32. LOS ÚLTIMOS DE FILIPINAS (1898)

En aquella espesa e interminable penumbra, el teniente Martín Cerezo leía, una vez más, aquel viejo periódico. Leía su titular que, entre grandes titulares, hablaba de la entrega de España de las colonias del Caribe y Filipinas y del tratado del final de la guerra que se había firmado en París entre los gobiernos de España y Estados Unidos. El periódico se lo había entregado aquel teniente coronel que él se negaba a reconocer, como se negaba a reconocer este titular. No era cierto. O, por mejor decir, no podía ser cierto. No podía ser que un imperio de 400 años se desmoronara en apenas unos días. Él y sus hombres llevaban casi un año resistiendo en aquella iglesia esperando la llegada del ejército español y les liberara.

Y si las balas enemigas no les había hecho entregarse, menos aún lo haría aquel viejo periódico, sin duda una trampa enemiga más para romper su voluntad. Ahora, mientras esperaban la hora de salir para buscar algún punto de observación en la playa se entretenía con él. Era un viejo periódico de un día de diciembre. Apenas podía ver la fecha porque sus ojos se habían quemado en aquel umbrío ambiente. Solo las letras grandes. Fuera, la calma era total. Dentro, la calma era tensa.

Siguió leyendo. Hablaba de muchas cosas pero casi no podía verlas. Sus ojos empezaron a llenarse de lágrimas por el esfuerzo de leer. En efecto, tal y como aquel supuesto coronel le había dicho, hablaba de la firma de un tratado firmado el 10 de diciembre en París que ponía fin a la guerra de Cuba y por el cual España cedía Filipinas y la guerra terminaba. El teniente no entendía nada. En realidad nunca había entendido nada de política. Él era un militar. Además, no confiaba en los políticos. En aquellos políticos que estaban arruinando España. Tan solo uno le había llamado la atención: Cánovas del Castillo. Aquel político que le había oído hablar de la necesidad de encontrar una solución para las colonias de ultramar antes de que fuera demasiado tarde. Aquel político, tal vez el único, que reconocía el problema. Luego, cuando se enteró de su asesinato casi dos años antes pensó que España no tenía remedio.

Retrato de Cánovas del Castillo, de Madrazo
Retrato de Cánovas del Castillo, de Madrazo

Volvió al periódico. Se fijaba en los anuncios. De repente, sus tristes y cansados ojos se fijaron una noticia que parecía intranscendental. Decía que teniente Francisco Díaz Navarro sería destinado a Málaga a petición propia. Un sudor frío recorrió su espalda y las lágrimas llenaron sus ojos, no por la fatiga, sino por la pena. Se daba la circunstancia que el teniente Díaz Navarro era amigo suyo, tanto que unos días antes de partir hacia Filipinas, le había comentado a él confidencialmente su deseo de solicitar el traslado a Málaga. Ahora aquel periódico que tenía en sus manos confirmaba aquel traslado. O sea, el periódico era real. Y, por lo tanto, todo lo que decía era verdad, empezando por los titulares que informaban de la pérdida de Filipinas. Aquel teniente coronel no le había engañado.

Todo estaba perdido…… Era el final….

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El principio comenzaba el 21 de abril de 1898, cuando el gobierno de Estados Unidos le declaraba la guerra a España como consecuencia del hundimiento del buque americano “Maine” en la bahía de La Habana por causas no aclaradas, pero que las autoridades norteamericanas responsabilizaron al gobierno español. El imperio español se desmoronaba y se enfrentaba a la mayor crisis de su historia. Evidentemente la enorme diferencia entre ambas fuerzas armadas y la distancia entre Cuba y España presagiaba una corta y desigual guerra. Como así fue. En las colonias quedaban aún muchos soldados españoles que daban su vida lejos de su país, condenados a ser héroes por no disponer del dinero suficiente para eludir ir al servicio militar o la cárcel o por necesidad de salir de España por cuestiones de honor o deudas. Eran españoles pobres de un país pobre.

A finales del siglo XIX, Estados Unidos compraba territorios como Alaska, o se apropiaba de ellos, como Hawái. España, que poseía Cuba y Puerto Rico, era un obstáculo para la expansión del nuevo imperialismo, por su negativa a negociar la venta o cesión de ambos territorios. La llegada del Maine era una maniobra intimidatoria y un intento de persuasión contra España.

El Maine
El Maine

EE. UU., tras el incidente del “Maine”, responsabilizó de ello a España y exigió la retirada de Cuba. Por su parte, el gobierno español rechazó las acusaciones y se negó a aceptar el ultimátum estadounidense. Por entonces, la flota estadounidense bloqueaba los puertos cubanos. Comenzaba así la Guerra hispano-estadounidense, que con posterioridad se extendería a otras colonias españolas como Puerto Rico, Filipinas y Guam.

Todo estaba perfectamente planificado por los americanos, hasta el punto que antes de los hechos del Maine, Estados Unidos ya había ordenado a su flota del Pacífico que se dirigiera a Hong Kong para hacer ejercicios militares y esperar la orden de dirigirse a las Filipinas y a la Isla de Guam, enclaves considerados estratégicamente muy importantes para ellos.

La guerra se inició simultáneamente en Cuba y en Filipinas. Los españoles eran conscientes de que esta guerra estaba perdida de antemano, hasta el punto de que algunos de los mejores barcos de guerra españoles, como el Acorazado Pelayo o el crucero Carlos V no intervinieron en la guerra a pesar de ser superiores a los estadounidenses. Santiago de Cuba se rindió el 16 de julio de 1898. Junto a los americanos combatieron por tierra los mambises, que luchaban por la independencia de la isla contra España.

En Filipinas sucedió otro tanto. Tras la declaración de guerra, el presidente norteamericano ordenó a su armada dirigirse al Pacífico. En el puerto de Cavite las fuerzas fueron muy desiguales, en número y en armamento. Y se perdió toda la flota española en apenas una hora y media. Los españoles sufrían  800 bajas y los americanos no llegaron a 20. El gobierno español dio por perdido todo y solicitó firmar un tratado de paz que se firmó en París a finales de 1898.

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Tras años antes, en 1895, bajo el liderazgo del activista filipino Andrés Bonifacio, se había fundado la organización secreta llamada Katipunan, cuyo objetivo era expulsar a los españoles de Filipinas y convertirse en una nación independiente. Otro revolucionario, Emilio Aguinaldo, ingresa en esta organización y un año más tarde logra iniciar una revolución contra los españoles y liberar su provincia, lo que le granjeó gran popularidad entre los revolucionarios hasta el punto de convertirse con el tiempo en el primer presidente de la nueva República.

