensa, y vivía con más esplendidez que ningún grande de España. Que mantenía veinte o treinta caballos, coche, carroza y litera, y multitud de criados y pajes. Que se había mandado hacer una cama igual a la del rey. Que organizaba juegos de apuesta en su casa, a la asistían el almirante de Castilla, el marqués de Auñón y otros personajes de la nobleza, donde se apostaban grandes cantidades de dinero. Y, por supuesto, que su relación con la princesa de Éboli era escandaloso, y recibía de ella grandes y costosos regalos. Y finalmente, que ambos, eran acusados de la muerte de Juan Escobedo. La sensación era que los testigos habían sido buscados para la ocasión y que sus declaraciones atendían más al injustificante lujo, a la mal conseguida opulencia, a las distraídas costumbres y a la ilícita amistad de Pérez con la de Éboli. ¡Ah!, sí. También del asesinato de Escobedo, pero esto parecía lo menos importante. Sobre todo comparado con todo lo anterior. A pesar de estas acusaciones, la prisión de Pérez no se le agravó, y continuó en su arresto domiciliario. Lo que alimentaba, más si cabe, el misterio de la actitud del rey con Pérez. Y la pregunta era clara: ¿qué secretos había entre ambos? O lo que es peor: ¿qué acuerdos?

A principios de 1585, sin embargo, se produjo un curioso asunto. Tras las constantes denuncias de la familia de Escobedo, se hizo una revisión de los asuntos judiciales, descubriéndose que existía una condena contra Antonio Pérez, de la cual no se le había dado traslado al procesado, por haber revelado secretos de su cargo, haber manipulado cartas diplomáticas y la correspondencia de Juan de Escobedo y otros delitos, de los cuales, en realidad, podía haber justificado Pérez por razón de su cargo y por la autorización que por parte del rey tenía para hacerlo. Sin embargo se le condenó, sin las acostumbradas formalidades y por única sentencia, en treinta mil ducados de multa, suspensión de su cargo por diez años, dos de reclusión en una prisión, y concluidos estos, ocho años de destierro de la corte. En cumplimiento del mandato judicial fueron dos alcaldes a prenderle a su casa de la calle del Cordón, donde hallaron a Antonio Pérez en su peculiar situación de detención conversando tranquilamente con su esposa doña Juana. Mientras le exponían los detalles, Pérez aprovechó un despiste y saltó por una ventana a la calle, junto a la iglesia de San Justo. Tras descubrir su fuga, acudieron los alcaldes a la iglesia, cuyas puertas hallaron cerradas. Tras forzarlas, entraron en el templo y lo registraron escrupulosamente, hasta encontrar a Antonio Pérez. Tras aprehenderle, le metieron en un coche y le llevaron al castillo de Turégano, en Segovia, donde empezó a cumplir su condena. Es decir, condenado por abusos realizados durante su cargo político, no por el asesinato de Juan de Escobedo.

Evidentemente, aquella detención y posterior prisión para el secretario del Rey trajo consecuencias y enfrentamientos entre las autoridades eclesiásticas y civiles, tanto por la detención como por las formas. Las eclesiásticas hicieron una dura crítica contra los alcaldes por considerar que habían violado un lugar sagrado, ordenando restituir al procesado a la iglesia. Durante el tiempo en el que ambas partes pleiteaban, Felipe II, en 1585, viajó a Aragón para celebrar Cortes, acompañado de Rodrigo Vázquez, presidente del Consejo y juez de la causa que había condenado a Pérez, quien aprovechó para tomar declaración Antonio Enríquez, uno de los asesinos que había huido Aragón tras el asesinato, el cual quería vengarse de Pérez porque se sentía traicionado. La declaración de Enríquez descubrió toda trama en todo lo relacionado con el asesinato de Escobedo y todas las personas que habían participado en ello, señalando como instigador de todo a Antonio Pérez. Felipe II zanjó entonces todo pleito sobre las condiciones de su prisión y ordenó que el condenado continuara en Turégano.

Antonio Pérez comprendió que su suerte estaba marcada y que el Rey ya no le protegería. Intentó entonces evadirse de la cárcel y huir a Aragón, donde le protegerían los fueros. Pero su plan, con el que contaba con la ayuda de su esposa, fue descubierto y la consecuencia de ello fue endurecer las condiciones de su encierro, en las mazmorras. Se prendió también y se incomunicó a su mujer y a sus hijos, cómplices del intento de fuga.

