35. DICTADURA DE PRIMO DE RIVERA (1923)

No cabe duda de que aquel verano de 1923 era más tórrido de lo habitual. En las transparentes aguas de la playa de La Concha, en San Sebastián, lugar de moda de la nobleza española, el Rey Alfonso XIII intentaba olvidarse de los grave problemas que amenazaban a España. Entre ellos, aquel golpe de Estado que desde hacía tiempo se rumoreaba. Pero al Rey ello no le preocupaba. Al contrario. Ya no creía en aquel sistema parlamentario basado en el bipartidismo entre conservadores y liberales. Un modelo agotado. Él, como buena parte de pueblo español, creía que era el momento de que viniera alguien con “mano dura” a imponer el orden que España necesitaba. Alguien que además, hiciera olvidar los últimos reveses que se venían sufriendo.

Aún no se había olvidado, por ejemplo, el llamado Desastre de Annual, sucedido dos años antes, una derrota militar que había causado más de 10.000 muertos y la humillación ante el enemigo marroquí. Como se podía olvidar el constante auge del nacionalismo en Cataluña y el País Vasco, visto con recelo por los grupos más conservadores del país y que ponían en peligro la unidad nacional. Como tampoco se podía olvidar que la división de los partidos conservador y liberal y el ascenso de socialistas y republicanos alarmaban a la oligarquía. También hacía dos años que se había fundado el Partido Comunista de España, de una escisión de las  Juventudes Socialistas. Y ante las cristalinas aguas de Santander, el Rey pensaba que solo un gobierno autoritario podía ser el freno definitivo a tantos temores. La opinión pública, que no veraneaba en San Sebastián y que sufría la crisis y la inestabilidad política, exasperada por la corrupción política, el alza de precios y la cuestión marroquí coincidía, en gran medida, con su Rey. Aunque también consideraban a este una parte del problema. Pero consideraban que solo una “mano de hierro” podía poner orden en aquel caos. Así, el fantasma de la conspiración fue creciendo en aquella España desengañada.

Esta conspiración se fue fraguando desde las elecciones de primavera, celebradas el 29 de abril de 1923 bajo sufragio universal masculino, lo que quiere decir que las mujeres no podían votar. En junio un grupo de generales llegaron al acuerdo de preparar un golpe para instaurar un Gobierno fuerte. En los primeros días de septiembre se eligió a la persona que debía personalizar este golpe: el general Miguel Primo de Rivera, por aquel entonces capitán general de Cataluña.

Miguel Primo de Rivera y Urbaneja había sido educado, desde su temprana infancia, para la vida militar. A los catorce años, en 1884, ingresó en la Academia Militar y tras la instrucción fue destinado a Melilla, donde logró una serie de rápidos ascensos, hasta el grado de capitán, y donde en 1893 fue condecorado con la medalla Laureada de San Fernando. Estuvo destinado en Cuba, donde fue ascendido a comandante, con apenas 35 años, y en Filipinas, unos destinos donde fue conociendo de manera directa los problemas de las plazas españolas en ultramar, adquiriendo una experiencia que le servirá para lo que la historia le tenía reservado. En 1902 se casó con Casilda Sáenz de Heredero y el primogénito de aquel matrimonio, José Antonio, fundaría posteriormente la Falange Española. Tras la muerte de su esposa, regresó a Marruecos, donde consiguió el grado de general. En julio de 1919 fue ascendido a teniente general y recibió el nombramiento de capitán general de Valencia, para hacerse cargo poco después de la capitanía general de Madrid. En Madrid mantuvo un duro enfrentamiento con el gobierno que a la postre le costó la dimisión. En noviembre de 1921, mientras se discutía en el Parlamento sobre el desastre de Annual: «Yo estimo, desde un punto de vista estratégico, que un soldado más allá del Estrecho, es perjudicial para España«. Debido a estas declaraciones fue relevado de la capitanía general de Madrid, ya que el Gobierno era tendente a mantener a toda costa las últimas colonias. Al año siguiente, en mayo de 1922, el Gobierno le nombró capitán general de Barcelona, un puesto complicado debido a la situación que se vivía en Cataluña. Pese a ello, Primo de Rivera se ganó el apoyo de los sectores más conservadores gracias a su política de mano dura contra la delincuencia y la criminalidad

Los llamados “felices años veinte” eran solo un eufemismo en una España marcada por una intensa conflictividad y malestar social, que no era ajena a la situación de Europa tras el final de la Primera Guerra Mundial. Las continuas derrotas del ejército español en Marruecos desmoralizaban a los mandos militares, máxime cuando aún permanecía vivo el recuerdo de 1898, y al escándalo levantado por el expediente Picasso, documento elaborado para tratar de depurar las responsabilidades del desastre de Annual. Aquella guerra era repudiada por la sociedad española.  El asesinato del presidente del gobierno Eduardo Dato en 1921 a manos de tres pistoleros anarquistas era un grito para que aquella situación acabara como fuera y por quien fuera. Por eso, ya desde comienzos del año 1923 se empezó a rumorear sobre la posibilidad de un golpe de Estado. Algo que, como hemos visto, al Rey no le preocupaba en la tranquila playa de La Concha.

