El Papa Luna

El castillo que hoy conocemos, se empezó a construir en el año 1294, sobre una  antigua fortaleza musulmana, siendo cedido por el rey Jaime I a la Orden del Temple en el año 1294, los cuales  la restauraron y fortificaron a semejanza de los castillos de Jerusalem, terminando las obras en 1307.  En este año, la Orden del Temple desaparece y el rey Jaime II lo recupera para cedérsela en el año 1319 a la Orden de Montesa.  

Esta Orden religiosa permaneció en el castillo hasta que en el año 1411 se la cede al papa Benedicto XIII, el Papa Luna, el cual levantará su Sede papal desde el año 1415 al 1423, modificando y adaptando el castillo a la función pontificia. Tras la muerte del papa, en 1441, la fortaleza vuelve a la Orden de Montesa y posteriormente a la Corona española.

Fue Felipe II, quien fortificó la fortaleza y construyó las murallas en el año 1705 que rodean el castillo y le dio el aspecto que hoy tiene. Tales obras se acometieron para proteger la ciudad intramuros de los ataques de los piratas berberiscos que asolaban el mar Mediterráneo. Este  castillo templario tuvo el privilegio de compartir la Sede pontificia con el Vaticano y el Palacio de los Papas en Aviñon, los únicos lugares que  han sido sedes papales a lo largo de las historia. Estas ciudades formaron parte del denominado Cisma de Occidente.

Y en esta ciudad, y en este castillo, vivió Pedro Martínez de Luna, el papa Benedicto XIII, más conocido como el Papa Luna.

 Nace el hombre.

Pedro Martínez de Luna nació en el castillo de Illueca (Zaragoza) en el año 1328, en pleno Moncayo. Estudió de joven la carrera militar y posteriormente estudió en la universidad de la ciudad francesa de Montpellier Derecho Canónigo dedicándose al magisterio y consagrándose a la Iglesia, lo que le llevó a entrar al servicio y  a ser la mano derecha del papa Gregorio XI, el cual traslada  su residencia papal de Avignon a Roma.

Tras la muerte de Gregorio XI, se reúne el cónclave cardenalicio para nombrar al nuevo papa. La dura lucha entre los cardenales franceses, partidarios de llevar la Sede papal a Aviñón, y los italianos retrasan las deliberaciones durante más de seis meses, en el que no faltaron múltiples incidentes, llegando incluso a ser invadido el cónclave por ciudadanos romanos que no querían el traslado de la Iglesia a Francia, llegando a amenazar incluso a los miembros del cónclave con cortarles la cabeza.

El cónclave, pese a no estar completo, finalmente  acuerda nombrar papa al italiano Urbano VI. Este, de carácter déspota y poco diplomático, partidario de mantener en Roma la Sede pontificia, amenaza con nombrar cardenales italianos para contar con la mayoría cardenalicia y restar poder a los cardenales franceses. Consultado Pedro Martínez de Luna sobre la legalidad de la votación, este respondió que no lo era, al haberse votado por miedo y no por convicción. Ante esta situación, el cuerpo cardenalicio, ya al completo, nombra a Clemente VII, quien traslada la sede pontificia a Aviñón y da comienzo al cisma de Occidente.

 

¿Y Pedro Martínez Luna?

En un primer momento apoyó al Papa Urbano, pero luego apoyó a Clemente VII y consiguió para este papa el apoyo de la Corona española y de varias iglesias europeas. Por este motivo, el papa le nombró legado papal en España. Esta situación se mantuvo hasta que, en el año 1389, muere Urbano VI, siendo nombrado nuevo papa romano Bonifacio IX. Unos años más tarde, en 1394, muere Clemente VII y, tras ser nombrado cardenal, Pedro Martínez es nombrado nuevo papa, tomando el nombre de Benedicto XIII.

 

Nace la leyenda.

