El gran ojo

En el barrio de Chamberí se encuentra un curioso edificio que se ha convertido en un icono de Madrid, pese a ser bastante desconocido. Es, además, una vanguardista sala de exposiciones, lo que permite su visita al mismo tiempo que la exposición. Se trata de Primer Depósito Elevado del Canal de Isabel II, perfectamente identificable en el entorno. Merece la pena su visita.

Situado en la calle de Santa Engracia número 152, este antiguo depósito de agua fue inaugurado en 1912 para suministrar agua del canal a los edificios de los nuevos barrios del norte de Madrid, cuya cota era más alta que los depósitos subterráneos existentes hasta entonces. Así, en el año 1900 el ingeniero Diego Martín Montalvo ideó la construcción de tres depósitos elevados que viniesen a resolver esta carencia. De los tres depósitos diseñados, sólo se construyó este, diseñado por Luis Moya Idígoras,y  Ramón de Aguinaga. Su construcción se inició en 1907, estando en servicio 1952 al ser sustituido por el nuevo depósito construido en la cercana Plaza de Castilla. El viejo depósito quedará abandonado hasta que en 1986 se convierte en sala de exposiciones.

El edificio tiene planta poliédrica de doce lados y está construido de ladrillo rojo, rematado por una cúpula gris de zinc, y posee una evidente influencia mudéjar y medieval.  El interior del depósito es cilíndrico y posee un volumen de 1500 m³ elevado a una altura de treinta y seis metros. La torre está compuesta por doce contrafuertes que la sustentan y ayudan a soportar el enorme peso que tenía cuando el vaso estaba lleno de agua. En su origen, el agua era elevada desde los depósitos subterráneos hasta la cubeta situada en la parte más elevada, a través de bombas, consiguiendo, de esa forma, la presión suficiente para distribuirla al consumo.

Y si exterior nos llama la atención, su interior nos asombra. Actualmente es una sala de exposiciones circular. No cabe duda de que estamos en un edificio singular, un enorme cilindro rematado por la cúpula metálica que, sin embargo, no es el final del edificio. Una zigzagueante escalera metálica nos va conduciendo hasta lo más alto, en un ejercicio que pone a prueba nuestro vértigo, pero que nos va proporcionando una idea de su volumen y dimensiones. Siempre se puede subir, y bajar, en ascensor, pero perderemos la experiencia. Las plantas circulares contienen los elementos de la exposición.

Finalmente llegamos a lo que parece el final del recorrido. Llegamos a un techo abovedado que parece rematar el conjunto. Pero no es así. La escalera sube un elemento más y nos introduce en la enorme cubeta de zinc.

Dentro, en una atmósfera de penumbra, no podemos evitar sentir cierta sensación de vértigo y de encontrarnos en un lugar extraño. La oscuridad produce una sensación de vacío que produce cierto estremecimiento. Poco a poco, vamos recorriendo el anillo y acostumbrarnos a la oscuridad y al vacío. Y, en esa penumbra, observamos en el punto más alto un óculo metálico que, parece observamos.

Es como un gran ojo. Nos sentimos extraños en ese lugar, pero permanecemos atraídos por ese ojo.

Cuando nos hemos acostumbrado al vacío y al enorme ojo metálico, iniciamos el camino de regreso hasta abajo. Vemos la altura del edificio mirando al vacío y a la esclera en zig zag que baja hasta la base del cilindro.

La luz del sol nos saluda. Y volvemos a contemplar el imponente edificio. El contraste entre el rojo del ladrillo y el gris que contiene el agujero negro. El contraste entre ello y el azul del cielo y el verde de los árboles. Y el gran ojo en lo más alto. Hay que verlo.