Bellas Artes de Sevilla

Visitemos en esta entrada el Museo de Bellas Artes de Sevilla, uno de los museos más importantes de España y que alberga la segunda colección más importante de obras de arte después del Museo del Prado. Este museo se encuentra en la Plaza del Museo, cercano a la céntrica Plaza de Armas y ocupa el antiguo Convento de las Mercenarias de la Asunción desde el año 1841, seis años después de su creación. Las obras están distribuidas en las dos plantas del edificio, siendo en la segunda donde se encuentran las salas de Murillo, Francisco de Zurbarán y Juan de Valdés. Sin duda alguna, y como veremos, en este museo se encuentran las obras más importantes y representativas de Murillo. También, además de los ya citados, encontraremos cuadros de Esquivel, Domínguez Bécquer y otros importantes pintores. En cuanto a la colección escultórica, encontramos también importantes ejemplos de la obra de Martínez Montañés, Juan de Mesa, Pedro de Mena, y otros.

En cuanto a la ubicación del museo, decíamos al principio que se encuentra aquí desde el año 1835, al ser expulsada la Orden religiosa que ocupaba el edificio tras la desamortización de Mendizábal, pasando a tener un destino civil. El museo fue creado el 16 de septiembre para que unificar en un lugar las obras de arte expropiadas a la Iglesia por las desamortizaciones. El museo llegó a albergar más de dos mil pobras de arte, pero a finales del siglo XX se hizo un inventario del museo que recogió algo más de 300 obras. El destino de las demás es un misterio, o no tanto, si consideramos el expolio de obras de arte que se produjo durante la invasión francesa, circunstancia que favoreció el posterior expolio y robo de obras consentido y oculto por los responsables del museo. Es inimaginable pensar la importancia de este museo si no se hubiera producido estos hechos.

Así pues, el origen de la colección comenzó con obras procedentes de conventos y monasterios desamortizados por el gobierno liberal de Mendizábal, razón por la cual la temática del museo era, en gran medida, de carácter religioso, perteneciente a la escuela barroca sevillana. Posteriormente, a la colección se han ido añadiendo otros cuadros procedentes de colecciones privadas que han mejorado de forma considerable el nivel del museo.

Empecemos, por lo tanto, nuestra visita. Una visita que se limitará a los cuadros y artistas más representativos del museo, pero que nos proporcionará una idea de la enorme importancia del mismo.

BARTOLOMÉ ESTEBAN MURILLO

Murillo nació en Sevilla en 1817. Su padre, Gaspar Esteban, era barbero-cirujano, y su madre, María Pérez Murillo, procedía de una familia de plateros y pintores. Siguiendo la tradición andaluza, el pintor adoptó el apellido materno, Murillo, en vez del paterno. Quedó huérfano de padre y de madre a la edad de nueve años. Estudió pintura en el estudio que tenía en Sevilla Juan del Castillo, un familiar de su madre. En 1645 contrajo matrimonio con Beatriz Cabrera y Villalobos, con quien estuvo casado veinte años y tuvo once hijos. Murillo basó su obra en temas religiosos, entre ellas numerosas imágenes de la Inmaculada Concepción, algunas de las cueles podemos encontrar en el museo Fue también uno de los más grandes retratistas de su época, lo que le permitió numerosas relaciones y encargos de la clase intelectual sevillana. Fue su época más fecunda de su producción artística. En diciembre de 1663 fallece su esposa. En 1682, muere él mismo cuando trabajaba en un altar para la iglesia de Santa Catalina, en Cádiz, tras sufrir una caída de un andamio.

La Inmaculada Colosal

Esta Inmaculada procede del desaparecido convento de San Francisco de Sevilla. «La Colosal» es una pintura al óleo sobre lienzo, de 436 x 297 cm. Este cuadro fue un encargo en 1651 de  los franciscanos  para situarla en el arco triunfal de su iglesia. Cuando el pintor  presentó su trabajo a los monjes, éstos no encontraron a su gusto la obra y se negaron a aceptarla. El pintor solicitó entonces permiso para colocar el lienzo en su lugar correspondiente. La obra resultó del total agrado de los monjes. Pero Murillo pidió entonces el doble de lo estipulado por la obra, aumento que fue admitido por los monjes. Desde ese momento, la obra siempre estuvo colocada en su lugar original hasta que en 1810 sería requisada por los franceses y depositada en el Alcázar. Su enorme tamaño evitó su traslado a Francia por lo que en 1812 fue devuelta al convento donde permaneció hasta la Desamortización de 1836.  La Virgen se muestra en actitud triunfante, apoyando su pie derecho sobre la luna y su rodilla izquierda en una nube sostenida por querubines. Viste amplia túnica blanca y manto azul siendo sus amplios ropajes los que le dan sensación de movimiento.

Inmaculada con el Padre Eterno

Foto: J.A. Padilla

Esta obra es una de las cuatro Inmaculadas de Bartolomé Esteban Murillo, que se caracterizan porque la Virgen María aparece siempre vestida con una tunica blanca y manto azul y con la luna a sus pies. Esta obra fue un encargo de los frailes capuchinos de Sevilla.  Esta pintura  representa a la Inmaculada ascendente y en la parte superior aparece el Padre Eterno con sus brazos extendidos en actitud acogedora. A los pies, el globo terráqueo y el dragón sumido en las tinieblas en contraste con la luz que rodea a la Virgen,  en torno a la cual se mueven los querubines.