Bonifacio intentó anular la elección de Aguinaldo y se produce un enfrentamiento entre ambos grupos: los Magdiwang, seguidores de Bonifacio contra los Magdalo, partidarios de Aguinaldo, tras el cual Bonifacio es capturado junto con sus partidarios. Tras un juicio militar, Bonifacio es condenado a muerte por sedición, y el 10 de diciembre de 1897 es ejecutado en un bosque cercano a Cavite.

Emilio Aguinaldo
Emilio Aguinaldo

Sin enemigo directo, Aguinaldo toma el mando de la guerrilla filipina y cuatro días más tarde de la ejecución de Bonifacio firma con los españoles el Pacto de Biak-na-Bato, en el que se garantizaba la paz a condición de que a Aguinaldo y a otros líderes insurrectos se les permitiera abandonar Filipinas. En realidad, Aguinaldo llevaba tiempo negociando con España y Bonifacio era el principal obstáculo para cualquier acuerdo.

El pacto comprometía a España a pagar 800 mil pesos a Aguinaldo y los suyos. Cuatrocientos mil cuando los insurrectos abandonaran Filipinas y el resto según fueran entregando las armas. Todo el dinero sería entregado a Aguinaldo y los suyos, quienes se exiliaron en Hong Kong, donde emplearon los primeros 400.000 pesos para comprar armas que posteriormente emplearía contra los españoles.

Tras la firma del acuerdo el aparente clima de paz llevó al gobierno español a reducir el número de efectivos destinados en algunas de sus guarniciones, en aquel momento de 28 mil soldados, muy por debajo de los cien mil que había en Cuba. Aquella decisión del gobierno español, y el retraso de los pagos acordados, los 400 mil pendientes, llevó a Aguinaldo a regresar en mayo de 1898 a Filipinas para dirigir la insurrección contra los españoles, contando además con la ayuda económica y militar estadounidense.

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Mientras, en agosto de 1897 era asesinado el entonces presidente del Gobierno Antonio Cánovas del Castillo en un balneario de Mondragón a causa de los disparos a quemarropa del militante anarquista italiano Michelle Angiolillo. Se da la circunstancia que este anarquista había estado previamente en Londres, donde compró la pistola que utilizó en el magnicidio, y en París, donde se entrevistó con el lider de los insurrectos cubanos que luchaban por la independencia de la isla solicitando financiación para sus planes asesinos. También consiguió ayuda de los anarquistas franceses, que apoyaban la independencia cubana. También en Madrid se entrevistó con el líder republicano y anticlerical José Nakens a quien contó sus planes de asesinar, tanto a Cánovas como a Alfonso XIII. Tras su detención, Angiolillo declararía, sin embargo, que había actuado solo, algo que, desde luego, no era cierto. Once días después del asesinato fue ejecutado mediante garrote vil. El periódico americano The New York Times, que previamente había justificado el asesinato de Cánovas como una respuesta al Proceso de Montjuic, daba cuenta de la ejecución de Angiolillo señalando que este murió “valientemente”.

Asesinato de Cánovas del Castillo
Asesinato de Cánovas del Castillo

Cánovas del Castillo fue sustituido por Práxedes Mateo Sagasta, un político de variada trayectoria política pero que en lo personal fue un hombre de honradez intachable, conocido por su pertenencia a la masonería, de afabilísimo trato y con un carácter que lo hizo muy simpático al pueblo llano. La reina María Cristina le propuso como presidente tras el asesinato de Cánovas. Sagasta tenía una posición opuesta a Cánovas en relación al conflicto colonial. En realidad, no tenía una posición clara. Mientras Cánovas era partidario de la negociación con Estados Unidos y evitar una guerra muy costosa para España, Sagasta era enemigo de cualquier negociación, aunque ello nos llevara a la guerra contra los rebeldes cubanos, aunque fuera para perderla. Esta actitud de Sagasta llevó a Estados Unidos a acelerar una acción militar sabedores que España no estaba en condiciones de ganarla. Razón por la cual utilizó a buque Maine como mecha, nunca mejor dicho, que encendiera la guerra.

La guerra fue la solución deseada por todos. Por los rebeldes cubanos, que contaban con la ayuda norteamericana; por el gobierno de Estados Unidos, que no conseguían del español la venta de la isla y vieron el movimiento independentista cubano un aliado muy útil para sus intereses; y por las demás potencias, como Francia e Inglaterra, interesadas en acabar con la hegemonía española al otro lado del océano, como ya había sucedido con Portugal. El presidente Sagasta desoía los consejos de los militares españoles sobre la imposibilidad de ganar esa guerra por la superioridad militar de Estados Unidos, influenciado por la demagogia política y periodística, que prefería la guerra a la cesión o la venta de Cuba a Estados Unidos o a los nacionalistas cubanos.

Mateo Sagasta
Mateo Sagasta

Así, el 15 de febrero de 1898 el Maine salta por los aires y mueren 256 de sus 355 tripulantes.   La prensa estadounidense, dirigida por el magnate William Randoph Hearst al frente, responsabiliza de ello a España e influye en ello sobre la opinión pública estadounidense. El presidente americano, William McKinley, declara la guerra a España y ordena a la flota americana del Pacífico dirigirse a Filipinas y destruir a la armada española, situada en la bahía de Manila.  La armada española se reducía a dos buques: el Castilla, cuyo casco era de madera, y el Reina Cristina, así como cinco cruceros y tres cañoneros, uno de ellos inservible. Por el contrario, la marina americana estaba equipada con buques y armamento moderno, cañones de gran calibre y piezas de tiro rápido. La lógica derrota  se produjo el 1 de mayo. Dos meses más tarde, el 3 de julio, la flota en Santiago de Cuba era también destruida. Inmediatamente, el gobierno español pidió negociar la paz. Así, el 10 de diciembre de 1898 se firmaba el Tratado de París en el cual España concedía la independencia a Cuba y cedía Puerto Rico, Filipinas y Guam a Estados Unidos.

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Era el final de la guerra. El final de un imperio al que le quedaba un último capítulo.

 

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Un último capítulo que se iniciaba en la pequeña iglesia blanca y de aspecto apacible que hoy se levanta al final de la avenida principal de la localidad filipina de Baler. Una construcción típica de la época colonial. Cuesta creer que aquella pequeña iglesia fuera el lugar donde tuvo lugar aquel infierno perdido ya en la historia y en la memoria.

