Vado del Cascajal

La mayoría de las leyendas pertenecen a un ámbito local y forma parte de un ámbito geográfico limitado. Puede ocurrir que la misma leyenda se repita en otros lugares, cambiando el nombre de los personajes pero manteniendo la esencia de la leyenda.

La leyenda del Vado de Cascajal, sin embargo, forma parte de la tradición cultural de la comarca y una versión de la misma, la más antigua que se conoce, está relacionada en la cantiga 63 de las “Cantigas de Santa María”, escrita por Alfonso X el Sabio y, más tarde, en la “Estoria de España” del propio rey Alfonso. La leyenda tiene su epicentro en la villa soriana de San Esteban de Gormaz, en cuya iglesia de Santa María del Rivero existe la tumba de su protagonista con un epitafio que alude a la leyenda. Su protagonista es Fernan Antolínez, caballero castellano al servicio del conde García Fernández, señor del Condado de Castilla.

La leyenda hay que situarla en la Pascua del año 970 en la villa de San esteban de Gormaz, situada por aquel entonces en la frontera entre el califato de Córdoba y el Reino de Castilla, marcada por el río Duero. Ese mismo año había fallecido en Burgos, a los cuarenta años de gobierno, el primer Conde Soberano de Castilla Fernán González, famoso por su astucia y valor. Le sucedería su hijo, García Fernández. Comenzará un periodo de guerras entre moros y cristianos por el control de la frontera y de la villa. Desde el califato de Córdoba, el emir Hisham II, había ordenado a su general Almanzor la recuperación de la plaza.

Nuestra Señora del Rivero. Foto: J.A. Padilla

Ante la llegada del ejército musulmán, las tropas cristianas se preparan para defender la villa. Aquella mañana, el conde acude a misa en la iglesia de Santa María de Rivero para encomendarse a Dios. Tras escuchar la primera misa, García Hernández abandona la iglesia y se dirige con sus hombres al campo de batalla, al Vado de Cascajal, por donde quería entrar el ejército musulmán desde Osma. En el templo solo queda un caballero: Fernán Antolínez, quien tenía por costumbre no abandonar jamás un oficio religioso hasta su final.

Fernán Antolínez es un hombre piadoso y profundamente religioso. Nada estaba por encima de su devoción. Cuando observa al conde salir para enfrentarse a los musulmanes, Fernán se queda en su lugar arrodillado y en comunión con Dios. Decide que Dios es lo más importante y no va marcharse hasta que no acaben los oficios religiosos. Y así, mientras el ejército cristiano se batía valientemente en la batalla, el caballero Fernán continúa en la iglesia.

Mientras, su escudero, que aguardaba en la puerta de la iglesia con su caballo y armas, veía desde allí la batalla y lamentaba la ausencia de su señor y su cobardía. Desatado por la desesperación, entra en la iglesia y le afea al caballero por su actitud. Pero el caballero hace caso omiso al escudero y continúa con devoción en la misa. Se dirige en oración a la Virgen y le implora ayuda. Una luz cegadora le nubla la vista.

Tras finalizar la misa, sale del templo para dirigirse al campo de batalla. Es entonces cuando su escudero le cuenta que la batalla ya ha terminado y que los moros han sido derrotados mientras él estaba en misa. Fernán Antolínez queda apesadumbrado por las palabras de su escudero y por no haber podido acudir a la batalla. Piensa que, como su escudero, todos le tomarán por un  cobarde sin entender el verdadero motivo de su ausencia.

Pese a todo, no duda en acudir a presencia del conde, porque si bien su espíritu se siente herido, su alma está en paz y no se arrepiente de lo hecho.  Se encomienda a la Virgen y acude al campo de batalla meditabundo y cabizbajo.

Observa como todo está lleno de cadáveres y la sangre tiñe el campo de rojo. Ha sido una batalla dura y cruenta. Ve a unos soldados que, tras advertir su presencia, se dirigen a él diciéndole que el conde quiere verle. Resignado a su suerte, mira al cielo y de nuevo una luz cegadora le nubla la vista. Acude a presencia del conde.

Para su sorpresa, el recibimiento es apoteósico. Todos le vitorean y el conde García Fernández, le abraza y le dice: “Hoy es un buen de Pascua”. «En buena hora os he conocido que, si no fuera por vos, juro a Dios, que fuéramos vencidos yo y los míos; pero tantos matasteis vos de sus moros que el rey Almanzor hubo de darse por vencido, pero os ruego, que cuidéis de vuestras llagas».  “¡Vivas por muchos años!”

Fernán Antolínez no entiende nada y cree que se trata de una burla por parte del conde porque no ha asistido a la batalla. Pero entonces se fija en su armadura, toda ella manchada de sangre y todo él lleno de magulladuras, como si hubiera participado realmente en la batalla. Mira al cielo y se da cuenta que se ha producido un milagro, algo inexplicable, porque todos cuentan cómo se ha batido bravamente y cómo ha terminado con la vida de muchos musulmanes.

El caballero se da cuenta que la Virgen ha escuchado sus rezos y que alguien, tal vez un ángel, había aparecido en la batalla mientras el oraba en la iglesia y, con sus ropas y caballo y había luchado con gran valentía y ardor y tras matar a un general moro, le había arrebatado su bandera y arrojado al suelo, lo que había provocado la huida de los moros y la victoria cristiana.

Pero mientras todos le vitoreaban, Fernán Antolínez se encontraba triste porque él no era ningún héroe. Aunque, al mismo tiempo, se encontraba feliz porque estaban en paz con Dios y con la Virgen. Y por ello, mirando severamente al conde le confiesa que él no ha asistido a la batalla porque estaba en misa rogando por la victoria cristiana y que sus palabras fueron escuchadas y mientras él oraba, la Virgen ha enviado a un ángel que ha luchado por él y ha sido el artífice de la victoria. El conde le mira incrédulo, pero la mirada sincera del caballero le convence de que dice la verdad y que, en efecto, la ayuda divina ha ayudado en la victoria.

Foto: J.A. Padilla

A partir de entonces, todos conocerán al caballero por Vivas Pascual. Pascual, por ser el día de Pascua; y Vivas, por ser el grito que todos le dedicaba. Fernán Antolínez era un simple siervo de Dios y un devoto de la Vírgen. Además, decidió que tras su muerte, fuera enterrado en la iglesia de Santa María del Rivero. Hoy, en esta iglesia, un sepulcro con la leyenda “Aquí yace Pascual Vivas cuyas armas lidiaban oyendo misa…” marca el lugar donde reposan los restos del caballero.

La leyenda inspiró, además, a Calderón de la Barca en su auto sacramental “La devoción de la misa”, donde cuenta la leyenda.