La Dolorosa

Foto: J.A. Padilla

La Dolorosa data del año y Murillo nos muestra a la Virgen María en un gesto de gran  dramatismo en la que la Virgen aparece sentada, de cuerpo entero, y con sus brazos abiertos en actitud de ofrenda hacia Dios. Esta Dolorosa recoge de manera admirable el dolor que la Virgen siente ante la cercana muerte de su hijo. Toda la tensión está recogida en los llorosos ojos que se elevan al cielo, con la mirada perdida. El rostro recibe una fuerte luz que contrasta con la oscuridad del fondo y del manto, acentuando la espiritualidad que emana de la Virgen. Los rápidos toques del pincel se aprecian en zonas del velo y de las cuencas oculares.

La Anunciación

Foto: J.A. Padilla

Fechada en 1670 en esta obra de Murillo  de la Anunciación, el ángel anuncia a la Virgen María que será la madre del Mesías. Existen varias versiones sobre el tema de la Anunciación., una de ellas la que nos ocupa, un encargo de los capuchinos al pintor sevillano para su convento.

Esta versión se distingue porque la Virgen no junta las manos con la cabeza bajada, sino que mira con sorpresa hacia el ángel con las manos abiertas. De igual manera, el ángel no está arrodillado en tierra  sino sobre una nube. La composición se divide por la diagonal que forman el brazo del ángel y la paloma del Espíritu Santo. A un lado se encuentra  el mundo terrenal, con la Virgen María, arrodillada ante un reclinatorio de madera; y el celestial, formado por el arcángel y el Espíritu Santo, entre nubes con angelitos. También destacan en el cuadro  detalles como las azucenas de Gabriel, el libro abierto que sostiene la Virgen o el canasto de la costura que aparece en primer término, en el que se puede distinguir unas tijeras e incluso la aguja con el hilo.

Detalle. Foto: J.A. Padilla

La Virgen de la Servilleta

Foto: J.A. Padilla

Murillo pintó esta obra formó para el retablo de la  iglesia de los frailes capuchinos, en cuyo lugar estuvo durante más de 150 años. Durante la invasión francesa, el cuadro estuvo a punto de ser requisad por el mariscal francés Soult, pero los franciscanos consiguieron salvarla y esconderla hasta el final de la guerra, en el año 1814. Más tarde, con la desamortización de Mendizábal, el cuadro pasó a propiedad del Estado y fue conducido al museo.

El nombre con el que se conoce a este cuadro proviene de una leyenda, por mejor decir, de dos.  Según la primera de ellas, los frailes capuchinos advirtieron que, tras una comida a la que había existido el pintor, había desaparecido una servilleta. Unos días más tarde, la servilleta fue devuelta por el propio Murillo con el dibujo de la Virgen. En la segunda leyenda, fue un fraile del convento el que le solicitó a Murillo un grabado de la Virgen para llevársela a su celda, dándole para ello una servilleta para que la pintara. Las dos son, sin embargo, leyendas, ya que el cuadro está pintado en un lienza. Pero sirvieron para dar nombre al cuadro.

En el cuadro destacan las miradas de sus personajes. La virgen, de ternura, mientras el niño mira con curiosidad e inquietud.

Virgen con el Niño

Foto: J.A. Padilla

Murillo tuvo varios encargos de cuadros con vírgenes acompañadas por el Niño Jesús, razón por la cual podemos contemplar este tipo de cuadros en muchos museos. Este procede del Convento de Mercedarios Descalzos de San José, de donde pasó al Convento de los Capuchinos y de ahí, a su actual ubicación en el Museo de Bellas Artes.

Detalle. Foto: J.A. Padilla

Sobre este cuadro existieron serias dudas sobre el autor del mismo, aunque tras las obras de restauración ha quedado confirmada la autoría de Murillo.

La Virgen con el Niño

Foto: J.A. Padilla

Otra versión de la Virgen con el Niño pintada por Murillo. En este caso, ambos están pintados a tamaño natural. La Virgen, de pie aparece solo de medio cuerpo mientras que el Niño en sus brazos se encuentra de cuerpo entero. La luz se centra sobre el rostro de la Virgen y el cuerpo del niño destacándose sobre el fondo liso y oscuro.

La actitud melancólica y tranquila de la Virgen contrasta con la movilidad del Niño con sus brazos abiertos y su mirada hacia nadie. Se dice que este cuadro puede estar cortado y el trozo que falta podría ser lo que el niño mira.

Las santas Justa y Rufina

Foto: J.A. Padilla

Este cuadro de Murillo representa a   las Santas Justa y Rufina y fue  realizado hacia el año 1666. Mide 200 cm de alto por 176 cm de ancho y se encuentra trata de una de las pinturas realizadas para decorar la iglesia del Convento de los Capuchinos de Sevilla. Ambas hermanas están  de pie, sosteniendo en las manos una representación de la Giralda, pues la leyenda dice que gracias a ellas  el minarete, o campanario de la catedral, se cayera en el terremoto de 1504. Las vasijas de barro que aparecen en el suelo son los atributos de las santas, al ser hijas de un alfarero. La palma que aparece en las manos de Santa Justa es el símbolo del martirio.

