La princesa de Benacantil

Castillo de Alicante
Castillo de Alicante

La leyenda se desarrolla durante el periodo de dominación árabe, el cual tuvo lugar entre los años 718 y 1248, concretamente durante el siglo VIII, cuando la ciudad era gobernada por un sultán desde el palacio fortaleza situada en el punto más alto del monte Benacantil, desde donde dominaba plenamente la ciudad, la medina llamada por entonces Al-Laqant, y una buena parte del mar Mediterráneo.

Era aquel sultán una persona que se caracterizaba por su despotismo y su crueldad, además de por sus grandes riquezas. Los árabes se habían asentado en la medina apenas unos años antes y los cristianos eran un motivo de preocupación para el emir. Este había pactado la entrega de la ciudad a cambio de que los cristianos pudieran mantener su fe y sus posesiones, aunque a cambio de pagar unos impuestos abusivos, por lo que aquella paz era solo aparente y los enfrentamientos eran constantes.

El emir tenía una hija, joven y muy hermosa, muy amada por su padre pero con un inconveniente: quería para ella el mejor matrimonio posible. El mejor para él. Veía en su hija la oportunidad de desposarla con algún poderoso sultán que le proporcionara el poder y riqueza que ambicionaba, más aún de lo que poseía. La princesa tenía edad ya de prometerse, era un buen partido, razón por la cual muchos pretendientes la ambicionaban. Pero el valí no iba a conformarse con cualquiera. Quería lo mejor….., como hemos dicho para él.

El valí acostumbraba a celebrar fiestas en su palacio a las que invitaba a todos los nobles de la medina, para que la muchacha aprendiera a desenvolverse y su belleza fuera conocida por todos. Ella, consciente de las intenciones de su padre de buscarla un matrimonio de interés y anteponer este a los deseos de su corazón, se aburría en aquellas fiestas donde tenía que soportar los requiebros de los hombres y buscaba una excusa para ausentarse. Aunque educada en los cánones de su religión y de obediencia debida a su progenitor, como mujer inteligente se negaba a aceptar unas normas que atentaban a su felicidad.

Fue en una de esas fiestas cuando la princesa, cansada y aburrida, pidió permiso a su padre para retirarse. Le encantaba contemplar desde los jardines de la muralla aquel paisaje, aquel mar infinito. La noche le devolvía el horizonte plateado por la luna. De repente, oyó un ruido extraño y una sombra que se escondía. Ella se asustó. Entonces surgió la presencia de un hombre. Un hombre joven. Era un cristiano. La joven iba a llamar a la guardia, pero él la contuvo. No quería hacerla nada malo. Quería verla. Conocerla. Había oído hablar de su extraordinaria belleza y quería comprobarlo por si mismo. Era mucho más hermosa de lo que decían. No le importaba arriesgar su vida porque había merecido la pena conocerla y poder confesarle su amor. La princesa escuchaba petrificada la confesión de aquel cristiano. Pero perdió su miedo. Al contrario, aquel joven llamó su atención y le agradaba la idea de que arriesgara su vida por verla. Pero seguía asustada, no por la presencia del joven, sino porque se encontraba en un lugar prohibido y cualquier intruso sería castigado con la muerte si era descubierto. Con el corazón sobresaltado, por la emoción y el miedo, le dijo al joven que no podía estar allí, pero él le contestó que no le importaba su suerte y que solo quería confesarle su amor. Le dijo entonces su nombre y la princesa palideció al escucharlo. Era hijo del mayor enemigo de su padre, el principal noble cristiano de la ciudad. Un escalofrío sintió cuando pensó en lo que haría su padre si descubría al joven. Tras prometerle que le permitiría verla de nuevo, regresó hacia el lugar de donde había salido: un pasadizo abierto en la muralla que conducía a la parte baja de la medina y que el joven había descubierto casualmente. Y aunque ella intentó disuadirle de que no lo hiciera, su corazón sabía que no la obedecería. Quedaron de verse a escondidas utilizando aquel pasadizo secreto, desafiando todo peligro.