En el año 1411, el papa romano Martino V, excomulga a Benedicto XIII y le requiere a que abandone el papado y se someta a la voluntad de la iglesia romana. Este responde abandonando Avignon y trasladándose a Peñíscola, donde erige la nueva Sede papal hasta el año 1422. La leyenda dice que partió a Peñíscola desde el puerto francés de Colliure en medio de una tormenta. El Papa Luna desafió la tormenta rogando a Dios e implorando, desde la proa del barco, que si él era el papa legítimo sortearía la tormenta. Se calmó entonces el mar y cesó la tormenta y el viento, exclamando entonces Pedro Martínez de Luna “Soy Papa”. Ya en Peñíscola, Benedicto XIII se mantiene firme en su papado, defendiendo la legitimidad de su papado, argumentando que él era el único de los tres papas existentes en aquel momento que había sido elegido cardenal antes de producirse el Cisma. Fue declarado hereje y antipapa al ignorar los  requerimientos y amenazas del nuevo papa, Martino V. Durante el Concilio de Pisa, celebrado en 1403, la Iglesia romana intentó que el Papa Luna renunciara al papado. A partir de ese momento, sobrevivió a varios intentos de envenenamiento y el paulatino abandono de sus seguidores marcaron su vida y la del castillo de Peñíscola.

Benedicto XIII se refugió en el castillo y se rodeó de obras de Ovidio, Averroes, Petrarca, Santo Tomás y Séneca y otros filósofos, escribió sus tratados y ocultó el Códice Imperial, un enigmático pergamino escrito por el emperador Constantino y guardado en una cánula de oro que desapareció tras su muerte y que nadie ha encontrado a pesar de los intentos de hallarlo por parte de papas y reyes.

Cuenta la leyenda que el Papa Luna era un hombre milagroso, dicen que una noche extendió su manto por encima del Mediterráneo y ayudado de su báculo llegó a Roma para decirle a Martín V: “Yo soy el verdadero Papa”. Dicen también que construyó en una noche una escalera hasta el mar para poder huir en su barca, la Santa Ventura, tras el abandono de los suyos. Esa noche perdió en el mar su anillo papal, una excepcional joya que nadie ha logrado hallar, porque el mar escondió la ofrenda. También perdió en este incidente su Códice Imperial, un pergamino escrito por el emperador Constantino, de carácter misterioso y enigmático, cuya lectura estaba reservada solo a los papas y reyes.

El Papa Luna jamás se rindió y estuvo  acompañado hasta el final de sus días por cuatro cardenales y su sobrino, Juan de Lanuza, fieles a él hasta el día de su muerte, el 29 de noviembre de 1423, cuando tenía 94 años, tras lo cual fue nombrado papa Clemente VIII, último papa dependiente de la sede de Avignon, abdicando tiempo después en el papa Martino V. Durante ocho años permaneció el cuerpo incorrupto del Papa Luna en la capilla del castillo de Peñíscola, hasta que su sobrino, que había defendido, cuidado y servido a su tío fielmente hasta su muerte, trasladó el cadáver de Pedro Martínez Luna a la casa de los, en el castillo-palacio de la zaragozana Villa de Illueca, habilitando el mismo salón donde había nacido  para que descansaran allí sus restos mortales.

 

Durante el tiempo que permaneció en Illueca la veneración de su cuerpo incorrupto alcanzó enorme popularidad hasta el punto que las autoridades eclesiásticas de Roma y Aragón se alarmaron ante las miles de personas las que acudían en peregrinación hasta Illueca para venerar su cuerpo y rogarle favores al considerarle milagroso. En el siglo XVI, un prelado italiano atentó contra su urna, golpeándola con un bastón y rompiendo los cristales. En la guerra  de Sucesión del siglo XIX, los Luna se pusieron del lado de los Austrias y al ser vencidos por los franceses, estos saquearon el palacio de Illueca y entraron en la cámara mortuoria, destrozando  a culatazos el cadáver del Papa Luna, separando la cabeza del resto del cuerpo y lanzando por la ventana los huesos, que fueron a caer cerca del rio Aranda. Unos labradores encontraron el cráneo del Pontífice y lo devolvieron a los familiares. Los demás huesos se perdieron.