Murillo pintó a ambas santas representándolas por dos jóvenes de bellas y delicadas facciones, situando ambas figuras de manera frontal al espectador. Santa Justa mira al espectador, mientras Santa Rufina mira al cielo. Los tonos verdes, ocres y rojos empleados acentúan la belleza del conjunto.

Estigmatización de San Francisco de Asís

Foto: J.A. Padilla

En este cuadro, Murillo nos representa a San Francisco de Asís  vestido con el hábito marrón de la Orden franciscana y con el típico cordón franciscano con multiples nudos. El santo aparece con los brazos extendidos en cruz y  tiene la vista puesta en el cielo y en pleno éxtasis.

Detalle. Foto: J.A. Padilla

Junto a él aparecen algunos de los atributos que generalmente le acompañan, como el crucifijo y la calavera. La escena representa el momento en el que el Santo recibe de Dios las huellas de la Pasión, como son las llagas y las heridas de los clavos de Cristo.

Detalle. Foto: J.A. Padilla

San Francisco de Asís abrazando al Crucificado

Foto: J.A. Padilla

Siguiendo con San Francisco e Asís, Murillo nos presenta otra de las escenas del santo. En este caso nos representa el momento en el que el santo renuncia al mundo material  para seguir a Jesús y abrazar la vida religiosa. Junto a la cruz, dos ángeles sujetan un libro abierto donde se puede leer en latín el pasaje del Evangelio de Lucas,  que dice: «Así, pues, cualquiera de vosotros que no renuncie a todas las cosas que posee no puede ser mi discípulo». El globo sobre el que san Francisco apoya el pie simboliza el mundo terrenal que rechaza. En respuesta al santo, Cristo  desclava su brazo derecho para aceptar la promesa de San Francisco.

Murillo emplea en esta escena colores cálidos y una luminosidad intensa para captar la espiritualidad del momento, dotándola de gran realismo.

San Antonio de Padua con el Niño

Foto: J.A. Padilla

Murillo dedicó dos cuadros para representando a San Francisco de Asís con el Niño Jesús. Este que nos ocupa, en el Museo de Bellas Artes y el otro, que podemos contemplar en la catedral de Sevilla. El que nos ocupa es un encargo de los capuchinos se Sevilla y también sufrió el intento de expolio francés para luego ser expropiado por la Desamortización.

Este cuadro contiene los tres atributos principales que caracterizan a este hecho religioso, como son el lirio blanco, un libro y el niño Jesús en sus brazos. El lirio blanco simboliza su pureza virginal.  El libro alude a la Sagrada Escritura, teniendo en cuenta que San Francisco terminó siendo doctor de la Iglesia. El cuadro narra el milagro de la aparición del Niño Jesús al santo, razón por la cual e le considera protector de la infancia

El tercero de los atributos es el más curioso, el Niño Jesús que porta. La idea tiene su origen en el Liber miracolorum (c. 1367), integrado en la Crónica de los XXIV Generales. Este libro (22, 1-8) incluye una visión en la que el Santo acogía entre sus brazos al Niño Jesús, una aparición que se pudo producir en la zona de Limoges en Francia.

San Jerónimo penitente

Foto: J.A. Padilla

San Jerónimo de Estridón  es uno de los Padres de la Iglesia, aparece en el cuadro en el interior de una gruta, con el torso desnudo y dedicado a la oración y  la penitencia, mientras sostiene un crucifijo con su mano izquierda.

Detalle. Foto: J.A. Padilla

En su mano derecha sujeta una piedra con la que se golpeará el pecho en señal de penitencia. Es de destacar la intensa emotividad del rostro del Santo y los detalles con los que Murillo describe sus facciones.

Detalle. Foto: J.A. Padilla

Santo Tomás dando limosna  los pobres

Foto: J.A. Padilla

Murillo pintó este santo Tomás por encargo del Convento de los Capuchinos de Sevilla, a pesar de que Santo Tomás era agustino. La razón pudo estar en que en el convento capuchino existían bastantes frailes de procedencia valenciana, como Santo Tomás y había mucha devoción por él en esa región.

Murillo crea una luz formada por luces y sombras que crean una atmósfera de gran misticismo.   El santo preside la escena dando limosna a varios mendigos. A sus pies se arrodilla un tullido que alarga la mano para recibir las monedas, en una postura de gran dramatismo.  A la derecha del cuadro se observan a varios mendigos más, entre ellos a un niño que dirige su  mirada al santo, otro que mira  su mano para asegurarse de que tiene la moneda y la anciana con gesto de ansiedad. En primer plano, a la izquierda de la composición encontramos una mujer junto a su hijo, la cual muestra los senos desnudos y recibe las monedas entregadas por el santo, en un detalle del naturalismo que Murillo empleó en sus obras.

Su cercanía respecto al espectador permite integrarse en el momento del reparto a quien contempla la escena. En esta imagen Murillo recurre al naturalismo que caracteriza buena parte de sus obras, dotando la escena de cierto aire a través de la atmósfera que consigue gracias a la luz y el color, siguiendo a la escuela veneciana. La pincelada es rápida, obteniendo uno de sus mejores trabajos, juzgando el propio maestro que era la mejor obra de su producción según narra Palomino.