A quien sí le importaban aquellos rumores era al entonces jefe del Gobierno,  Manuel García Prieto. Y también le preocupaba el hombre que sonaba para llevarlo a cabo. Por eso, llamó al general Weyler para que éste se hiciese cargo de la capitanía general de Barcelona y destituir así a Primo de Rivera. Demasiado tarde. Antes de que Weyler llegase a Barcelona, Primo de Rivera había sublevado a las tropas, haciéndose con el control del Estado el 13 de septiembre de 1923. Una fecha importante porque se producía apenas una semana antes de que se presentara en el Congreso el Expediente Picasso, un documento elaborado por el general Juan Picasso que enumeraba los errores e irregularidades cometidas en la guerra del Rif, cuyo último capítulo se había escrito, dolorosamente para España, en Annual. Aquel documento amenazaba a las estructura básicas del ejército. El golpe lo evitó.

Aquel golpe, que no debemos llamar de Estado porque no fue tal, contaba con el apoyo de Alfonso XIII, que desde San Sebastián conocía las intenciones del general. Así, en la mañana del día 14 le encargó de formar Gobierno, nombrándole el día 15 Ministro único, cuando el Rey regresó de sus vacaciones. Por ello, si bien no existen pruebas de una implicación directa del rey, fue evidente su pasividad inicial y el nulo apoyo que prestó al gobierno legítimo. Pero quisiera o no, el rey se había convertido en un cómplice del nuevo régimen dictatorial. Un duro golpe al sistema político de la Restauración borbónica. Algo demasiado de entender para un Rey que había abdicado desde hacía mucho tiempo de sus deberes propios.

Alfonso XIII y Primo de Rivera
Alfonso XIII y Primo de Rivera

El rey consideraba que la crisis política y social amenazaba la existencia de la propia institución monárquica y confiaba en que el ejército sería capaz de restablecer el orden público. Algo que, como hemos visto, también creía buena parte de los españoles y, sobre todo, las clases altas, que veían con mucha preocupación la fuerza del anarquismo, especialmente en Barcelona. Tampoco olvidemos que el golpe triunfó ante la pasividad del movimiento obrero, indiferente hacia la caída de un sistema político considerado caduco y perjudicial, llegando a contar incluso con el apoyo de parte de la izquierda española.

No podemos, sin embargo, identificar a la dictadura de Primo de Rivera con el fascismo, y ello a pesar de la admiración que el general, y el propio Rey, sentían por Benito Mussolini. Pero ni aquello tenía ideología alguna, ni Primo de Rivera era una figura con el carisma de Mussolini, a pesar de su fama de buen militar, existía partido o movimiento alguno que lo sustentara. Lo que sí hizo Primo de Rivera fue suspender la Constitución de 1876, aunque no la derogó. En principio, parecía que se pretendía implantar una solución transitoria y autoritaria ante el evidente desmoronamiento del sistema político. Pero aquel régimen sobrevivió seis largos años, gracias al mantenimiento del orden público, aunque a través de una evidente represión, y a la resolución de la guerra de Marruecos. Tampoco debe olvidarse que la Dictadura se aprovechó de una situación económica internacional de expansión económica surgido tras la Primera Guerra Mundial. Una situación económica que alivió la precaria situación de la clase trabajadora y que la preocupaba más que la evidente merma de las libertades públicas, la prohibición de las reuniones y asociaciones políticas y la censura de la prensa. Y desde luego la solución al conflicto con Marruecos fue uno de los ejes de la dictadura, el gran éxito de Primo de Rivera, a pesar de que este era contrario a la presencia de soldados españoles allí, porque satisfizo una demanda general de la población española.

La mejora económica permitió el desarrollo de la obra pública, construyendo o mejorando las carreteras, puentes, sistemas de regadío, etc. Favoreció la creación de monopolios en los sectores estratégicos, como, por ejemplo, fundando Campsa. Bajo este régimen se llevaron a cabo dos exposiciones universales y se creó la Universidad.

Pero, a partir de 1928, la dictadura inicia un proceso fulminante de aislamiento político y pérdida de apoyos, especialmente por el deterioro de las relaciones entre el dictador y Alfonso XIII, que comenzó a ver en el general un peligro para la credibilidad de la monarquía como protectora de una dictadura.

La falta de libertades provocó un creciente movimiento de oposición, sustentado por intelectuales, estudiantes, políticos liberales, sindicalistas, incluso ciertos sectores del Ejército y un amplio sector de la sociedad, sobre todo en las capitales de provincia. Intelectuales como Unamuno Y Blasco Ibáñez alertaban sobre los peligros de un régimen dictatorial, a la que se unían las fuerzas de izquierda, como socialistas y republicanos. La monarquía, a la que se consideraba responsable de haber alentado a Primo de Rivera veía amenazada su supervivencia.

