Cristo de Burgos

Cristo de las Gotas. Foto: J.A. Padilla

Desde la posición del observador, la contemplación del Cristo de las Gotas estremece por la dureza de las heridas de su cuerpo. El rostro del crucificado denota el dolor sufrido, aunque su rictus deja entrever una cierta paz. Sus ojos entreabiertos y su boca, también entreabierta, dan la sensación de querer expresar su sentimiento. Su cuerpo, bien proporcionado, está cubierto con multitud de gotas que simulan sangre. Es el Cristo de las Gotas que podemos contemplar en la iglesia de San Gil Abad, en Burgos, una iglesia construida a finales del siglo XIII de estilo gótico sobre, según dice el pequeño tríptico que te entregan en la oficina de turismo, una iglesia anterior de 1163. La iglesia es impresionante y de una riqueza ornamental y artística importante, con sus varias capillas y su altar mayor. Dicen que hasta esta iglesia venía Santa Teresa de Jesús a orar cuando estaba en Burgos, concretamente a la Capilla de la Virgen de la Buena Mañana. Pero lo que atrae especialmente a esta iglesia es la imagen del Cristo Crucificado, llamado el Cristo de las Gotas, o tal vez deberíamos decir el Cristo de Burgos, tal y como reza en una losa que se encuentra ante él. Antes de la visita de esta iglesia hemos visitado la Catedral y, en ella, la Capilla del Corpus Christi, donde se venera la imagen del también llamado Cristo de Burgos.

Iglesia de San Gil. Foto: J.A. Padilla

Para hablar de la leyenda del Cristo de Burgos, lo primero que hay que tener en cuenta es que no son uno, sino dos Cristos los que existen en la ciudad castellana y que se han disputado tal título, cada uno de ellos con su propia leyenda. El primero de ellos se encuentra en la catedral, como hemos dicho, en la capilla de Corpus Christi, mientras que el segundo se encuentra en la iglesia de San Gil Abad. Ambos muy venerados y ambos atraen a un gran número de visitantes que vienen desde tierras muy lejanas atraídos por el carácter milagroso de ambas imágenes. Fueron precisamente los visitantes los que acuñaron el término burgalés de ambos Cristos para diferenciarlos de otros similares existentes en otros lugares del mundo, si bien, en la actualidad se le considera el Cristo de Burgos al existente en la catedral, mientras que el existente en San Gil se le conoce más como el Cristo de las Gotas.

Foto: J.A. Padilla

El Cristo de San Gil es, según una leyenda, una imagen que el Papa Inocencio III donó a San Juan de Mata, el fundador de los Padres Trinitarios, quien la trasladó desde Roma a Burgos para ser colocada en un oratorio del convento de los Trinitarios en 1207, que estaba junto al Arco de San Gil, y posteriormente a esta iglesia en 1837 al ser desamortizado el convento durante la Desamortización de Mendizábal.

Según cuenta el Padre Flórez en su Historia Sagrada, el Cristo se hizo famoso por protagonizar un milagro en 1366, durante el asedio de la ciudad en la guerra entre el rey Pedro I el Cruel y Enrique de Trastámara. Unos años antes, en 1350, muere el Rey de Castilla, Don Alfonso, quedando como heredero Pedro I, excluyendo a los otros hijos de Doña Leonor de Guzmán, entre ellos Enrique II de Trastámara, quien declaró la guerra por la sucesión de Castilla. En este escenario tiene lugar el hecho milagroso de este Cristo. Ante la amenaza de Enrique, Pedro I reúne las cortes en Burgos, y acuerdan el derribo inmediato del Convento e Iglesia de la Santísima Trinidad. En una de las Capillas del Convento dedicada a la Magdalena se veneraba la imagen de este Cristo. Frente al convento se encontraba un pequeño hospital, perteneciente a los padres Trinitarios donde residía una religiosa llamada María de Jesús, la cual estaba al cuidado de los enfermos, y que atendía la Capilla del Cristo.