FRANCISCO DE ZURBARÁN

Tras Murillo, analizamos la obra de Zurbarán que encontramos en el Museo de Bellas Artes de Sevilla. Zurbarán fue uno de los más importantes pintores de la época barroca española, en una época coincidente con los grandes pintores del Siglo de Oro, como Velázquez, Murillo, Ribalta y Ribera. El estilo de Zurbarán se mantuvo prácticamente invariable, mientras que el de los demás iba evolucionando con e tiempo. Pero será su inmovilismo su mayor cualidad.

Zurbarán fue hijo de un comerciante natural de Fuente de Cantos (Badajoz) y nacido en 1598. En 1614 el pintor sevillano Pedro Díaz de Villanueva, se lo lleva a Sevilla y aprende pintura con él durante los siguientes tres años. Por aquel entonces Sevilla era una ciudad próspera gracias al comercio con América. Zurbarán entrará en el taller del pintor Francisco Pacheco, en el cual estudiaban Velázquez, Alonso Cano y otros.

Al terminar el aprendizaje, Zurbarán no regresa a su pueblo, sino al pueblo vecino, Llerena. Se establece con 18 años como pintor y al año siguiente contrae matrimonio con una mujer viuda, diez años mayor que él, María Páez. Se casan en 1618 y ella muere en 1623. En 1625 se casará con Beatriz de Morales, también viuda y mayor que él. Tras algunos pequeños encargos, en 1626 recibe un encargo de 21 cuadros para el convento de San Pablo el Real de Sevilla. Si pensamos que Zurbarán era un pintor todavía joven y relativamente poco conocido, puede sorprender la importancia del encargo. La realidad es que los talleres sevillanos eran muy caros y el joven pintor extremeño poseía la habilidad para llevar a cabo la obra por mucho menos dinero. Pero además, el encargo provenía de los dominicos, que eran una de las Órdenes más poderosas de Sevilla y Zurbarán tenía la oportunidad de entrar en el cerrado mercado sevillano.

El año siguiente a este trabajo, en 1627, pinta el maravilloso Crucificado del Art Institute de Chicago. En 1628, Zurbarán aún aparece como vecino de Llerena, pero residente en Sevilla. Este mismo año firma el contrato para 22 lienzos en el convento de la Merced Calzada. En 1629 parece evidente que Zurbarán se va a establecer en Sevilla para montar su taller de pintura. Algo que finalmente conseguirá, a pesar de la oposición del gremio de pintores sevillanos.

Uno de los temas de mayor éxito era el de Cristo en la Cruz. Casi todos los Crucificados son de cuatro clavos en este momento, por influencia del prestigioso taller de Pacheco, como por ejemplo, el Cristo de Velázquez. Otro tema predilecto de Zurbarán era el de los corderos como símbolos del sacrificio pascual. El blanco de su lana encarna la pureza y la victoria de la vida sobre la muerte. Estos modelos contribuían cada vez más a incrementar la fama de Zurbarán, hasta el punto de que en 1634 Velázquez recomienda a la Corte madrileña, de la que él era pintor, que le llamen para colaborar en la decoración del Palacio del Buen Retiro, mandado levantar por Felipe IV. Tras este trabajo, regresa a Sevilla, ya como «pintor del rey». En esta plenitud, en 1639 muere su esposa Beatriz. En 1644 se produce el tercer y último matrimonio de Zurbarán, con Leonor de Tordera, una joven de 28 años que contrasta con la edad de él, de 46 años. Su hijo Juan de Zurbarán se establece como pintor, siguiendo los modelos de su padre y colaborando con él. Pero un hecho terrible viene a acentuar la crisis sevillana y la de Zurbarán. En 1649 se produce una epidemia de peste que redujo la población de Sevilla a la mitad, muriendo casi todos los hijos del pintor, incluido Juan. Circunstancias que le llevan a Zurbarán a cambiar de lugar de residencia, por lo que el pintor se traslada a Madrid en 1658 y busca la protección de Velázquez. Son los últimos años del pintor. Su estilo se hace delicado e íntimo, con pincelada blanda y aterciopelada, colorido luminoso y transparente. El 27 de agosto de 1664 muere. Sus herederas fueron dos hijas supervivientes. Se le enterró en el convento de Agustinos Recoletos de Madrid, sito en los terrenos de la actual Biblioteca Nacional.

El Niño de la espina

Foto: J.A. Padilla

En este cuadro Zurbarán nos muestra a un Niño Jesús alejado de la imagen iconográfica del momento, dotándole de una cierta intelectualidad. El Niño se encuentra en una estancia palaciega y está preparando una corona con ramas de espino.  En este cuadro destacan, por un lado, la túnica del Niño; y por otro, el bodegón formado por flores y libros sobre una mesa, el aludido símbolo de intelectualidad.

Detalle. Foto: J.A. Padilla

San Pedro Pascual

Foto: J.A. Padilla

En este cuadro de Zurbarán aparece el Santo de cuerpo entero, vestido con hábito blanco en claro contraste con el fondo oscuro. Alza la mirada hacia el ángulo superior derecho donde un ángel le ofrece la corona y la palma de martirio. En el cuello muestra un cuchillo, así mismo como símbolo de su martirio. Entre sus manos sostiene un libro, mientras escribe con una pluma que sostiene con su mano derecha. A la derecha del santo vemos una mesa cubierta con tapete verde en la que se disponen la mitra y un tintero.