El confesor fray Diego de Chaves, y el conde de Barajas, presidente de Castilla, exigieron a doña Juana Coello les entregase los papeles de su esposo, pero ella se negó a ello. Cuando Pérez supo las presiones y la situación de su familia, escribió una carta a su esposa, escrita con su propia sangre, pidiéndola que entregara dos baúles en los que se encontraban documentos relacionados con el caso. El confesor, tras recibirlos, los selló y los entregó al rey, tras lo cual doña Juana y de sus hijos fueron liberados, ordenándose que Antonio Pérez fuera trasladado a Madrid y encerrado en la casa de Benito Jiménez de Cisneros, en la llamada Casa de Cisneros, en la Plaza de la Villa, donde se le volvió a permitir recibir visitas y salir algunas veces a la calle. Otro misterio más y la incógnita sobre el contenido de aquellos documentos que estaban ahora en manos de Felipe II. Una situación que dejaba en completo desamparo legal a Antonio Pérez y a merced del Rey. Si aquellos papeles demostraban la implicación del Rey en el asesinato de Escobedo, lo que al fin y al cabo era un salvoconducto para Pérez, ya que la defensa de este podía basarse en que el asesinato había sido una orden del propio Rey, ahora estaban en poder de este.

Mientras, Diego Martínez, el mayordomo de Antonio Pérez, había sido detenido como consecuencia de la declaración de Enríquez. En el interrogatorio este negaba todos los cargos, y Antonio Pérez escribió en su favor al rey varias veces, y le pedía que liberase a su mayordomo y se pudiera fin a la causa. El rey entregaba sus cartas al confesor y al juez y las mandaba unir al proceso, sin que en ningún caso las respondiera.

Pese a todo, no se conseguía probar de manera legal la responsabilidad de los acusados en el crimen. Antonio Pérez, su esposa y el mayordomo, en sus declaraciones realizadas durante el proceso de 1589, negaron con firmeza todos los cargos, e incluso presentaron hasta seis testigos que declararon en favor del secretario. En este escenario, con los procesados pidiendo que se archivara la causa y el hijo de Escobedo que se continuara en busca de más pruebas, escribió el confesor fray Diego de Chaves dos cartas a Antonio Pérez, aconsejándole y exhortándole a que confesara toda la verdad y descargando toda la culpa en quien había ordenado el asesinato: “puesto que no la tiene el vasallo que mata a otro hombre de orden de su rey, que como dueño de las vidas de sus súbditos puede quitársela con juicio formado, o de otro modo, estando en su mano dispensar los trámites judiciales, y se ha de pensar siempre que lo manda con causa justa, como el derecho presupone: y así con decir la verdad se acaba el negocio, y habrá S. M. satisfecho a Escobedo… y si él quisiera convertir contra S. M., se le ordenará que calle, y salga de la corte, y agradezca lo que más se pudiera hacer contra él, sin declararle la causa dello, que a estas no se llegan en materia alguna”.

Aquellas palabras podían parecer un buen consejo para Pérez y, sobre todo, la resolución del principal enigma en todo este caso. Pero Pérez desconfió mucho de este consejo, que podía esconder una trampa encaminada a que él se confesara autor material del asesinato para, al tener acreditar que lo había hecho por orden del rey, y no poseer prueba alguna de ello, se condenara a sí mismo privándose de los medios de defensa. En su respuesta al confesor, rehusó su oferta. Además, el hijo de Escobedo, desistió por escrito, de fecha 28 de septiembre de 1589, de seguir en la causa. Al parecer había recibido dos cosas que ayudaron a su retirada: un amenazante anónimo y una sustancial suma de dinero.

Ante ello, Pérez volvió a solicitar el sobreseimiento y conclusión de la causa. Cuando parecía todo terminado, y Antonio Pérez cerca de ser declarado libre de culpa y pena, el juez Rodrigo Vázquez pidió al rey, o por lo menos este quiso parecer que no era voluntad suya, que, a causa de los rumores que existían sobre su complicidad en la muerte de Escobedo, el sentido común y el decoro obligaba a Antonio Pérez a que declarase, emitiendo una mandamiento firmado por el Rey dirigido en estos términos: “Presidente: Podéis decir a Antonio Pérez de mi parte, y si fuese necesario enseñarle este papel, que él sabe muy bien la noticia que yo tengo de haber hecho matar a Escobedo, y las causas que me dixo para ello havia; y porque a mi satisfacción y a mi conciencia conviene saber si estas causas fueron o no bastantes. Yo le mando que os las diga, y dé particular razón dellas, y os muestre y haga verdad lo que a mí me dijo, que vos sabéis, porque Yo os lo he dicho particularmente, para que habiendo Yo entendido lo que assi os dixere y razón que os diere dello, mande ver lo que en todo convenga. En Madrid a 4 de enero de 1590. Yo el Rey”.