Cuadro del milagro de las gotas. Foto: J.A. Padilla

Cuando se está procediendo a demoler la bóveda de la Capilla una de las piedras cayó sobre la cabeza del Cristo. En ese momento empiezan a brotar algunas gotas de sangre, que fueron cayendo por su cuerpo. María, testigo de este milagroso hecho, fue recogiendo con su toca las santas gotas evitando se desparramaran. Hoy se encuentran en una reliquia que se venera en una hornacina a los pies de la Santa Imagen.

Durante los siguientes siglos, la orden de los Trinitarios y la de San Agustín pugnaron por la advocación de este Cristo para los suyos, y denominaban Cristo de Burgos a ambos. La polémica culminó en 1806, cuando el rey Carlos IV se lo concedió al Cristo de los Trinitarios, tal y como recuerda la placa de mármol existente en la iglesia de San Gil. A pesar de ello, actualmente se conoce como Cristo de Burgos al que se venera en la Catedral, procedente del convento de San Agustín.

En cuanto al Cristo de los Trinitarios, pocos años después, la invasión francesa obligó a trasladar al Cristo a la parroquia de San Gil, para protegerlo de posibles profanaciones o de su expoliación. Aunque posteriormente la imagen volvió al convento con los frailes, los procesos desamortizadores obligaron a su traslado definitivo a San Gil en 1836, año desde el cual se venera en una capilla lateral de dicho templo, a la izquierda del transepto.

Foto: J.A. Padilla

La imagen del Cristo de las Gotas es sobrecogedora y destaca por la gran cantidad de heridas que presenta. Todo el cuerpo; torso, brazos y piernas está salpicado de pequeñas laceraciones de las que manan gotas de sangre. De la herida del costado brota un enorme chorro de sangre así como de manos y pies. El rostro también presenta heridas sangrantes en mejilla y nariz, pero a pesar de ello el rostro aparece dulce y tranquilo. El paño que lo cubre va sobrepuesto pero, a diferencia de la imagen de la catedral, no es de faldellín sino de pliegues y anudado a la izquierda.
La cruz está hecha de madera natural, sin adornos.

Como decíamos antes, la llegada del ejército napoleónico a Burgos, junto con la supresión de los conventos y de todas las órdenes religiosas, los monjes trinitarios deciden trasladar a la Parroquia de San Gil, Abad, la imagen de las Santas Gotas. Esto ocurría el 10 de noviembre de 1808. En febrero de 1809 paso a ocupar la actual capilla. Trece años después regresa al convento de los padres trinitarios. Más tarde, en 1835, durante el reinado de reina Isabel II, se produce la llamada desamortización de Mendizábal, razón por la cual la imagen es trasladada definitivamente a la Parroquia de San Gil. Ante esta Imagen han orado fieles de todas las clases sociales y condición, tales como Felipe III y Felipe IV, tal como testimonia uno de los lienzos de la Capilla.

Cuadro del milagro de Cazorla. Foto: J.A. Padilla

Los cuadros que se encuentran en las paredes de la capilla son testimonios históricos del hecho milagroso y de la devoción que se sentía por la imagen milagrosa del Santísimo Cristo. En uno de ellos recuerda el momento que de la cabeza de la Santa Imagen brotan algunas gotas de sangre y la religiosa antes citada recogiendo las16 gotas en su toca. La visita del rey Felipe IV y su familia ha quedado también reflejada, todos ellos obras del pintor Santiago Álvarez, como lo son otro también otras pinturas que cuentan que en 1512, un preso encadenado y condenado por un falso testimonio sufre el traslado desde la cárcel de Granada a la capilla donde se veneraba la milagrosa imagen, después de haberle invocado. Otro cuenta que hacia el año 1693, en Cazorla, como peregrino se acerca a pedir limosna, encontrando un enfermo desahuciado, le invita a encomendarse al Cristo y obtiene la curación. La fiesta del Cristo de las Gotas se celebra el día 3 de Mayo, precedido de un septenario como preparación a la fiesta, y el mismo día se saca en procesión el relicario de las Santas Gotas, así como la imagen del Cristo.