Detalle. Foto: J.A. Padilla

Visita de San Bruno a Urbano II

Foto: J.A. Padilla

La escena narra la entrevista entra San Bruno y el Papa Urbano II cuando el primero fue llamado por el Pontífice para pedirle consejo al santo  sobre los problemas que padecía la Iglesia. Se desarrolla en una estancia de suelo alfombrado y en torno a una mesa sobre la que se disponen un tintero, un libro y una campanilla.

Zurbarán realizó este en fecha desconocida para la comunidad de la Cartuja de las Cuevas. Representa la visita que uno de los fundadores de la Orden, San Bruno, efectuó al papa Urbano II. La escena resulta muy fría e inexpresiva, sin embargo, el pintor consigue darnos varios detalles a tener en cuenta. A la izquierda aparece sentado el Papa bajo dosel, y frente a él, San Bruno con un cortinaje sobre su cabeza, lo que simboliza la jerarquía de ambos. Tras éste, se observan dos figuras que presencian la escena. La obra recoge las características propias de cada uno de los protagonistas, con el Papa revestido de grandiosidad, solemnidad y riqueza, frente al santo que muestra una actitud de recogimiento y silencio.  El santo, vestido con hábito blanco se encuentra  cerrado completamente sobre sí mismo en señal de recogimiento, mientras, al otro lado de la mesa, el papa mira al espectador en tono desafiante.

San Hugo en el Refectorio

Foto: J.A. Padilla

Este es un cuadro que merece un estudio pormenorizado por los detalles que contiene. En el centro del cuadro se encuentra un paje, frente a una mesa en L que divide la escena.   El cuerpo encorvado del obispo, situado delante de la mesa, a la derecha, y el ángulo de la mesa, evitan el sentimiento de rigidez que podría derivarse de la composición.

Delante de cada uno hay dispuestos los platos de barro que contienen comida y unos trozos de pan. Dos jarras de cerámica de Talavera, un cuenco  boca abajo y unos cuchillos abandonados componen los objetos situados en la mesa.

Detalle. Foto: J.A. Padilla

El cuadro cuenta la historia de los siete primeros cartujos, entre los que se encuentra el fundador de la Orden, San Bruno,  cuando fueron alimentados por san Hugo, por aquel entonces obispo de  Grenoble.

Un día, Hugo último visitó a los monjes y, para comer, les pidió carne. Como la Orden tenía prohibido comer carne, los monjes dudan en aceptar esa comida y mientras debatían sobre esta cuestión, los monjes cayeron en un sueño de éxtasis. Cuarenta y cinco días más tarde, san Hugo les hizo saber, por medio de un mensajero, que iba a ir a visitarles. Cuando éste regresó le dijo que los cartujos estaban sentados a la mesa comiendo carne, estando en plena Cuaresma. San Hugo pudo comprobar, por sí mismo, la infracción cometida. Los monjes se despertaron del sueño en que habían caído y San Hugo le preguntó a San Bruno si era consciente de la fecha en la que estaban y la liturgia correspondiente. San Bruno, ignorante de los cuarenta y cinco días transcurridos le habló de la discusión mantenida acerca del asunto durante su visita. San Hugo, incrédulo, miró los platos y vio cómo la carne se convertía en ceniza. Los monjes, inmersos en la discusión que mantenían cuarenta y cinco días antes, decidieron que, en la regla que prohibía el comer carne, no cabían excepciones.

Zurbarán realiza un muestrario de sus famosos hábitos blancos, color en el cual se dice que llega a manejar hasta 100 tonos diferentes. Aparecen en la imagen las famosas cerámicas blancas y azules de Talavera, con los escudos del obispo y la Orden.

San Luís Beltrán

Foto: J.A. Padilla

San Luis Beltrán fue un fraile dominico que marchó a predicar a México y Colombia, donde sufrió un intento de asesinato, mediante un cáliz envenenado, del que salió indemne gracias a la protección divina. Este ejemplo de encomendarse a la protección de Dios es el que Zurbarán pinta para los monjes que habían de contemplar el lienzo. Simbólicamente, el veneno aparece como un dragoncillo que surge de la copa, con la que el santo hace gesto de oficiar la liturgia. El paisaje de fondo contiene escenas secundarias protagonizadas también por San Luis, en las que predica a los nativos.

Detalle. Foto: J.A. Padilla

El Beato Enrique Susón

Foto: J.A. Padilla

El Beato Susón fue un gran místico de la Edad Media. Zurbarán lo representa  de frente y a tamaño natural, elevando sus ojos al cielo con gesto dulce y sereno mientras con un fino estilete graba en su pecho el nombre de Jesús.  El cuadro ofrece la particularidad de su paisaje de fondo, donde contrasta la claridad del cuadro  con los tonos verdosos y ocres de la vegetación y con el negro del manto y la esclavina que viste el beato dominico.