Habían pasado doce años de la muerte de Escobedo para que el Rey emitiera este mandamiento, el tiempo suficiente para que los documentos que pudieran probar la implicación directa del Rey en ello estuvieran ahora en su poder. Aquello sorprendió a todo el mundo, hasta el punto que el arzobispo de Toledo escribió al confesor del rey: “Señor, o yo soy loco, o este negocio es loco. Si el rey mandó a Antonio Pérez que hiciese matar a Escobedo, ¿qué cuenta le pide ni qué cosas?”. Si el rey estaba convencido de que Pérez era culpable de la muerte de Escobedo, ¿por qué no había procedido contra él en 1579, tras su detención; o en 1584, tras su encarcelamiento en Turégano?

No había respuesta.

  1. La prisión

La prisión del procesado se endureció y se prohibieron las visitas y salidas a la calle del procesado. Antonio Pérez recusó al juez Rodrigo Vázquez, y entonces el rey nombro a Juan Gómez, miembro del Consejo y de la Cámara. Este requirió en varias ocasiones Antonio Pérez para que declarase los motivos de la muerte de Escobedo, pero este se remitía a lo ya declarado. Para presionarle, se dio orden de arrestar a doña Juana Coello, tras lo cual, volvió a instársele a que declarara en cumplimiento del real mandato, e insistiendo él tenazmente en su negativa. Fue entonces cuando el nuevo juez ordenó que se interrogara bajo tortura, algo que estaba prohibido por la ley a personas de su rango. Cumpliendo el mandato judicial, el verdugo se presentó junto con los jueces en el oscuro calabozo con todos los aparatos de tortura. Tras desnudar al reo, comenzó su trabajo, mientras los gritos de este rompían el silencio de la prisión. Finalmente, Antonio Pérez cedió al tormento y confesó sobre las causas políticas que habían conducido a la muerte de Escobedo, las ya conocidas, añadiendo que no lo había hecho antes por guardar fidelidad al rey, y en cumplimiento de sus órdenes para que no revelara el secreto. Las torturas produjeron a Pérez una gran fiebre que obligó a que un médico le atendiera. Este recomendó muchos cuidados al enfermo porque su vida se encontraba en peligro. Se le permitió regresar a su casa y a su esposa e hijo que se ocuparan de su cuidado, aunque con orden de no salir ni recibir visitas. Fue entonces fue cuando Antonio Pérez, consciente de que sus enemigos nos cesarían de castigarle, preparó su fuga para el momento en que su delicada salud se lo permitiera. Era marzo de 1590.

Un mes más tarde, recién anochecido, Antonio Pérez abandonaba su casa disfrazado con un vestido de su mujer, burlando la vigilancia y reuniéndose con un pariente suyo a las afueras de Madrid, donde le esperaba con un caballo. Aunque débil y enfermo, montó a caballo y no paró hasta ponerse en salvo en Aragón, donde siempre tuvo intención de refugiarse, acogiéndose a los fueros de aquel reino, de donde era oriundo, y esperando encontrar allí apoyo y protección.

Cuando al día siguiente se descubrió su fuga, se dictó nuevo auto de prisión contra la mujer y los hijos de Antonio Pérez, a quienes se llevó a la cárcel en medio de las procesiones del Jueves Santo, mientras se enviaba un requisitorio a Aragón para que se prendiera, vivo o muerto, al fugitivo. Pero este se encontraba en el convento de los dominicos, acogiéndose a sagrado. Desde Calatayud escribió Antonio Pérez al rey una sumisa carta explicando las causas de su fuga y disculpándolas, y pidiendo le enviaran su mujer y sus hijos, y copias de ella envió al cardenal Quiroga y al confesor del rey, fray Diego de Chaves. Pérez fue llevado a la cárcel de Zaragoza bajo tutela del Justicia de Aragón. Tras enseñar las huellas del tormento que habían provocado su confesión y solicitando la protección de los fueros aragoneses y recibiéndolos al considerársele una víctima de la autoridad real.