Cristo de Burgos en la iglesia de San Gil. Foto: J.A. Padilla

Antes de abandonar la iglesia de San Gil Abad observamos un cuadro dedicado al Cristo de Burgos, similar al que hemos visto antes en la catedral, con su faldellín de color blanco y sus característicos huevos de avestruz a los pies. Esta imagen nos permite contemplar las diferencias entre ambos Cristos en cuando a su iconografía, aunque también las coincidencias entre ambas imágenes. El cuadro, al parecer, es obra de un discípulo del pintor Mateo Cerezo.

El Cristo de Burgos que hemos contemplado antes en la catedral nos ha sobrecogido, aunque no en la misma medida que este. En contraste con el de San Gil, el cuerpo del Cristo de la catedral es sensiblemente más delgado, lo que le da un mayor dramatismo a su imagen. El faldellín sirve para ocultar buena parte de su cuerpo. Los tres huevos de avestruz son la principal característica del Cristo de Burgos de la catedral. La leyenda del Cristo de Burgos existente en la catedral dice que la imagen es una donación de un comerciante burgalés al convento de los Agustinos, cuyas campanas empezaron a sonar solas cuando el Cristo entró en la iglesia. Esta imagen, de estilo gótico, está tallada en madera y está toda recubierta de piel de cordero, lo que acentúa su realismo. Tal es su realismo, que posee cabellos, cejas, pestañas y barba de pelo verdadero pelo. Alguna crónica del Camino de Santiago asegura que la figura parece de carne y hueso, se le ve sudar y le crece la barba y las uñas de las manos y los pies, por lo que es preciso recortarlas.

Capilla del Cristo en la Catedral. Foto: J.A. Padilla

Como ejemplo de su realismo se recuerda que, cuando los Reyes Católicos visitaron Burgos en 1497, la reina Isabel se acercó al convento a venerar la imagen y, al verla, pidió uno de los clavos que atravesaban sus manos y subirse a una escalera mientras lo sacaban. Cuando vio como el Cristo bajaba el brazo, se desmayó y desistió de su deseo. Otro milagro atribuido a este Cristo es el que cuenta que un conde regaló al Cristo una corona de oro, poniéndosela en la cabeza después de haberle quitado a la imagen la que tenía de espinas. Al día siguiente todos vieron como la cabeza sostenía la de espinas, estando la de oro a los pies del crucifijo. Cuando en 1936, se suspenden las órdenes religiosas, la imagen se traslada a la catedral. Y este es el Cristo al que se conoce como “Cristo de Burgos”, pese al que tal título también le corresponde al Cristo de San Gil.

Cristo de Burgos. Foto: J.A. Padilla

No cabe duda que la legitimidad otorgada al Cristo de la Catedral está relacionada con su realismo. Visto de cerca, a muchos les parece más un cuerpo incorrupto, entre lo mágico y lo divino, dándosele un aire entre místico y supersticioso para los que veneran a esta imagen.

Sin embargo, el cuerpo es una talla de madera de pino, finamente trabajada. El resto de los elementos que componen la imagen están articulados en torno al cuerpo La cabeza y las extremidades son piezas independientes adosadas al cuerpo mediante abrazaderas de hierro, de forma que el cuello, las piernas, los brazos y hasta los dedos de las manos se pueden mover. Las articulaciones están cubiertas de lana, cáñamo y piel. Las uñas están fabricadas de asta de animal. Una mano de pintura al óleo recubre toda la imagen, acentuando la sensación visual y táctil de que se trata de un cuerpo humano. Una cruz de madera sostiene a Cristo y tres huevos de avestruz, más una corona de oro posan a sus pies. Los huevos de avestruz son un regalo de un mercader que los trajo de África. En cuanto la corona, ya hemos visto su origen. La cabeza del Cristo está inclinada y caída sobre el hombro derecho. Su rostro expresa una profunda agonía. Las heridas y pústulas en relieve cubren todo el cuerpo. Los ojos no están tallados y están pintados al óleo. Un faldón de terciopelo cubre la mitad de su cuerpo. El color del faldón varía según la litúrgica.