Detalle. Foto: J.A. Padilla

El penitente está representado aquí en el momento en que se entrega a su mortificación. Se encuentra de pie, en posición completamente natural, sin dar la menor muestra de sufrimiento, ni de vacilación. Por el contrario, su cara refleja una felicidad tan profunda y extática que pretende demostrar que Dios ha premiado al penitente

Detalle. Foto: J.A. Padilla

Jesús Crucificado expirante

Foto: J.A. Padilla

La escena la protagoniza Jesús crucificado expirante. Sobre fondo oscuro se alza la figura luminosa de Cristo crucificado con cuatro clavos y un paño de gran pureza blanco. Cristo, aún vivo, alza la mirada llena de patetismo al cielo en un gesto que traduce las palabras: «Padre, por qué me has abandonado«.

Zurbarán pintó este lienzo en torno a 1.630-35 para el convento de Capuchinos de Sevilla. Forma parte de los cinco que, de su mano o con colaboración del taller, conserva el Museo. Son pinturas muy tenebristas en las que, sobre un fondo oscuro, destaca con enorme fuerza plástica.

Detalle. Foto: J.A. Padilla

La Virgen de las Cuevas

Foto: J.A. Padilla

Zurbarán realiza una composición, de gran simetría en la que aparece la Virgen de pie, en el centro acogiendo bajo un manto, extendido por dos pequeños ángeles, a unos frailes cartujanos que se arrodillan a ambos lados  en actitud devota.  A los pies de la Virgen, se disponen rosas y jazmines recreados con el detallismo propio de los bodegones de Zurbarán.  El manto divide la escena en dos realidades: la terrenal, en la zona inferior ya descrita, y la celestial, con predominio del dorado en la zona superior, en la que se recrea la aparición del Espíritu Santo en forma de Paloma y rodeado de querubines que le ayudan a extender su manto como si fueran alas que acogen bajo sí las cabezas de los monjes, que no podían hablar, usaban las telas más bastas para su vestido, no comían carne y sólo podían afeitarse seis veces al año.

Detalle. Foto: J.A. Padilla

Santa Eulalia

Las Santas de Zurbarán o Santas Vírgenes, son un conjunto de lienzos realizados por Zurbarán para cumplir encargos realizados por varias instituciones  religiosas. El pintor trató esta serie pintando a las vírgenes como figuras femeninas jóvenes y muy elegantes, rebosantes de belleza y sin signos de dolor ni sufrimiento, ni gesto místico alguno, a pesar de estar representadas cada una de ellas con sus atributos característicos, relacionados con el martirio que sufrieron o algún hecho sobrenatural. Tal es así que, en su tiempo, las obras fueron criticadas por algunos sectores de la Iglesia por considerar poco adecuado, y casi indecente, vestir a unas santas con trajes y vestidos más propios de mujeres nobles o libertinas. Zurbarán se defendió de aquellas críticas afirmando que aquellas vírgenes estaban pintadas así para darles mayor realismo. los lujosos vestidos sirven para dar mayor realismo a las figuras y fomentar de esta forma la devoción de los creyentes. De la serie que pintó Zurbarán, ocho de ellas se encuentran en el Museo de Bellas Artes de Sevilla.

Según la tradición, Santa Eulalia fue crucificada y después de morir, la gente vio volar hacia el cielo, saliendo de su boca, una paloma blanca, por lo que en el lienzo se incluyen la cruz y la paloma como símbolos. La obra se encuentra en el Museo de Bellas Artes de Sevilla

Santa Marina

Zurbarán la pintó vestida con sombrero oscuro, camisa blanca, corpiño negro y falda roja con sobrefalda verde. Como atributo porta una vara que termina en garfio en alusión al martirio que sufrió, y un libro de oraciones.

Santa Catalina

Se representa con una rueda que simboliza el milagro por el cual cuando iba a ser torturada con una máquina formada por ruedas guarnecidas con cuchillas afiladas, estas se rompieron. También porta una espada  por haber muerto decapitada y un libro.

Santa Matilda

Lleva una corona por su calidad de reina consorte de Francia Oriental.  Es una de las santas que no fue virgen, ya que fue madre de Otón I, rey del Sacro imperio Romano Germánico.

Santa Bárbara

Se representa con una torre de 3 ventanas, en recuerdo de la que mandó construir la santa como simbolismo del misterio de la Santísima Trinidad.  Un rayo que recuerda al que fulminó a su padre como castigo y una palma que simboliza el martirio.

Santa Engracia

Se representa con un clavo, pues una de los martirios que sufrió fue clavárselo en el cuerpo.

Santa Inés

Debido al significado de su nombre en latín, cordero, del latín agnus,   se representa sosteniendo un cordero.

Santa Dorotea

Se la representa portando rosas y manzanas que simbolizan el milagro según el cual su torturador, Teófilo, le manifestó irónicamente: «Esposa de Cristo, mándame manzanas y rosas del jardín de tu esposo», tras lo cual apareció un niño que le trajo tres rosas y tres manzanas, convirtiéndose Teófilo al cristianismo por el milagro.

JUAN DE VALDÉS LEAL

Juan de Valdés Leal es, junto a Murillo, uno de los máximos representantes de la pintura barroca en España. Nació en 1622 en Sevilla, siendo hijo del portugués Fernando de Nisa y de la sevillana Antonia de Valdés Leal, de la que tomó sus apellidos siguiendo la costumbre sevillana. Se formó en Córdoba y allí se casó, en 1647, con Isabel Martín de Morales. En 1649 Córdoba sufrió una epidemia de peste y Valdés Leal y su familia se trasladaron a Sevilla, donde Murillo estaba considerado el mejor pintor, lo que no será obstáculo para que Valdés Leal reciba encargos, como una serie de seis cuadros para el monasterio de San Jerónimo, entre las que destacan Las tentaciones de San Jerónimo y La flagelación de San Jerónimo en los que se aprecia ya en su plenitud el personal estilo del artista.