Fue entonces cuando Felipe II inició un pleito contra Antonio Pérez ante el tribunal del Justicia de Aragón, acusándole de la muerte de Escobedo, de haber falsificado cifras y revelado secretos del Consejo de Estado. La causa en nombre del rey la presentó el marqués de Almenara, don Íñigo de Mendoza y la Cerda, primo de la Princesa de Éboli, que se hallaba en Zaragoza con la misión de conseguir que fuesen admitidos en aquel reino los virreyes que el monarca quisiera poner, aunque fuesen castellanos, ya que el Fuero aragonés exigía que tenían que de ser aragoneses. Mientras tanto, en Madrid se continuaba con el proceso contra Pérez, al cual se habían agregado nuevas causas criminales, como la de haber ordenado envenenar Antonio Pérez a dos miembros de la corte, así como nuevas revelaciones sobre sus relaciones escandalosas con la princesa de Éboli, de todo lo cual se envió testimonio al marqués de Almenara en mayo, 1590. Un mes más tarde, el 10 de junio de 1590 se dictaba sentencia de muerte contra Antonio Pérez en Madrid: “En la villa de Madrid, corte de S. M., a 10 de junio de 1590. Visto por los señores Rodrigo Vázquez de Arce, presidente del Consejo de Hacienda, y el licenciado Juan Gómez, del consejo y cámara de S. M., el proceso y causas de Antonio Pérez, secretario que fue de S. M., dijeron: que por cuanto la culpa de todo ello resulta contra el dicho Antonio Pérez, le debían condenar en pena de muerte natural de horca, y que primero sea arrastrado por las calles públicas en la forma acostumbrada; y después de muerto sea cortada la cabeza con un cuchillo de hierro y acero, y sea puesta en lugar público y alto, el que paresciere a dichos jueces, y de allí nadie sea osado a quitarla, pena de muerte; condenándole en pérdida de todos sus bienes, que aplicaron para la cámara y fisco de S. M. y para las costas personales y procesales que con él y por su causa se han hecho; y así lo proveyeron, mandaron y firmaron de sus nombres. El licenciado Rodrigo Vázquez de Arce. Ante mí, Antonio Márquez”. Era la respuesta a otra carta que Antonio Pérez había escrito al rey desde la cárcel de Zaragoza exigiéndole que no le obligara a presentar algunos documentos que aún constaban en su poder y que podían afectad a la honorabilidad de S. M. y demostrar su complicidad. Según la misma, Pérez aún poseía pruebas escritas que demostraban haber recibido la orden real de la muerte de Escobedo, razón por la cual le recomendaba al rey que desistiese de la demanda y le devolviese la libertad.