La forma articulada del Cristo no es ninguna rareza. Durante la Edad Media eran frecuentes los Cristos articulados con fines litúrgicos y para escenificar la Pasión y Resurrección de Cristo. Los peregrinos y fieles que se postraban a sus pies tenían la sensación de hacerlo ante un Cristo real. Los movimientos de sus extremidades ayudaban a la teatralización y escenificación con que se mostraba la imagen al público, lo que aumentaba, aún más si cabe, la devoción al Cristo del pueblo sencillo y necesitado de creer en milagros.

Imaginemos, pues, la escenografía empleada en aquel tiempo con aquella imagen que inspiraba fervor, pero también algo de terror y, sobre todo, mucho misterio. La capilla del convento en la que se encontraba el Cristo era oscura y apenas estaba iluminada por candelabros, creando ese ambiente tétrico tan necesario. Tres cortinas, una tras otra, tapaban la imagen. Las dos primeras se abrían, mientras sonaban las campanas de la iglesia. La tercera cortina, transparente, nunca se abría. Esta ceremonia se realizaba normalmente el viernes, después de la misa, y provocaba en los fieles una gran devoción, no exenta de empujones por acercarse a ver la imagen. El éxtasis ante la imagen del Cristo milagroso era total para todo aquel que conseguía acercarse a él. Algunos personajes importantes que consiguieron acercarse a la imagen quedaron profundamente conmocionados y sobrecogidos, como la mencionada reina Isabel. O como Gonzalo Fernández de Córdoba, el Gran Capitán, quien, tal y como nos cuenta el Padre Flórez, también quiso subir a ver de cerca el santo crucifijo, y al acercarse y ver el realismo del rostro de aquel Cristo quedó tan sobrecogido que dijo: “No queramos tentar a Dios. A unos llama, a otros contiene, como quien tiene en su mano las voluntades y en su figura los afectos que el arte no sabe comunicar”.

La escenografía empleada no permitía acercarse más de lo necesario a los fieles y la cortina dejaba ver solo lo necesario. Esto favorecía que la leyenda del Cristo creciera hasta el límite. Los fieles aseguraban que la figura sudaba, le crecía la barba, el pelo y las uñas. Los peregrinos del Camino de Santiago llevaban la leyenda a todos los rincones del mundo y de lejanas tierras venían a postrarse los peregrinos a los pies del y traían ofrendas, limosnas, mientras reyes, príncipes, guerreros y próceres acudían al Santo Cristo para pedirle protección.

El origen de esta imagen es semejante al de otras imágenes. Como otros Cristos, se atribuye a Nicodemo su talla. Recordemos que Nicodemo era, según el Evangelio de San Juan, un rico fariseo miembro del Sanedrín y discípulo de Cristo. Esta imagen de Cristo permaneció en Beirut hasta la invasión de los musulmanes. Los cristianos, por temor a que fuese profanada, la introdujeron en una urna de cristal y la arrojaron al mar. Otras leyendas similares recogen que la imagen depositada en el mar será recogida milagrosamente por algún barco o terminará encallada en alguna playa. Recordemos la leyenda de Santiago de Compostela, quien tras su muerte fueron depositados sus restos en un barco que navegó a la deriva hasta llegar a Galicia.

En relación a la leyenda del Cristo de Burgos, la tradición más antigua la encontramos en la Legenda Aurea de Santiago de la Vorágine que nos cuenta que en Beirut un cristiano tenía alquilada una vivienda. En una de las paredes de la habitación en que dormía colocó colocó este crucifijo ante el que oraba diariamente. Tras finalizar el contrato de alquiler, se mudó de casa, pero se olvidó la imagen del Cristo en la anterior vivienda, la cual poco después, fue alquilada por un judío, quien invitó a comer a uno de los de su tribu. Estando comiendo, el invitado vio el crucifijo e, indignado, espetó en tono airado y amenazador a su amigo la razón por la cual se atrevía a tener en su casa aquella imagen.