Lejos, muy lejos en el tiempo se encuentra aquel 2 de junio de 1899, cuando 33 hombres, pertenecientes al Batallón de Cazadores Expedicionarios núm. 2 abandonaban aquella iglesia tras 11 meses de asedio. Lo hacían con marcialidad, con la cabeza alta y con el mayor orgullo que podían mostrar. España había perdido la guerra hacía muchos meses y Filipinas era ya un estado independiente, pero aquellos hombres habían ganado “su” particular guerra resistiendo hasta lo imposible contra los enemigos: el ejército enemigo y las enfermedades, estas más mortíferas y letales. Aquellos soldados con sus armas al hombro, vestidos con harapos y presididos por una bandera española fabricada por ellos mismos avanzaban mientras el ejército filipino les observaba y saludaba con respeto.

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Baler es un municipio de las Filipinas, perteneciente a la provincia de Aurora, a doscientos kilómetros al norte de Manila. Con algo más de 30 mil habitantes, es hoy un centro de comercio e industria pero, sobre todo, un lugar escogido por los amantes del surf por el oleaje. Precisamente su playa fue escogida para una de las escenas de la película de Francis Ford Coppola, Apocalypse Now, concretamente la del desembarco que se hace al son de La Cabalgata de las walkirias con el posterior intento de surf de sus protagonistas. Pero muy pocos saben que aquel lugar fue el escenario y testigo de un hecho histórico resumido en la sola frase, como un eslogan: el lugar de “Los últimos de Filipinas”. En aquella iglesia, una guarnición de soldados españoles, compuesta por 57 personas, resistieron contra ocho centenares de tagalos filipinos durante 337 días, tras los cuales sobrevivieron 33. De aquel asedio aún existe la iglesia, reconstruida en 1939 y declarada Monumento Histórico nacional por el Gobierno filipino en 2000, existiendo en su fachada principal la placa que recuerda la hazaña de los españoles. Pocas referencias hay en la historia a aquella gesta que era el último acto de un imperio de 400 años. Aquel lugar que era el símbolo de la resistencia al agónico fin del mismo.

Baler. Su historia en nuestra historia comienza cuando en el siglo XVI el navegante portugués, Fernando de Magallanes, propone a Carlos I navegar desde la costa de las tierras recientemente descubiertas hasta encontrar el paso hacia Oriente. Carlos I ordena que una flota compuesta por cinco naves y 230 hombres se ponga al mando de Magallanes, partiendo desde Sevilla el 10 de agosto de 1519 y, tras el avituallamiento, desde Sanlúcar de Barrameda el 20 de septiembre hacia las Indias. Esta flota llegará, tras muchas vicisitudes y tras descubrir el estrecho de Magallanes, a la Isla de Butuan, situada en el archipiélago de Filipinas en marzo de 1520. Una de las cinco naves, la «Victoria», mandada por Juan Sebastián Elcano, es la única que regresa a España, llegando a Sanlúcar de Barrameda el 6 de septiembre de 1522, con sólo 18 tripulantes. En Filipinas morirá Magallanes el 27 de abril de 1521 en la batalla de Mactán contra los filipinos.

Posteriormente, Felipe II envía al navegante Miguel López de Legazpi al archipiélago y va conquistando poco a poco las islas, dándolas le nombre de Filipinas en honor al rey.   En 1571 funda la ciudad de Manila, haciendo extensivo el nombre de Filipinas a todo el Archipiélago. Filipinas pasa a ser una colonia bajo soberanía española. Y así seguirá durante 300 años, que terminará con el sitio de Baler.

En agosto de 1896 se produce un levantamiento de los indianos filipinos contra el colonialismo español, el cual venía gestándose desde hacía tiempo provocado por la situación política española, que se inicia en tiempos de Isabel II, y sus consecuencias sobre la política colonial. Este movimiento separatista cuenta, además, con el apoyo del gobierno de Estados Unidos, cuya pretensión es hacerse con el control del archipiélago por su situación estratégica y sus recursos naturales. Estas rebeliones son controladas en principio por el entonces Capitán General de Filipinas, el general sevillano Terrero Perinat, aunque no puede evitar la creación de grupos cuyo fin era la organización de las acciones revolucionarias.

A partir de 1890, el nacionalismo filipino va tomando auge. Se crea una sociedad secreta, la ya mencionada Katipunan, que significa «Suprema y Venerable Asociación de los Hijos del Pueblo”, encabezada por Andrés Bonifacio, cuya finalidad era luchar con métodos violentos contra el régimen español. Finalmente, será en agosto de 1896 cuando se inicie la revolución colonial. Entre los meses de septiembre y diciembre se extiende la insurrección sin que el gobernador, el General Blanco, pueda combatirla.   Ante esta situación, el Gobierno de Madrid le sustituye y entrega el mando al General Polavieja el día 13 de diciembre de 1896.

Los españoles consiguen, no sin dificultad, mantener la situación bajo control. Tienen rodeados a los rebeldes en Cavite y Polavieja y solicita refuerzos a Madrid. El entonces presidente del Gobierno, Cánovas del Castillo, no lo considera necesario, lo que provoca la dimisión del general alegando problemas de salud.

Hasta 1898 España mantenía, a pesar de las dificultades, tres valiosas colonias: Cuba y Puerto Rico en el Caribe y el archipiélago de Filipinas en el Pacífico, este último formado por más de 3.000 islas. Antes de la aparición del nacionalismo filipino, el papel del ejército español era combatir la piratería en esa zona del Pacífico, algo que ya era complicado por su precaria armada. Pero al otro lado del mundo, España se hallaba sumida en una grave crisis política desde el final del reinado de Isabel II. Ni el breve reinado de Amadeo ni, también breve, periodo de la Primera República habían supuesto solución alguna. El nuevo rey, Alfonso XIII era aún un infante, por lo que se encontraba al frente del país la regente, su madre la reina María Cristina    de Habsburgo-Lorena,  viuda del rey Alfonso XII, que ejercía su función junto a  Mateo Sagasta, presidente del gobierno.  

Eran tiempos en los que las grandes potencias se repartían el mundo como si de un tablero del monopoly se tratase. En las colonias se conquistaban territorios, pero además se explotaban sus recursos naturales y se abrían nuevas rutas comerciales. En la Conferencia de Berlín, celebrada entre noviembre de 1884 y febrero de 1885, las potencias europeas se repartieron las colonias de África así como las rutas comerciales de Asia y China a fin de evitar una confrontación bélica entre ellas. Aquel acuerdo, sin embargo, no conseguiría evitar la Primera Guerra Mundial.