Juan de Valdés Leal aplica un estilo absolutamente barroco, de tendencia tenebrista, en la que no falta lo macabro o lo grotesco, con temas de gran expresividad, por encima de la belleza, con cuadros que emanan una luz y un colorido brillante. Entre sus obras más importantes encontramos los dos cuadros que pintó entre 1671 y 1672 para la iglesia del Hospital de la Caridad de Sevilla, cuyos temas eran la salvación del alma a través de la caridad, una reflexión sobre la brevedad de la vida y el triunfo de la muerte. Son In ictu oculi (En un abrir y cerrar de ojos) y Finis gloriae mundi (Final de las glorias terrenales) y tratan sobre la cortedad de la vida terrenal y a la inevitabilidad de la muerte y hablan de conseguir la salvación para aquellos que hayan practicado obras de caridad. En In ictu oculi aparece la muerte con su guadaña indicando la rapidez con la que llega la muerte y apaga la vida humana. Y lo simboliza a través de una vela. En Finis gloriae mundi presenta los cuerpos muertos de un caballero y de un obispo a los que su fama y su gloria de nada les ha servido. La mano de la justicia divina pesa las buenas y malas obras que en la tierra se han realizado. En 1682, cuando muere Murillo, Valdés Leal se convierte en el pintor más importante de Sevilla. Trabajará en la decoración de diferentes edificios religiosos sevillanos como el Hospital de la Caridad, la iglesia del Monasterio de San Clemente o la iglesia del Hospital de los Venerables, hasta que en 1690 fallece.

Asunción de la Virgen

Foto: J.A. Padilla

Este cuadro fue pintado por Valdés Leal para el convento agustino de San Agustín de Sevilla. Es una obra de gran espectacularidad, tanto por su composición como por la expresividad de sus personajes. El cuadro está presidido por la Virgen, que asciende hacia el cielo en in trono de nubes transportado por los ángeles. en l parte superior se encuentra la Gloria, mientras en el ángulo inferior derecho  unos ángeles muestran el sudario en el que ha sido envuelto el cuerpo de la Virgen. Estamos ante uno de los cuadros más importantes del pintor.

Detalle. Foto: J.A. Padilla

El Milagro de las Abejas

Foto: J.A. Padilla

El Milagro de las abejas es el primero de la serie encargada a Valdés Leal sobre la vida de San Ambrosio en el año 1673 para el Palacio Arzobispal de Sevilla.  En el lienzo se narra un milagro que tuvo lugar durante la niñez del santo, en Roma donde su padre era gobernador. En la habitación del palacio donde el pequeño descansaba entró un enjambre de abejas que revolotearon alrededor del niño dormido e incluso se introdujeron en su boca. Cuando los insectos se retiraron, el santo no tenía ninguna picadura. Valdés Leal pinta la escena en el interior de un palacio romano, enmarcando con un cortinaje rojo. La luz procede de la izquierda, muy tamizada ya que la escena se desarrolla en un interior. En el fondo, a la derecha, vemos una ventana abierta con dos damas que dirigen sus miradas hacia el lugar donde se ha producido el milagro. La ama que cuida al pequeño se asusta ante la llegada del enjambre mientras el padre reacciona con cautela y las dos damas comentan el suceso. El pintor consigue con sus pinceladas de rápidos trazos   un impactante resultado.

Detalle. Foto: J.A. Padilla

San Ignacio haciendo penitencia en la cueva de Manresa

Foto: J.A. Padilla

De nuevo Valdés Leal crea un escena de gran expresividad, no exenta de esos elementos macabros de los que aludimos anteriormente. Se diría de este cuadro que, quien lo ve, queda atrapado por el éxtasis del santo. San Ignacio aparece en medio de un paisaje de frondosa naturaleza, de rodillas, recibiendo un rayo de luz que emana de un crucifijo que aparece a la izquierda. En el ángulo inferior izquierdo, aparece una calavera sobre la que se abre un libro, y sobre este un cilicio. A la derecha, al fondo, en un segundo plano, sobre un trono de nubes se alza Dios Padre acompañado de la Virgen, que parecen dictarle a San Ignacio sus escritos.

Detalle. Foto: J.A. Padilla

La escena hace referencia a uno de los hechos más famosos en la vida de San Ignacio, como fue el rapto de éxtasis de ocho días que padeció mientras estaba en el hospital de Santa Lucía en donde se alojaba. Su cuerpo se encontraba como muerto, hasta el punto que iban a enterrarlo de no ser porque advirtieron que su corazón latía. Tras ocho días, el santo despertó como si hubiera estado placenteramente dormido de un sueño placentero. En realidad, había estado ausente en espíritu recibiendo las enseñanzas de Dios.