El amigo, que en los escasos días que llevaba viviendo en la casa no había advertido la presencia del crucifijo, juró y perjuró que desconocía su existencia. Cuando terminó la comida, el invitado se despidió de su amigo y se fue a denunciarle ante el jefe de la tribu. Rápidamente, un grupo de judíos se presentaron en casa del denunciado y al ver que, en efecto, en ella había un crucifijo, le increparon duramente y lo golpearon hasta dejarlo medio muerto. Se apoderaron del crucifijo y lo pisotearon. Uno de ellos traspasó con su lanza el costado de la imagen y, al instante, brotó de la herida en mucha abundancia una mezcla de agua y sangre. Otro de los presentes recogió en un vaso el líquido que manaba, mientras todos quedaron admirados por el milagro. Llevaron el vaso a la sinagoga y comprobaron que cuantos enfermos eran ungidos con el líquido quedaban inmediatamente curados.

Los judíos acudieron entonces al obispo de la región y le contaron lo acontecido. Todos ellos se convirtieron y recibieron el bautismo. El obispo llamó al cristiano que había olvidado en su antigua casa aquel Cristo y le preguntó por el autor de aquella imagen. El cristiano le respondió que su autor era Nicodemo y que había pasado por varios dueños, todos ellos de Jerusalén. Cuando Jerusalén fue destruida, unos cristianos la llevaron al reino de Agripa, de donde posteriormente otros la trasladaron a la tierra del cristiano y se la entregaron a sus antepasados. Él la había heredado de sus padres.

El Padre Flórez cita otras leyendas en relación al origen del Cristo de Burgos, como aquella en la que un mercader de Burgos, muy devoto de los agustinos de San Andrés, viajó a Flandes para comerciar. Les pidió a los monjes pidió que rezasen por él durante su viaje, ofreciendo traerles alguna maravilla. Sin embargo, el comerciante olvidó su promesa durante su estancia en Flandes. Cuando regresaba se encontró en el mar un cajón a modo de ataúd. Tras ordenar sacarlo del agua, lo abrió. Dentro del cajón había una caja de vidrio y en ella un crucifijo de tamaña natural, cuyo Cristo se encontraba con los brazos sobre el pecho. Una vez llegados al puerto de Santander, aquella imagen del Cristo maravilló a los que lo contemplaban y algunos le donaron alhajas para embellecerlo. Muy contento el mercader con aquel Cristo encontrado milagrosamente y acordándose de la oferta que hizo a los monjes burgaleses, llegado a Burgos les entregó aquel sagrado tesoro guardado en aquel cajón. Cuando llegó a la iglesia cuentan que las campanas empezaron a sonar solas. Los monjes colocaron al Cristo en el altar mayor, donde quedó depositado para admiración de todos.

El obispo y el cabildo, viendo la estrechez y la pobreza de aquel lugar, propusieron llevárselo a la catedral y enriquecer su tesoro con aquella maravilla con la excusa de que la catedral eran un sitio más honorífico y adecuado y más al alcance de los feligreses. El mercader y los monjes no querían permitirlo. Al fin y al cabo, el mercader era el dueño de aquella imagen y la comunidad la legítima depositaria de la misma y el obispo no tenía derecho a llevársela. La insistencia del obispo, y su jerarquía, consiguió su objetivo. Por las buenas o por las malas, la imagen del Cristo se trasladaría hasta la catedral. Y así se hizo en el año 1184. La noche siguiente, a la hora de los maitines de medianoche, la imagen del Cristo se encontraba de nuevo en el altar de la iglesia.