Desde esa noche, ella no podía apartar de su mente, ni de su corazón, a aquél valiente joven que estaba dispuesto a arriesgar su vida por estar junto a ella. Se siguieron viendo a escondidas. Protegidos por la luz del atardecer, ambos se prometían amor. Era una relación prohibida y ello le producía una tristeza y melancolía que, con el paso de los días, afectaron a su personalidad y estado de ánimo, algo que su nodriza y sirvientas notaron. La alegre y dispuesta princesa se estaba convirtiendo en una muchacha taciturna y reservada y su salud iba empeorando notable y visiblemente, llegando a ser advertido por su propio padre. Este le preguntaba el motivo de su tristeza mientras le dedicaba frases cariñosas para alegrarla. Todo inútil. Un día le contó, para animarla, sus planes de matrimonio con el sultán de Damasco, un hombre viejo pero inmensamente rico, lo que la convertiría en una mujer rica y poderosa. Pero aquello la entristecía aún más y las lágrimas eran la respuesta a los planes de su padre. Llegó a pensar que aquella pena era a causa de no querer separarse de él, por lo que insistía en la necesidad de matrimonio. Y nuevas lágrimas. Un círculo vicioso, cuyo enigma el padre no era capaz de descifrar. Preguntaba a su aya, pero tampoco tenía respuesta.

Fue entonces cuando acudió a los médicos. Les preguntó la causa de la enfermedad que aquejaba a su hija. No encontró respuesta alguna. Entonces acudió a los astrólogos. Quería saber si en las estrellas estaba escrito el mal de su hija. Y las estrellas hablaron. Y descifraron el nombre de la enfermedad: el mal amor. El valí dijo entonces que sanaría pronto porque estaba preparando su boda con el sultán. No, le dijeron. No era por el amor por el sultán. Su mal se curaría solo con un amor elegido por el corazón de su hija y no por el ofrecido por su padre. Él no hizo mucho caso a las palabras de los astrólogos y siguió su propósito. En esos días estaba negociando con el sultán de Damasco, a quien le había hecho llegar las dotes y extraordinaria belleza de su hija, cualidades que alegrarían la vejez del sultán. El valí, que conocía las intenciones de matrimonio del sultán, tenía la oportunidad soñada por él. Una alianza con Damasco supondría un inmenso poder para él y una oportunidad para aumentar su riqueza. El sultán, que había oído hablar de la princesa, estaba muy interesado en conocer a aquella bella joven. Aquella boda, sin duda, sería la solución de todo.

La aya quiso conocer la verdad sobre los males que atacaban a la princesa, así que empezó a vigilar sus movimientos de manera discreta. Una tarde, la sorprendió cuando abría una puerta secreta tras unos arbustos y que daba a un pasadizo. Entonces vio a un joven vestido a la manera cristiana. La aya, escondida, escuchó la conversación entre ambos enamorados y sus promesas de amor. Planeaban como desafiar a sus padres, escapar a un lugar lejano y vivir juntos toda la vida. Entonces la aya apareció ante ellos. Les advirtió del peligro que corrían y de que aquellos planes eran tan imposibles como su amor. Les prometió el silencio a cambio de que reflexionaran y renunciaran a todo aquello. Las pisadas de la guardia interrumpieron los sabios consejos de la aya. El joven despareció por el pasadizo.

Unos días más tarde la princesa fue llamada por su padre. Este se mostraba contento. Le anunció entonces que ambos viajarían hacia Damasco porque el sultán quería conocerla y casarse con ella. La princesa se quedó paralizada por el miedo y de sus labios escapó un grito que resonó en el salón negándose a ello. El semblante del padre cambió por completo. La ira encendió sus ojos y cogiéndola con fuerza la recordó su deber como hija de obedecerle. Pero ella insistió en su negativa. Amaba a otro hombre. Una sonora bofetada golpeó la mejilla de la muchacha, cayendo al suelo. Le pidió su nombre. Pero ella se mantuvo en silencio, mientras él volvía a golpearla. Le exigió su nombre, pero la misma respuesta. Le gritó su nombre, pero ella no abrió los labios. Volvió a abofetearla, más por impotencia que por autoridad. Ella quedó tendida en el suelo, desvanecida. El valí llamó al aya. Le preguntó si sabía algo. Ella contestó negativamente. Pero la sanguinolenta mirada del valí rompió el silencio de la mujer, que terminó confesando lo que sabía. Aquellas visitas clandestinas, aquellas promesas de amor, aquellos planes. Con aquel cristiano.

Aquellas palabras golpearon con fuerza al valí, que no pudo aguantar más. Tenía que dar muerte a aquel cristiano que pretendía robar a su hija y mancillar su honor. No podía hacerlo públicamente porque era hijo de su peor enemigo y no debía alterar la convivencia pacífica entre árabes y cristianos. Planificó su venganza. Aparentando normalidad, ordenó a su guardia vigilar el jardín y el pasadizo que conectaba con él. La trampa surtió efecto. El joven cristiano no tardó en ser sorprendido entrando en el jardín, como si de un ladrón se tratara mientras su amada, que no sabía nada, le esperaba. Fue detenido y conducido a las mazmorras del castillo. La princesa quedó allí, temiendo lo peor.