Una España débil y en estado de regresión económica y geográfica mantenía sus territorios de Caribe y Filipinas, pero quedaba a merced de la nueva potencia colonizadora representada por Estados Unidos, la cual  pugnaba por hacerse con Cuba. En este sentido, había intentado comprar la isla, sin éxito hasta la fecha. España rechazaba sistemáticamente las ofertas de compra. Cuba era más que una colonia. Poseía un alto valor económico y una estratégica ubicación geográfica. Se negaba a cedérsela a Estados Unidos a pesar de que en los últimos años en la isla se había desarrollado un fuerte sentimiento nacionalista, alentado por la burguesía cubana que veía en la metrópoli un freno para el intercambio con los americanos de sus productos, especialmente de caña de azúcar.

 

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Hemos visto en el capítulo anterior como el activista filipino Andrés Bonifacio se libra de su enemigo local, Emilio Aguinaldo, y negocia con el gobierno español el cese de las hostilidades en el Pacto de Biak-na-Bató, un pacto cuyo incumplimiento por parte española lleva a Bonifacio romper su compromiso y regresar a Filipinas desde su exilio de Hong Kong para dirigir la insurrección contra los españoles. Contaba con los recursos económicos suficientes procedentes del dinero español y con el apoyo estadounidense.

En la isla de Luzón, en el Distrito Príncipe, estaba la pequeña población de Baler, un pueblecito situado en la bahía de su nombre a unos mil metros de distancia del océano Pacífico. La aldea contaba con apenas un grupo pequeño de casas y una iglesia. Allí se encontraba una pequeña guarnición española compuesta por un cabo y cuatro guardias civiles filipinos cuando comienzan las hostilidades, lo que obligó a las autoridades españolas a enviar 50 soldados dirigidos por el teniente Mota, quien contaba con apenas 18 años de edad.

Iglesia de Baler
Iglesia de Baler

Con los primeros ataques de los filipinos, esta fuerza fue masacrada, y el propio teniente Mota se suicidó pegándose un tiro en la sien para evitar su captura. Entonces, desde Manila se volvieron a mandar más refuerzos, los cuales llegaron en febrero de 1898, compuesto por 54 soldados al mando del capitán Enrique de las Morenas y los tenientes Martín Cerezo y Juan Alfonso Zayas. De las Morenas era un militar con experiencia, pero en aquel momento se encontraba enfermo, hasta el punto que cinco meses después fallece a causa del beri beri. El teniente Juan Alonso Zayas, fotógrafo de profesión, se alistó como soldado voluntario en el ejército en 1888, sirviendo primeramente en Cuba y, desde el año anterior, en Filipinas, ya como teniente. En 1898 fue destinado a Baler donde pereció también de beri beri tras casi cuatro meses de asediado. El teniente Saturnino Martín Cerezo provenía de una familia campesina y había nacido en Miajadas (Cáceres) en 1866. El 13 de octubre, ya en Baler, es gravemente herido en un costado y, ayudado por unos espejos, él mismo se practica las curas. Aun estando herido sigue participando activamente en la defensa, empuñando las armas junto al resto de los sitiados. En diciembre, cae enfermo del beriberi, enfermedad que afecta a gran número de los defensores y de la que mueren, como hemos visto, el capitán de las Morenas y el teniente Zayas. Utilizando hierbas y alimentos obtenidos durante varias salidas al exterior de la iglesia, consigue recuperarse y frenar la epidemia, al tiempo que atiende a enemigos heridos, a pesar de las advertencias acerca del peligro que ello suponía. El día 20 de abril de 1899, empuñando una pistola impide un ataque enemigo que pretendía prender fuego a la Iglesia.

Los 57 militares españoles se instalaron en Baler y se fortificaron. En el pueblo existía una iglesia que era una auténtica fortaleza militar,  con unos anchos  muros perimetrales de metro y medio y unos 20 metros de fachada, construida así por los propios españoles por ser lo más adecuado para resistir los fuertes huracanes que se padecían en esta tierra. Aquel enclave apartado se convirtió en un objetivo militar para el ejército de Katipunan, al mando de Aguinaldo. Para un ejército de miles de efectivos, aquella iglesia parecía ser un objetivo fácil.

Aúnque no lo sería tanto.

La iglesia, hoy
La iglesia, hoy

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Y mientras en Cuba se inician las hostilidades entre los nacionalistas cubanos y los españoles, también con el apoyo de los Estados Unidos, en abril de 1897 llega a Filipinas el general Fernando Primo de Rivera, hermano del dictador. Este sabe que tendrá que buscarse los medios por si mismo ante la negativa a recibir refuerzos. Se produce por entonces el asesinato de Cánovas del Castillo en agosto, y el gobierno de Sagasta confirma a Primo de Rivera en el cargo. Este, tras una serie de negociaciones, firma la ya mencionada «Paz de Biak na bató», en diciembre de 1897, que exige, o más bien pacta, el exilio del general filipino Emilio Aguinaldo hacia la colonia inglesa de Hong-Kong en las condiciones que hemos dicho antes. El incumplimiento español lleva a negociar el apoyo americano a los intereses de Aguinaldo.

La oportunidad llegará cuando en marzo de 1898 estalla la guerra entre España y EE.UU., tras la voladura del buque norteamericano “Maine”, lo que provoca el apoyo explícito de USA a los revolucionarios filipinos y el regreso de Aguinaldo a Filipinas para continuar la guerra contra los españoles.

Ya hemos hablado del papel jugado por el buque americano “Maine”, cuando a finales de enero de 1889, llegaba al puerto de La Habana como acto “de cortesía”, sin más intención que velar por el bienestar de los ciudadanos americanos en Cuba. Lo hizo sin haber avisado previamente de su llegada a las autoridades de la isla, lo que era contrario a las prácticas diplomáticas. En correspondencia, el gobierno español envió al crucero Vizcaya al puerto de Nueva York. Cuba era, en aquel momento, un lugar de tensa calma. Allí había llegado ya la noticia del asesinato Cánovas en el balneario de Santa Águeda, justo cuando parecía haber encontrado una solución para Cuba, quedando el Gobierno en manos del liberal Sagasta quien había nombrado un gobierno colonial provisional, una medida solo empeoró la situación.