Pero la respuesta era muy distinta a la que Pérez exigía. Ante los jueces de Aragón basó su defensa en los documentos que acreditaban que S. M. le había dado orden para matar a Escobedo. Felipe II se vio en un difícil laberinto. Para salir de él, ordenó el final de la causa contra Antonio Pérez en un documento de fecha 18 de agosto de 1590: “In Dei nomine. Sea a todos manifiesto que Nos don Felipe por la gracia de Dios, rey de Castilla, de Aragón, de León, de las dos Sicilias… etc., atendido y considerado que en virtud de un poder que como rey de Castilla mandé despachar en favor del magnífico y amado consejero el doctor Hierónimo Pérez de Nueros, nuestro abogado fiscal en el reino de Aragón se dio demanda y acusación criminal contra Antonio Pérez en la corte del Justicia de Aragón sobre la muerte del secretario Escobedo, descifrar falsamente y descubrir secretos del Consejo de Estado, y otros cabos que se contienen en el proceso que sobresto está pendiente y habiendo sido preso por mi parte, se hizo la probanza necesaria, y después por la del dicho Antonio Pérez se dio su cédula de defensiones y se procuró probarlas, y así como son públicas las defensiones que Antonio Pérez ha dado, lo pudiera ser la réplica dellas, y fuera bien cierto que no hubiera duda en la grandeza de sus delitos, ni dificultad en su condenación por ellos; y aunque mi deseo en este negocio fue encaminado como en los demás a dar la satisfacción general que yo pretendo, y esto ha sido la causa acá de su larga prisión, y de ahí haberse llevado estas cosas por la vía ordinaria que se han seguido; pero que abusando Antonio Pérez desto y temiendo el suceso, se defiende de manera que para responderle sería necesario de tratar de negocios más graves de lo que se sufre en procesos públicos, de secretos que no convienen que anden en ellos, y de personas cuya reparación y decoro se debe estimar en más que la condenación de dicho Antonio Pérez, he tenido por menor inconveniente dejar de proseguir en la corte del Justicia de Aragón su causa que tratar de las que aquí apunto: y pues la intención con que procuro proceder es tan sabida cuanto cierta, aseguro que los delitos de Antonio Pérez son tan graves, cuanto nunca vasallo los hizo contra su rey y señor, así en las circunstancias dellos como en la conjetura, tiempo y forma de cometellos; de que me ha parecido es bien que en esta separación conste, para que la verdad en ningún tiempo se confunda ni olvide, cumpliendo con la obligación que como rey tengo. Por tanto, en aquellas mejores vías, modos, formas y maneras etc., mando que se separen y aparten de la instancia y acusación criminal y pleito que en mi nombre tienen en la corte del dicho Justicia de Aragón contra el dicho Antonio Pérez sobre la muerte del dicho secretario Escobedo, y sobre todos los demás cargos que se le han impuesto por mi procurador o procuradores fiscales tocantes a la fidelidad de su oficio, y a otras cualesquier causas y cabos, demanda contra él dada en el dicho proceso arriba intitulado, y que en él no hagan más parte ni instancia, ni diligencias, sino que del todo se aparten y separen dél, la cual separación y apartamiento quiero y es mi voluntad que los dichos mis procuradores hayan de hacer y hagan con cláusula, protestación y salvedad de que queden a mí y a mis procuradores en cualquier tribunal del dicho reino salvos é ilesos todos y cualesquier derechos, que contra el dicho Antonio Pérez me pertenezca, o me puedan pertenecer civil o criminalmente como contra criado y ministro mío, o como á rey contra su vasallo, así en nombre de rey de Castilla como de Aragón, de ambas partes y de cada una dellas tam conjunctim quam divisim, y en otra cualquier parte y manera que pueda tener derecho contra dicho Antonio Pérez, por vía de acusación o en otra cualquier manera a mí bien vista, pedirle cuenta y razón de los dichos delitos… el cual derecho quiero que me quede salvo e illeso… Y para que conste de mi voluntad, y de lo que en este negocio pasa, y de las causas que a la separación me mueven, y de la manera que soy servido que se haga, quiero que este poder quede inserto a la letra en la separación que por mí se hiciere, y puesto en el proceso que por mí se ha activado y llevado contra el dicho Antonio Pérez, en testimonio de lo cual mandé despachar la presente con nuestro sello real común pendiente sellada”. Estaba claro que Felipe II temía que Pérez pudiera revelar algún secreto que afectara a su credibilidad y honorabilidad, por decirlo así.

Pero la retirada de la causa tampoco significaba que el Rey desistiera de acabar con ya su principal enemigo. Retirada la acusación de asesinato, abrió una por el envenenamiento del clérigo don Pedro de la Hera y de Rodrigo Morgado, de los que se culpaba a Antonio Pérez. También se solicitó en Aragón se abrieran un proceso contra él haber intentado fugarse a los estados del príncipe de Bearne en Francia. Antonio Pérez alegaba que la petición del Rey no tenía validez en Aragón, mientras en relación a los envenenamientos, negaba su responsabilidad. Los enviados por el Rey para hacer valer estas peticiones trabajaban sin descanso con el principal objetivo de que se permitiera el traslado de Pérez a Madrid, o bien conseguir su destierro. Incluso la Junta de Madrid aconsejó al Rey el 20 de septiembre de 1590, que había que castigar a Pérez por cualquier medio, legal o ilegal, por la obligación que había de hacer cumplir la sentencia de muerte.