Una vez en la capilla del convento de San Agustín, los frailes agustinos buscaron con todos los medios promover la devoción al Cristo. Pronto sus milagros se hicieron famosos en todo el mundo, favorecido por el hecho de que Burgos se encontraba en el Camino de Santiago y eran muchos los peregrinos que se paraban a venerar ante este Cristo Crucificado: desde Santa Brígida a Santa Teresa, pasando por San Ignacio de Loyola y San Francisco Javier, además de personajes importantes como la mencionada Isabel la Católica, o los reyes Felipe II, Felipe III, Felipe IV y Carlos II. Santo Tomás de Villanueva fue prior de este convento de 1533. Rafael Alberti le dedicó unos versos al Cristo de Burgos y Jean Paul Sartre lo cita en su novela La Nausea.

Al margen de la leyenda, debemos señalar que este Cristo es una obra elaborada en un taller flamenco, de origen desconocido, que crea una expresión piadosa y dulce, alejada del expresionismo agónico propio del medievo. Ello explicaría que esta obra fuera adquirida por el mercader burgalés en un taller flamenco y trasladada a Burgos, al Monasterio de San Agustín, a principios del siglo XIV, en lugar del encuentro en las aguas del mar. En aquel tiempo, Burgos mantenía relaciones comerciales con otros países de Europa y los mercaderes disponían de dinero y medios para la adquisición y traslado de una obra de estas características. Esta explicación, más lógica, se apartaría de la leyenda del encuentro casual de la imagen en medio del mar. La leyenda incide en el carácter milagroso del Cristo, ya que la Providencia guio el arca o cajón hacia occidente, con destino final a la capital de un rey católico, Burgos, corte del reino de Castilla, donde la religión y el culto de los santos cristianos han prevalecido sobre el islamismo.

La leyenda ayudaba, y mucho, a propagar la devoción al Cristo de Burgos, la cual se extendió por amplios territorios y su imagen era demandada por numerosos creyentes, máxime si tenemos en cuenta que únicamente se exhibía al público los viernes. Sin embargo habrá que esperar hasta el siglo XVII para disponer de las primeras reproducciones pintadas destinadas a retablos o para uso privado. La iconografía que se creó reproduce fielmente la de la imagen en el crucifijo: un Cristo de gran tamaño cubierto con largo faldón blanco, cabeza caída y cabellos largos. Para identificarle de otros Cristos, le añadieron los grandes clavos con cabezas metálicas cónicas y los fondos neutros y oscuros que resaltan la figura. Uno de los primeros pintores en pintarla fue Mateo Cerezo, el Viejo, quien tuvo abierto taller en Burgos aunque no realizó una obra muy destacable, sin embargo es conocido, además de por la presente iconografía, por ser el padre de Mateo Cerezo, el Joven, artista de gran calidad del que se pueden contemplar varias obras en la sala precedente. El cuadro que se exhibe en la iglesia de San Gil es obra de uno de sus alumnos.

Sin duda, el signo distintivo del Cristo de Burgos, son los huevos que adornan la base de su cruz. Esos huevos simbolizan el nido de gaviota que tenía la cruz del Cristo cuando fue encontrado flotando sobre las olas por el mercader burgalés. Con el paso del tiempo, los fieles siguieron ofreciendo huevos al Cristo. De hecho, desde el siglo XVI, los originales huevos de gaviota fueron sustituidos por huevos de avestruz, traídos de África por otro comerciante local, en uno de los muchos viajes que los marineros españoles hacían por los cinco continentes en expediciones de descubrimiento y conquista. Por ello ha sido habitual encontrar al Cristo de Burgos, en su capilla de la catedral, adornado con esos enormes huevos en número de entre cinco y tres, que los aventureros españoles ponían a los pies de la imagen como exótico regalo traído de lejanas tierras en sus largos viajes. Era una manera de agradecer al Cristo el permitirles regresar sanos y salvos. Es la principal diferencia entre el Cristo de la catedral y el de San Gil. El primero exhibes en sus pies tres huevos de avestruz, mientras que el de San Gil, no.