Una medida que no gustaba a Estados Unidos, que observaba con interés la situación en Cuba y que quería a toda costa conquistar. El entonces poderoso lobby de los azucareros cubanos financiaba a los dos poderosos magnates mediáticos, Rudolph Hearst y Joseph Pulitzer, para que hicieran del conflicto una cuestión nacional, y se pronunciaran en favor de una guerra contra España. Con la llegada al poder del republicano McKinley comenzaron los enfrentamientos a nivel diplomático. Los americanos acusaban a España de que la guerra colonial perjudicaba sus intereses comerciales y los españoles respondían que Estados Unidos financiaba con armas a los independentistas y alargaba la guerra.

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Con estos antecedentes, es fácil imaginar la verdadera razón de la presencia del Maine. Cuba estaba a apenas a 79 millas náuticas de Estados Unidos y a unas 4000 de España, lo que hacía fácil y rápida una acción americana, con una marina de guerra más moderna, y más poderosa que la del viejo imperio. Solo era necesario encender la mecha para ello: el Maine. Un acorazado con una tripulación de 374 oficiales, con una eslora total de 90 metros y una velocidad de régimen de 17 nudos. Su armamento constaba de 4 lanzatorpedos de superficie y con 18 cañones. Pero además, y esto era lo esencial, bajo cubierta existían 20 depósitos donde almacenaban 800 toneladas de carbón. En el capítulo anterior se describe la llegada del Maine a La Habana. Veamos lo que aconteció aquella noche del 15 de febrero de 1898 y sus consecuencias.

Aquella noche no había luna y la oscuridad era total en aquella tranquila bahía de La Habana. La tripulación del barco, tras cumplir sus tareas, se acuesta a dormir en sus hamacas, bajo la cubierta de proa, muy cerca del combustible del barco, el carbón que llenaba sus depósitos. Acostumbraban a llevar antracita, un carbón con el mismo poder calorífico, pero menos espontáneo que el bituminoso y, por lo tanto, menos peligrosos. Curiosamente, el Subsecretario de Marina, Theodore Roosevelt, ordenó que el acorazado llevara antracita.

A las nueve y media suena en el barco el toque de silencio y retiro.

Hundimiento del Maine
Hundimiento del Maine

De repente, a las nueve y cuarenta, se oye una gran explosión, seguida, veinte segundos después, por otra aún más estruendosa. La proa del acorazado ha saltado en pedazos y la tripulación que se disponía a acostarse, muere destrozada. En las aguas turbias de la bahía, el acorazado comienza a hundirse, mientras flotan restos humanos ensangrentados. La noche se ilumina con los terribles destellos de la metralla que explota.

La mecha había ardido. O, por mejor decir, explotado.

A la mañana siguiente, el presidente William McKinley se reune con varios miembros de su gabinete. El Subsecretario Roosevelt declara, sin prueba alguna y sin conocer las causas de la explosión, que la voladura del Maine había sido una agresión del gobierno español que merece una debida respuesta. Los grandes diarios americanos culpan a España del acto terrorista en sus ediciones matutinas del miércoles 16 de febrero, menos de diez horas después del hecho, sobre todo los de William Randolph Hearst, el más sensacionalista de todos.

En los días y semanas siguientes, al tiempo que preparaban al país para la guerra, los periódicos hicieron un excelente negocio, pues tanto el Journal como el World alcanzaron, por primera vez en la historia, una tirada diaria de un millón de ejemplares. Mientras, defendiendo su inocencia, el gobierno español propuso que lo sucedido fuera investigado por una comisión internacional neutral pero McKinley se negó a ello argumentando que la investigación ya había sido realizada por oficiales de la marina de guerra estadounidense y que estos habían resuelto que la explosión fue a causa de una mina exterior, pero sin prueba alguna concluyente. El 21 de abril de 1898, el gobierno de Estados Unidos le declaraba la guerra a España. La armada americana se dirige a Manila, llegando el 30 de abril.

Al no ver allí a la escuadra española, se dirigió hacia Cavite, donde la encontró en la madrugada del 1 de mayo. Los buques españoles iniciaron el fuego a pesar de que los americanos estaban a mucha distancia. A las seis de la mañana, la escuadra americana comenzó a disparar sobre los barcos españoles. Los cañones de tiro rápido con los que iban armados los americanos empezaron a hacer estragos sobre los inmóviles barcos españoles. Poco a poco, la armada americana se iba adentrando en el puerto haciendo inútil la respuesta española.

Batalla de Cavite
Batalla de Cavite

Los barcos españoles, el Reina Cristina y el Castilla resultaron incendiados y fuera de combate, mientras los demás estaban muy dañados. Fue entonces cuando el almirante de la flota española, Patricio Montojo, ordenó la evacuación de las naves y hundirlas para salvar la tripulación e inutilizar los barcos. Son muchos los analistas que dicen que España había renunciado a defender sus territorios en ultramar de manera ineficaz. Se reaccionó muy tarde a pesar de que la llegada en enero del USS Maine al puerto de La Habana era un acto que podían conducir a la guerra. La flota más moderna se encontraba estacionada en Cuba, mientras que en Manila se encontraban los barcos para controlar a los piratas y nacionalistas filipinos, a pesar de que los mandos militares habían reclamado refuerzos para proteger mejor la capital filipina. Luego, cuando se produjo el ataque americano en Cavite, la escuadra española no pudo acudir a Manila al negársele cruzar el Canal de Suez, por lo que no se llegaría a tiempo para llegar allí, mientras la flota establecida en Cuba se mantenía en el Caribe vigilando al Maine. Los españoles habían luchado con orgullo, un armamento poco útil ante la moderna flota americana.

 

6

Un año antes, el 27 de junio de 1897, se produce la sublevación en la guarnición militar de Baler, una aldea situada en la provincia de Nueva Écija, en la costa oriental de la isla de Luzón. La llegada de armas a los nacionalistas filipinos provoca que el capitán Antonio López Irizarri, solicite refuerzos, ya que la guarnición de Baler está formada por apenas un cabo y cuatro guardias civiles. Llega entonces el contingente de 50 hombres al mando del teniente José Mota, con el final ya conocido.

Entonces, desde Manila se volvieron a mandar más refuerzos, los cuales llegaron el 12 de febrero de 1898 a bordo de un vapor, el “Compañía de Filipinas”, con el capitán de Infantería Enrique de las Morenas y los tenientes Juan Alfonso Zayas y Saturnino Martín Cerezo, al mando de un destacamento pertenecientes al Batallón de Cazadores núm. 2. Les acompaña el teniente médico, Rogelio Vigil de Quiñones y Alfaro, con una enfermería de diez camas, y regresaba a su destino el párroco del pueblo, Fray Cándido Gómez Carreño, que había estado prisionero de los tagalos, y a los que dijo le dejaran ir para convencer a los españoles que se rindiesen. De las Morenas, como hemos dicho, se encontraba enfermo, hasta el punto que cinco meses después fallece a causa del beri beri. El teniente Juan Alonso Zayas, su segundo, moriría también de beri beri tras casi cuatro meses de asedio. El teniente Saturnino Martín Cerezo quedara al mando de la guarnición tras la muerte por beri beri de los tenientes De las Morenas y Zaya.