Pero, aunque el rey estuviera de acuerdo con lo que le proponía la Junta, su máximo interés era traer a Madrid a Pérez. Fue entonces cuando al marqués de Almenara una estrategia, que al rey le pareció excelente: entregar a Antonio Pérez a la Inquisición, ya que de esa forma no podía aplicarse el fuero aragonés y sería trasladado de la cárcel de Zaragoza a la prisión del Santo Oficio, donde quedaría a merced del rey. Para ello, se basaron en el intento de fuga de este a Bearne, una tierra en que había muchos herejes, por lo que era posible acusarle a él mismo de herejía. Presentaron para ello algunas pruebas basadas en la declaración de varios testigos que juraron haber escuchado a Pérez proferir frases blasfemas. Enviadas estas declaraciones desde el inquisidor de Zaragoza al inquisidor general y, a través de este, al confesor del rey fray Diego de Chaves, como comisario del Santo Oficio, este las calificó de ofensivas y sospechosas de herejía, por lo que dio orden al tribunal de la Inquisición de Zaragoza para condujera a Antonio Pérez a una prisión del Santo Oficio. En cumplimiento de ella, los inquisidores de Zaragoza expidieron el correspondiente mandamiento a la corte del Justicia el 24 de mayo, 1591, para que en virtud de santa obediencia y so pena de excomunión mayor entregaran al alguacil del Santo Oficio a Antonio Pérez conminando con proceder contra todo el que intentara impedir o perturbar este mandamiento. El Justicia, ya había acordado ya con el marqués de Almenara, el cumplimiento de la orden, por lo que Pérez fue trasladado el 24 de mayo en un carruaje a la prisión del Santo Oficio, situada en el Palacio de la Aljafería.

Sin embargo, cuando el pueblo de Zaragoza supo de la prisión de Pérez, se amotinó al grito de “¡Viva la libertad!”, durante el cual fue muerto el marqués de Almenara. Los insurrectos, dirigidos por Diego de Heredia, se dirigieron al Palacio de la Alfajería y devolvieron a Pérez a la prisión del Justicia de Aragón, ya que consideraban la intervención de la Inquisición como una maniobra del rey español para burlar los fueros del reino aragonés.

El 24 de septiembre de 1591, numerosos nobles y una fuerte guardia se dirigieron a la prisión para trasladar a Pérez a la Aljafería, pero tuvieron que enfrentarse a los hombres de Diego de Heredia, produciéndose unos combates que se saldaron con unos 30 muertos, el asalto de la prisión del Justicia y la liberación de Antonio Pérez, que consiguió huir de la ciudad. Sin embargo, tras comprobar que la frontera estaba fuertemente custodiada y no podía salir de España, regresó a Zaragoza, donde consiguió convencer al nuevo Justicia y a las demás autoridades locales de que lo que el Rey trataba era de eliminar los privilegios aragoneses.

El 15 de octubre de 1591 el rey envía una carta a todas las localidades y nobles de Aragón explicándoles que iba a enviar el ejército a Zaragoza para imponer su autoridad. Las autoridades forales de Aragón, lideradas por el Justicia consideraron que la llegada del ejército de Felipe II atentaba contra su fuero, por lo que declararon la guerra al Rey. Solicitaron ayuda militar en todo el reino, así como a Cataluña y al reino de Valencia, pero con escasa respuesta. Entonces, encargaron la defensa de Zaragoza a los partidarios de Antonio Pérez, que consiguieron reunir un improvisado ejército de unos dos mil hombres, a los que se fueron uniendo los nobles y autoridades locales. Sin embargo, poco antes de la llegada del ejército del Rey, Antonio Pérez y muchos de sus partidarios huyeron hacia Francia, disolviéndose el resto del ejército foral.

El ejército del Rey entra sin oposición en la ciudad, en la que permaneció casi dos años, durante los cuales Felipe II convocará a las Cortes de Aragón en Tarazona, donde se mantuvieron los fueros, pero el rey se reservó amplios poderes para controlar los nombramientos de las autoridades. Los nobles que apoyaron a Pérez fueron detenidos y encerrados en el castillo de Miranda de Ebro, donde murieron al año siguiente. El Justicia y otros nobles que habían acompañado a Pérez en su huida a Francia regresaron a Zaragoza, donde fueron juzgados y ejecutados en la Plaza del Mercado. Diego de Heredia, junto con otros insurrectos, fue capturado y ejecutado. Mientras, Antonio Pérez conseguirá llegar a la Corte francesa, donde será recibido por el rey Enrique IV. Luego viajará a Inglaterra y a los Países Bajos, donde llevará a cabo una intensa propaganda antiespañola, la llamada Leyenda Negra. Tan solo el destino castigará a Antonio Pérez. Solo y arruinado, murió en París en 1611.