El propio general, enfermo y agotado, estaba sufriendo un constante empeoramiento de la diabetes crónica que venía padeciendo desde hacía mucho tiempo, lo que unido a los acontecimientos le llevó a valorar seriamente el abandono de su cargo, buscando la forma de hacerlo. Al mismo tiempo, Alfonso XIII rompía amarras con el dictador, al que había apoyado quizá demasiado imprudentemente, y buscó una solución política al conflicto. Una decisión que le demostró que estaba completamente solo. Era evidentemente que el fin de la dictadura también podía ser el del Rey mismo.

En enero de 1921, una significativa devaluación de la peseta le dio la oportunidad de presentar la dimisión al ministro de Hacienda, José Calvo Sotelo descenso significativo de la peseta, lo que empujó al ministro de Hacienda. Era el inicio de nuevas acciones protesta y de huelgas. Tal era la situación, que un grupo nobles cortesanos celebraron a finales de ese mismo mes una reunión secreta en la Casa de Campo, tras conocer que el gobernador militar de Cádiz, general Goded, iba a encabezar una sublevación en la que estaban implicados tanto civiles destacados como altos mandos militares. Enterado Primo de Rivera de esta reunión, no tan secreta al fin y al cabo, envió telegramas a la cúpula militar en los que recababa su opinión sobre el mantenimiento de confianza en su persona, en realidad una especie de moción de confianza postal. Aquella carta provocó que el Rey le convocara inmediatamente la mañana del día después, domingo para más señas, a Palacio para mostrarle su disgusto por esta carta, ya que la consideraba un exceso de funciones del general, toda una excusa porque durante este periodo, el general había actuado a su capricho y manera sin contar con el rey más de lo necesario, o lo mínimo. Pero aquella carta la consideraba una humillación infringida por un soldado a sus órdenes, por muy alto que fuera su rango. Fuera de aquellos salones palaciegos, el crudo frío invernal de Madrid contrastaba con el calor de la discusión entre ambos hombres. El Rey le pidió la dimisión a un sorprendido Primo de Rivera. Era la única forma de librase de del general. Este reconoció el enorme error del envío de su carta y presentó su dimisión. Tras la entrevista, nada más salir de Palacio, el general redactó una nota de rectificación.

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Dimisión de Primo de Rivera

Primo de Rivera, herido en su amor propio, sin embargo se arrepintió de su dimisión y comenzó a contraatacar intentando conseguir el apoyo de otros generales para encabezar una desesperada sublevación contra el rey que obligara a éste a abdicar. Pero sus palabras fueron sordas, Convencido, por fin, de haber perdido no sólo el poder, sino su popularidad y apoyos, él mismo decidió expatriarse. A Paría llegó el 12 de febrero para hospedarse en un modesto hotel. Deprimido, cansado y enfermo, fueron pasando los días hasta que sus hijas llegaron junto a él, recuperando su vida normal, comiendo y bebiendo, olvidando su diabetes.

El sábado 15 de marzo acudía a ver la obra teatral Cyrano de Bergerac para luego acudir a cenar. Se encontraba feliz y satisfecho. Nadie podía pensar en aquel momento que a la mañana siguiente se encontrara al general muerto en la habitación de su hotel, al parecer a causa de una embolia pulmonar. La mañana del lunes se reunió el Consejo de Ministros, concediendo a la familia su solicitud de enterramiento en Madrid. Y rendir al cadáver los honores correspondientes a su cargo militar, pero sin acceder a darle sepultura en el Panteón de Hombres Ilustres de la basílica de Atocha, como otros jefes de gobierno.

A las siete y media de la mañana del día 18 de marzo, el cadáver de Miguel Primo de Rivera llegaba a la madrileña estación del Norte mientras una multitud le esperaba. En una sala de la misma estación se instaló la capilla ardiente. A las 10 de la mañana acudió el propio Rey, acompañado del gobierno en pleno, marchándose inmediatamente al finalizar. A las once en punto, tras un toque de clarín y con toda solemnidad, el cortejo fúnebre se ponía en marcha, escuchándose en ese momento gritos de “¡Viva Primo de Rivera. Al girar el cortejo la glorieta de la Puerta de San Vicente con intención de enfilar el Paseo de la Virgen del Puerto, los vivas se había convertido en mueras. En ese ambiente de crispación continuó la comitiva, aunque los partidarios del dictador, más numerosos, se hicieron con el ambiente. Finalmente, los restos mortales de Primo de Rivera recibieron cristiana sepultura en el cementerio de San Isidro, mientras el batallón de Húsares de la Princesa efectuaba las descargas reglamentarias bajo una fina lluvia.