Tres días después de la llegada del contingente español se produce el incidente del Maine. Ajeno a los acontecimientos que se producían, comenzaba el infierno para aquel reducido grupo de españoles que el 30 de junio se veían obligados a encerrarse en aquella iglesia, haciendo de esta un verdadero e inexpugnable fortín, construyendo un pozo, cavando trincheras y consolidaron muros. Se preparan para el asedio que les amenaza. Nadie sabía por cuanto tiempo. Ni podían imaginárselo.

Esa falta de previsión provocó que, pasados los primeros días, los asediados comprobaran la escasez de alimentos, compuesto principalmente por arroz y algunas hortalizas existentes en el huerto de la iglesia que el teniente médico se encargaba de cuidar. Poco tiempo después, los españoles comprobaron que serían víctimas de un enemigo mayor que los enemigos filipinos: el beri beri, una enfermedad causada por la falta de alimentos frescos y que provocaba fiebres, vómitos y diarreas. Y lo que no hacían las balas enemigas lo hizo el beri beri.

Cientos de filipinos atacan a los españoles por todas las partes pero los estos logran repeler todas las ofensivas, ataques que se repiten en los días siguientes, con idéntico resultado. Los filipinos empiezan a enviar a los sitiados mensajes para que se entreguen, pero estos hacen caso omiso. El interior de la iglesia, tabicadas las ventanas, la ventilación era deficiente y se respiraba un aire denso y viciado. Y lo que no conseguían las armas de sus enemigos lo hacía aquel hacinamiento. Algunos hombres comenzaron a morir por las enfermedades y el hambre, entre ellos el capitán Enrique de las Morenas el 22 de noviembre de 1898 y el teniente Juan Alfonso Zayas un mes más antes. Ambos son enterrados en la iglesia. La moral de la guarnición recibe un duro golpe, que queda al mando del teniente Martín Cerezo.

Los filipinos siguen atacando sin cesar. Manila ya ha caído en manos filipinas y la situación en el interior del asedio es deplorable, donde se desconoce lo que está sucediendo fuera de aquellos muros. Los soldados apenas pueden dormir e iban todos vestidos de harapos y descalzos. Mientras, el enemigo envía mensajes de rendición e informándoles que la capital había caído y que era inútil seguir resistiendo. Pero los sitiados continuaban su triste resistencia. No había comida, apenas agua y las enfermedades se habían convertido en su peor enemigo.

El teniente Cerezo observa que la bandera española que ondea en la torre está consumida y descolorida por el sol, la lluvia y el viento. Ordena entonces hacer otra con trapos rojos y amarillo y sustituirla. Aquella acción eleva la moral de los sitiados.

Para entonces, España se había rendido ya a los americanos.

 

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El 10 de diciembre de 1898 se firma el Tratado de París donde España capitula y entrega a Estados Unidos Filipinas, Cuba y Puerto Rico. España estaba desmoralizada y hundida  ante la crisis económica. Todo estaba perdido. Era el momento de hacer regresar a los soldados desplazados en ultramar. Comienzan entonces las repatriaciones.

Pero en el asedio de Bauler siguen ajenos a los acontecimientos.

A mediados de diciembre, la situación del asedio se relaja por parte de los sitiadores, en espera de que las noticias lleguen a los sitiados y se entreguen. Tan es así que el día 14  de diciembre, cumpliéndose 167 días de asedio, algunos soldados rompen el cerco y cogen de una huerta cercana algunas verduras y fruta que ayudan a superar la epidemia de beriberi, mientras se abren las puertas y ventanas para airear la iglesia. Llegan dos franciscanos para convencer a los asediados de la inutilidad de resistir porque la guerra ha terminado. Ante la negativa a su petición, deciden quedarse para dar ayuda espiritual. La presión psicológica de los sitiados era brutal. Tres de ellos, un cabo y dos soldados, intentan desertar y son detenidos.

La navidad de 1898 no era un día precisamente feliz en aquel lejano lugar. La situación era angustiosa. Los alimentos ya se habían terminado y solo había algunas bayas. A pesar de las difíciles condiciones en las que vivían, se rezaron algunas oraciones, y se celebró un improvisado concierto de villancicos, y una «cena», a base de habichuelas picadas revueltas con arroz en manteca rancia, y como postre, un plato de calabazas endulzadas y café de puchero.

Los últimos de Filipinas
Los últimos de Filipinas

El 14 de enero de 1899 suena la corneta de los filipinos tocando a parlamento. El Teniente Martín Cerezo sube a la torre de la iglesia y observa a lo lejos un hombre vestido de paisano portando bandera blanca que se acerca. Cuando llega hasta la iglesia, se presenta como el capitán Olmedo, asegurando traer órdenes por escrito del Capitán General para el capitán De las Morenas, preguntando a Martín Cerezo si él mismo es el De las Morenas.

Martín Cerezo oculta al recién llegado la muerte del capitán y le pide que le entregue a él el documento. Insiste el supuesto capitán y el teniente le contesta que le entregue a él las órdenes o se vaya. Se lo entrega. Dentro: el teniente lee el escrito decía: «Habiéndose firmado el Tratado de Paz entre España y los EE.UU. y habiendo sido cedida la soberanía de estas Islas a la última nación citada, se servirá Ud. evacuar la plaza, trayéndose el armamento, municiones y las arcas del tesoro, ciñéndose a las instrucciones verbales que de mi orden le dará el Capitán de Infantería D. Miguel de Olmedo Calvo. Dios guarde a Ud. muchos años. Manila, 1 de febrero de 1899. Diego de los Ríos«. Martín Cerezo no considera legítimo aquel escrito y cree que es una estratagema del enemigo para que abandonen el asedio. Siente miedo de estar allí encerrado, pero siente más miedo de abandonar el encierro y quedar en manos del enemigo. Además, aquel parlamentario que aseguraba ser capitán venía vestido de paisano y le había preguntado si él era el capitán De las Morenas a pesar de asegurar conocerle. No. Estaba seguro que era una trampa.  comenta al teniente médico estas dudas y luego a sus hombres. Seguirían allí.