Con el paso del tiempo, los Luna se trasladaron por matrimonio al palacio del Conde de Argillo de Sabiñán (Zaragoza). El día 07 de abril de 2000,  el cráneo de Benedicto XIII  fue robado de la urna que lo contenía. Los restos fueron recuperados por la Guardia Civil el 12 de septiembre de 2000, con lo que parecía terminar la profecía realizada en su día por San Vicente Ferrer. Aún hoy en día, varias ciudades aragonesas, Zaragoza, Illueca y Peníscola reclaman sus restos que se encuentran protegidos en algún lugar de Zaragoza.

 

La singular personalidad del Papa Luna le ha añadido un halo de misterio y de leyendas en torno a él y su figura. Una de las leyendas más conocidas es aquella que cuenta como  el Papa, desanimado por la deslealtad de los suyos, una noche quiso bajar hasta el mar. Al ser un camino de piedras,  pidió la ayuda celestial y la escalera fue tallada en la roca viva esa misma noche. El Papa bajó por ella y extendió su manto pontificio sobre las olas y apoyándose en su báculo, empezó a navegar hacia Roma como si fuese una barca  y se entrevistó con sus enemigos que no lo esperaban. Lo cierto es que la escalera fue tallada en tiempos del rey Felipe II, durante los trabajos de construcción de la muralla.

El Papa mago, el Papa Luna o el Papa del mar simbolizaba lo bueno y lo malo. Era un santo, un apóstata, un herético, un loco, un brujo y un sabio. Hoy la leyenda dice que los espíritus marinos que le acompañaron en su destierro a Peñíscola desde Avignon para protegerle de la tormenta, gritan hoy desde el llamado “Bufador”, una oquedad pétrea que comunica el mar hasta la ciudad intramuros, y que deja escuchar la furia de las aguas, e incluso asomarse cuando la tormenta las agita. Esa misma leyenda que dice que, en las noches de luna llena, se puede observar la figura del papa, vestido con  su capa y su tierra, mientras pasea por la explanada del palacio. Se dice incluso que aquel que toque con sus manos la figura del Papa Luna sufre extraños sucesos difícilmente explicables.

 Para muchos, la maldición que acompaña al Papa Luna está causada por la profecía realizada por San Vicente Ferrer en torno a él: «Para castigo del orgullo del Papa Luna, algún día, con su cabeza jugarán los niños a modo de pelota!». Hasta que alguien no realice un conjuro que la anule no descansará el espíritu del Papa. El mismo San Vicente Ferrer que devolvió a vida al niño de Morella que había sido sacrificado por su madre para que sirviera de alimento al propio San Vicente, el Papa Luna y el rey Fernando I, reunidos para tratar de buscar una solución al cisma y convencer al papa a abandonar su papado, reunión sin éxito alguno debido a la terquedad de Benedicto XIII. Hay un hecho histórico que avala el papado del Papa Luna. Paradójicamente, fue un papa condenado por hereje por la Iglesia Católica romana. Él y su antecesor, Clemente VII, fueron los para que crearon el Cisma de Occidente, al defender doctrinas que se apartaron en aquel tiempo de la línea oficial de la Iglesia, pero que sin embargo después formaron parte de las tesis aceptadas en el Concilio Vaticano II. Buena prueba de todo ello es, aquellos países que apoyaron a Clemente VII y Benedicto XIII son católicos, mientras que aquellos que apoyaron entonces a Urbano VI y Martino V, como Alemania e Inglaterra, apenas un siglo después fueron protestantes y anglicanos, respectivamente.

Como curiosidad, también hemos de mencionar que el dicho “seguir en sus trece” deriva de la obstinación demostrada a lo largo de toda su vida por Benedicto “trece”.

 

Deja un comentario