La princesa se negó a comer. No dormía por las noches, temiendo por su amado y el miedo a su padre se convirtió en una obsesión. Su salud empeoró alarmantemente, lo que provocó que los criados llamaran al padre para informarle sobre la delicada situación de su hija. Este acudió resuelto a obligar de nuevo a casarse con el sultán, pero viendo el lamentable estado de su hija, incluso aquel duro corazón se ablandó. La acarició y la consoló. Ella le preguntó por su amado y él le contestó que se encontraba preso, pero bien. Le prometió que escucharía sus deseos, pero ella tenía que alimentarse y volver a ser ella. Luego hablarían del joven. Ella vio en aquellas palabras de su padre una esperanza para su amor. En unos días, la princesa volvió a ser la muchacha alegre y sana que era.

Esperaba que su padre la llamara para pedirle el perdón de su amado. Finalmente, se produjo la llamada esperada del valí. La princesa acudió esperanzada en que conseguiría ablandar el corazón de su padre. Le pidió la libertad para el joven. Él le contestó que le concedería su deseo si accedía a casarse con el sultán. Todo lo más que consiguió es que ella negociara la libertad a cambio de renunciar a su amor, pero jamás se casaría con nadie.

La paciencia del valí llegó a su límite. Una princesa, bella entre las bellas, renunciaba a todo por culpa de un infiel. No lo permitiría. El odio y la furia regresaron a los ojos del sultán. Si ella quería burlarse de él, él haría otro tanto con ella. Entonces le propuso un diabólico y maquiavélico pacto. Le señaló el paisaje que se observaba desde el ventanal. El azul del cielo, el mar profundo, el sol iluminando todo. El valí, mirando a su hija con una irónica sonrisa le propuso su plan. Si al día siguiente aquel mismo paisaje amanecía cubierto de nieve, él liberaría al joven y permitiría que se casasen. Pero si aquel paisaje era como el que ambos veían en ese momento, ella tendría que renunciar a su amado y casarse con el sultán y el joven moriría ahorcado. Ella, obligada y abrumada por los acontecimientos, aceptó la propuesta de su padre. Era imposible que nevara pero era la única posibilidad de salvar la vida de su amor.

Llegada la noche, la muchacha la pasó pidiendo a Alá que la ayudara. Luego, el cansancio la rindió y la tristeza se apoderó de su corazón cuando la despertó los primeros rayos del sol. Miró por la ventana el cielo azul. Luego se levantó y miró por la ventana. Entonces, el asombro y la alegría la inundó. Todo aquel paisaje estaba cubierto de un manto blanco. Todos los almendros habían florecido y todo parecía nevado: ¡Ala la había bendecido!

Así, emocionada, salió corriendo hacia los aposentos de su padre para mostrarle aquel milagro. Le encontró mirando por el ventanal, asombrado por aquel níveo paisaje. Lo miraba incrédulo. Miró a su hija y su rostro mostró una mueca cruel. Le señaló por la ventana el torreón del castillo: una figura humana pendía de la horca. Vio aquella figura y al instante la reconoció: era su amado. Comprendió que su padre la había engañado. Un grito de dolor salió de su pecho y, de inmediato, salió corriendo hacia el torreón. El traidor padre vio a su hija víctima de la desesperación y se felicitó por haberse adelantado a los acontecimientos. Convencido de que la nevada era imposible en aquella ciudad, había ordenado la ejecución del joven en el instante en el que su hija mirara por la ventana para que viera su muerte. Ahora, con gesto complacido, se felicitaba por su decisión.

Pero, de repente, su gesto de felicidad se tornó en una mueca de angustia. Desde la ventana vio cómo su hija se aferraba a aquel cuerpo, ya sin vida, y cómo el peso de ambos rompía la cuerda y ambos caían por el precipicio. Miró y vio a ambos cuerpos, abrazados y sin vida, inertes en el suelo. La sangre de ambos escribía su mensaje de amor eterno.

El valí se dio cuenta de su grave error y, sobre todo, de que su ciega avaricia no le había dejado ver el amor por su hija. Él era el culpable de su muerte y tenía que pagar por ello. Se lanzó desde el ventanal hacia el abismo que se abría bajo el castillo. Su cuerpo, sin embargo, no llegó al fondo del barranco, sino que quedó atrapado entre las rocas.

Al día siguiente, los habitantes de la medina observaron un prodigio: la roca que forma el barranco de Benacantil mostraba el rostro del valí labrado en la roca. Desde entonces, su silueta es atacada por los vientos que lo azotan, como un eterno castigo por su intolerancia y crueldad.

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