Son ya siete meses de encierro y el agotamiento y la desesperanza hacen estragos entre los asediados. Algunos buscan una solución desesperada y deciden desertar y escapar de aquel infierno, pero son detenidos y juzgados de acuerdo a la Ley Militar. Martín Cerezo no aplica la pena de fusilamiento que dicta el Código, sino que los castiga encerrándolos en el baptisterio, inmovilizándolos con grilletes. Cerezo no puede, no quiere ser un verdugo de sus propios soldados.

Unos días después, se produce un momento de alegría para los españoles. Observan a tres carabaos, una especie de bovino, pastando cerca de la iglesia. Una buena oportunidad de comer carne después de varios meses, por lo que organiza su captura. Durante los siguientes tres días aquella carne palían su hambre y la disentería. El tiempo máximo al no poder conservar la carne al no tener sal.

Mientras, los intentos de asalto de los filipinos eran intermitentes, pero constantes. El 30 de marzo de 1899 se produce un ataque con mucho fuego de artillería, incluyendo algunos disparos de cañón que, aunque no hacían mella en los gruesos muros de la iglesia resultaban peligrosos cuando entraba un proyectil por las ventanas.

Cumplidos 282 días de sitio, se acaban el arroz y el tocino rancio, pero todos los sitiados continuaban en sus puestos. Les mantenía la esperanza de que pronto llegarían refuerzos y que el final del asedio estaba muy cerca. Los ataques de los filipinos eran más cada vez violentos y constantes, lo que era interpretado como un intento desesperado de conquistar aquella iglesia ante la llegada de las tropas españolas. Sin embargo, la realidad es que el enemigo más cruel seguía siendo la disentería y el beri beri. El teniente médico ordena a un cabo y varios soldados que salgan en busca de comida fresca, en especial verduras y frutas lo que permite paliar las enfermedades y mejorar a los enfermos del beriberi durante algunos días.

 

8

La firma del Tratado de París lleva a los americanos a intentar colonizar la isla, pero los filipinos, sintiéndose traicionados, comienzan a luchar por su independencia. En febrero de 1899 inicia entonces la guerra entre filipinos y estadounidenses, que durará tres años. Durante la guerra contra los españoles el gobierno estadounidense había garantizado su apoyo a los rebeldes filipinos para que pudieran conseguir la independencia. Pero tras la derrota de España, los Estados Unidos se apoderaron de las Filipinas convirtiéndola en una colonia estadounidense. En diciembre de 1898, Estados Unidos pacta la entrega de Filipinas en el Tratado de París, pero los filipinos, que ya habían declarado la independencia se opusieron a los términos del tratado. La guerra fue especialmente cruenta y las represalias duraron hasta 1913, muriendo nueve millones de civiles filipinos, ordenándose ejecutar a las personas mayores de diez años. La quema de aldeas, las torturas y las violaciones por parte del ejército estadounidense fueron abundantes, siendo muchas las denuncias por la quema de iglesias, la profanación de cementerios y la ejecución de prisioneros. Tras la derrota, Filipinas se convirtió en una colonia de Estados Unidos, que impulsó su cultura e idioma en las islas. Finalmente, el 4 de julio de 1946, tras la Segunda Guerra Mundial, Estados Unidos concedió a Filipinas una independencia aparente.

En este contexto de enfrentamiento entre filipinos y americanos, el 13 abril de 1899, Estados Unidos envía al cañonero USS Yorktown con el fin de liberar a la guarnición española de Baler, solicitada por España en uno de los puntos del tratado. Así, una mañana, los sitiados escuchan cañonazos que venían desde la playa procedentes de un navío de guerra. Por la noche un potente reflector ilumina la iglesia, lo que llena de alegría y de esperanza a los sitiados. A la mañana siguiente se produce un intenso tiroteo en la playa. Cuando llega la noche, el reflector deja de alumbrar y el buque se aleja de la playa. El desconcierto y el desánimo invaden a los sitiados. Martín Cerezo tiene que utilizar sus dotes de persuasión para explicar lo que parece inexplicable y que además desconoce. Les dice que aquel barco ha ido a buscar refuerzos y regresará con ellos.

La realidad era que el los soldados americanos del Yorktown desembarcados fueron atacados inmediatamente por los tagalos filipinos escondidos en la selva. El desastre fue de tal magnitud que quince marines, con su oficial al mando, fueron muertos, obligando al resto a retirarse, alejándose el buque y dejando abandonados a los españoles.

Dentro de la iglesia quedan los sitiados acompañados por la hambruna y la enfermedad. A finales de mayo del 1899 los filipinos llegan hasta las mismas paredes de la iglesia, pero son rechazados en un enfrentamiento cuerpo a cuerpo. Los ataques son continuos y cada vez mejor organizados, para acabar definitivamente con la resistencia española.

En mayo, el cañonero español Uranus, al mando del teniente coronel Aguilar, llega a Baler desde Manila, según él, cumpliendo órdenes del Capitán General Ríos. Le dice a Martín Cerezo que trae consigo un barco para repatriarlos tras el final de la guerra. Martín Cerezo duda de nuevo de la autenticidad del nuevo parlamentario. Su uniforme no le es familiar y el barco que se observa en el horizonte no parece ser real. Pero el principal argumento contra aquello era su incredulidad de que España hubiera perdido y abandonado Filipinas como insistentemente decía aquel desconocido, enseñándole incluso algunos periódicos españoles con la noticia de la pérdida de la colonia. Martín Cerezo se niega a escuchar las órdenes del supuesto Teniente Coronel Aguilar. Este, perplejo ante esta actitud, le espeta a Martín Cerezo si para que creyera lo que le estaba diciendo tenía que venir en persona el propio General Ríos. Lacónicamente, el teniente le contesta que solo en aquel caso obedecería las órdenes. Y volvió a la iglesia con sus hombres.

Tras once meses de sitio y sin prácticamente nada que comer, el Teniente Martín Cerezo necesita romper la monotonía del asedio. Organiza una salida nocturna para montar un punto de observación en la playa en espera del paso de algún buque en dirección a Manila. Mientras espera el momento adecuado para salir, observa los periódicos que le había dejado el general. Aquellos titulares sobre la pérdida de Filipinas que se había negado a reconocer. Es entonces cuando un escalofrío recorre su cuerpo. Lee una noticia diciendo decía que el teniente Francisco Díaz Navarro, amigo y compañero suyo, pasaba destinado a Málaga a petición propia. Esta noticia se la había contado en secreto el propio Díaz Navarro antes de partir hacia Baler y solo él la conocía. Aquel periódico decía la verdad: España había perdido Filipinas. Y aquel infierno era, pues, inútil.

Reunió entonces a sus hombres y les contó lo que decía aquel periódico. Aquel asedio era inútil y era preciso dar fin a él. Pero quería hacerlo de una manera honrosa y digna, como eran ellos mismos. Sus hombres le contestaron que hiciera lo que mejor le pareciera.

Es entonces cuando, ante el asombro de los filipinos, se iza en la torre de la iglesia la bandera blanca y oír el toque de llamada. El Teniente Coronel jefe de las fuerzas sitiadoras, Simón Tersón se acerca hasta la iglesia para encontrarse con el teniente Martín Cerezo y escuchar sus peticiones. Le contesta que lo haga por escrito. Así lo hace Martín Cerezo: «En Baler a 2 de junio de 1899, reunidos jefes y oficiales españoles y filipinos, transigieron en las siguientes condiciones: Primera: Desde esta fecha quedan suspendidas las hostilidades por ambas partes. Segunda: los sitiados deponen las armas, haciendo entrega de ellas al jefe de la columna sitiadora, como también de los equipos de guerra y demás efectos del gobierno español; Tercera: La fuerza sitiada no queda como prisionera de guerra, siendo acompañada por las fuerzas republicanas a donde se encuentren fuerzas españoles o lugar seguro para poderse incorporar a ellas; Cuarta: Respetar los intereses particulares sin causar ofensa a personas«.

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Los filipinos aceptan las condiciones pedidas por el teniente español. Y así, tras 337 días de asedio finaliza el «Sitio de Baler». Una vez arriada la bandera, el corneta toca atención y los soldados españoles se aprestaron a abandonar la iglesia. Los Tenientes Martín Cerezo y Vigil de Quiñones, enarbolando la bandera española, encabezan la formación de aquel ejército formado por 28 soldados, un trompeta, dos cabos, un teniente médico con el teniente Martín Cerezo a la cabeza, visiblemente agotados desfilando con toda la marcialidad posible y con la cabeza alta y sus descargadas armas al hombro, mientras los soldados filipinos escoltan y saludan su salida en posición de firmes, entre asombrados e incrédulos, pero admirados ante la capacidad de resistencia de aquellos héroes.

Trece de ellos cayeron por las enfermedades, ninguno por las balas enemigas.  El hambre, el beri beri, la disentería, el calor asfixiante y pegajoso pusieron a prueba la resistencia a los soldados del Regimiento de Cazadores número 2. Durante los 337 días de asedio, aquellos hombres resistieron a todo, incluyendo a las invitaciones a la rendición.  El 2 de junio de 1899 llegaba la capitulación.

Era el final de un asedio y el final de un imperio de 400 años.

6

Una vez que los últimos de Baler se hubieron repuesto del tremendo agotamiento y con la ayuda de los filipinos, que cumplieron fielmente su compromiso, el Teniente Martín Cerezo y sus hombres viajaron en dirección a Manila, donde llegaron el 6 de julio de 1899. El Presidente filipino, Emilio Aguinaldo, les ofreció inmunidad y alojamiento, reconociendo el valor y la hazaña de aquel grupo de soldados españoles. Incluso dictó un Decreto que decía: «Habiéndose hecho acreedora a la admiración del mundo de las fuerzas españolas que guarnecían el destacamento de Baler, por el valor, la constancia y heroísmo con que aquel puñado de hombres aislados y sin esperanza de auxilio alguno, han defendido su bandera por espacio de un año, realizando una epopeya tan gloriosa y tan propia del legendario valor de los hijos del Cid y de Pelayo; rindiendo culto a las virtudes militares e interpretando los sentimientos del ejército de esta República, que bizarramente les ha combatido; a propuesta de mi secretario de Guerra, y de acuerdo con mi Consejo de Gobierno, vengo en disponer lo siguiente: Los individuos de que se componen las expresadas fuerzas no serán considerados como prisioneros, sino por el contrario, como amigos; y en su consecuencia, se les proveerá, por la Capitanía General, de los pases necesarios para que puedan regresar a su país«.

En Manila la comisión española encargada de recibirlos, los alojó en el Palacio de Santa Potenciana, antigua Capitanía General. La colonia española los colmó de homenajes y regalos. En una de las recepciones, el Teniente Martín Cerezo recibió el abrazo del Teniente Coronel Aguilar que en son de broma le preguntó si ahora le reconocía, a lo que contestó afirmativamente y agradeciéndole su visita en Baler, gracias a la cual estaban libres.

Por fin, el 29 de julio del 99 embarcaron en el vapor «Alicante» camino de España, llegando a Barcelona el 1 de septiembre, recibidos por las autoridades con todos los honores como “Los últimos de Filipinas”.

Pero, aunque el recibimiento fue muy efectivo, Martín Cerezo hubo de soportar un fuerte interrogatorio para aclarar todo lo sucedió en Baler. Él siempre justificó su negativa a las órdenes que recibió de abandonar el asedio por considerarlas falsas y no poder creer la derrota y abandono de Filipinas. Finalmente, el Teniente Saturnino Martín Cerezo fue propuesto para la Cruz Laureada de San Fernando, condecoración instituida por las Cortes de Cádiz el 31 de agosto de 1811, para premiar un hecho heroico sobrehumano. Continuó la carrera militar y murió en Madrid el 2 de diciembre de 1945, con el grado de General. Su único hijo Saturnino, fue una de las víctimas de los fusilamientos de Paracuellos del Jarama. A la familia del capitán Enrique de las Morenas se le concedió una pensión anual de 5.000 pesetas, siendo él ascendido a título póstumo al grado de Comandante. Los demás: dos cabos, un corneta y veintiocho soldados del Batallón Expedicionario de Cazadores nº 2, defensores de Baler, la Cruz de plata del Mérito Militar con distintivo rojo y una pensión vitalicia mensual, de 7,50 pesetas. Teniendo en cuanta que en su mayoría eran personas sin recurso, algunos de ellos murieron como mendigos. Doce de ellos lucharon en la Guerra Civil.

Y el olvido de su gesta.

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Baler quedó como un símbolo casi olvidado de la de un pequeño grupo de españoles, a los que se les llamó “los últimos de Filipinas”, sin que hoy en día se conozca el verdadero significado de ese dicho, y solo se les relaciona con la película que se rodó sobre aquellos hechos. Aquellos “últimos de Filipinas” era mucho más que una gesta heroica. Su lección se convirtió en un hecho histórico y en una lección que hoy es estudiada en la academia militar de West Point.

Era también el final de un Imperio de 400 años.