Detalle. Foto: J.A. Padilla

Aparición de Cristo a San Ignacio camino de Roma

Entre 1660 y 1664 Valdés Leal recibe el encargo de una importante serie de doce pinturas sobre la vida de San Ignacio para la Casa  de la Compañía de Jesús en Sevilla. Esta que nos ocupa está considerada la mejor de la serie. El cuadro narra la visión de San Ignacio en la que se aparece la imagen de Cristo Crucificado junto a él. En la parte superior aparece Dios Padre sobre un trono de nubes acompañado de unos ángeles.

La Virgen con San Juan y las Marías camino del Calvario

Foto: J.A. Padilla

Valdés Leal vuelve a mostrarnos otra escena de gran expresividad y emotividad.   San Juan Evangelista acompaña a la Virgen y las Tres Marías hacia el encuentro con Cristo, cuando va camino del monte Calvario para ser crucificado. La luz oscura de la escena, amenazando tormenta presagia el final de la escena.  La actitud de San Juan contrasta con la tristeza que embarga a las mujeres. Con su brazo derecho, San Juan señala el lugar de la Crucifixión y apresura a María para que le acompañe, mientras, en segundo plano, María la de Santiago, María Magdalena y María Salomé rezan pesarosas.

Detalle. Foto: J.A. Padilla

Desposorios místicos de Santa Catalina

Foto: J.A. Padilla

Algunos autores consideran que esta obra podría ser de Lucas, el hijo de Valdés Leal que continuó con el taller pero no con la calidad y maestría de su progenitor. A pesar de ello, esta obra figura en el catálogo de Valdés Leal. El cuadro se basa en un capítulo de la «Leyenda Dorada», que asegura que Santa Catalina era de estirpe real y, a causa de su conversión al cristianismo,  emperador Majencio la persiguió e intentó, en vano, a que abdicara de su nueva fe. Tras su bautizo, que se produce tras una primera aparición, la Virgen vuelve a aparecerse ante la Santa con el Niño en brazos, lo que la convierte en esposa de Cristo.

Detalle. Foto: J.A. Padilla

En el centro de la composición aparece la Virgen con el Niño en su regazo, sentada en el trono. A los pies del Niño se encuentra Santa Catalina recibiendo el anillo que simboliza el matrimonio místico y portando la espada de su martirio. A sus pies observamos la rueda, alegórica también del martirio, custodiada por angelitos. A la izquierda de la escena se encentran  Santa Ana, San Joaquín y San Juan Bautista niño con el cordero mientras que en la derecha un grupo de ángeles sostiene el manto de la santa, al tiempo que tocan música y portan flores.

El taller de Nazaret

Foto: J.A. Padilla

Otro ejemplo de la pintura barroca sevillana y otro ejemplo del estilo de Valdés Leal. En este cuadro nos muestra el interior del taller de carpintería de Nazaret, que le da el nombre a la obra. En él aparece a la derecha de la composición la Virgen María cosiendo con el Niño Jesús dormido a sus pies, abrazado a una cruz.  En la parte Todo ello bajo un rompimiento de Gloria presidido por la Paloma del Espíritu Santo y un grupo de angelitos. A la derecha de la Virgen, un ángel observa la escena. A la izquierda del cuadro, San José, trabaja sobre un banco de carpintero. A sus pies, sentado en un escalón vemos a San Juanito que se lleva el dedo índice a la boca. Dos ángeles niños se asoman tras la Virgen para ver el sueño del Niño Jesús.

Detalle. Foto: J.A. Padilla

Aparición de la Virgen a San Ignacio en Pamplona

Foto: J.A. Padilla

Valdés Leal realizó varias series de pinturas, pero es posible que la mejor de todas ellas sea la de trata de la vida de San Ignacio que realizó para los jesuitas de Sevilla entre 1660-1665, y que hoy se encuentra en el Museo de Bellas, entre ls que destacan la ya mencionada San Ignacio haciendo penitencia en la cueva de Manresa y esta,  la Aparición de la Virgen con el Niño a San Ignacio en Pamplona. Este cuadro representa al santo ante la visión de Niño Jesús en el regazo de su madre, recibiendo la bendición al  proyecto de fundación de la compañía de Jesús.

La composición viene resaltada por el esquema diagonal en el que las figuras están tratadas con sumo cuidado y total acierto hasta en sus mínimos detalles. Valdés Leal demuestra en esta obra su maestría y su depurada técnica pictórica en uno de sus mejores cuadros.

Las Bodas de  Caná

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Foto: J.A. Padilla

Una de las obras más importantes de Valdés Leal es la que nos ocupa: Las bodas de Caná. En ella se aprecia la elegancia de la composición, el salón con los cortinajes y las columnas salomónicas, y los personajes.  Cristo está situado a la izquierda señalando a los sirvientes que van a escanciar el vino, pero que aparecen en un plano inferior tras bajar unos escalones. Junto a él se encuentra María, ambos con una expresión dulce y tranquila.

Tentaciones de San Jerónimo

Foto: J.A. Padilla

Otra de las grandes obras de Valdés Leal, fruto de uno de sus encargos más importantes al trasladarse a Sevilla en 1656, como fue la decoración de la sacristía del convento de San Jerónimo de Buenavista en la que se narraban episodios de la vida del santo. El cuadro se basa en las tentaciones que recibía durante su estancia en el desierto, entre ellas, la aparición de hermosas mujeres que bailaban  lujuriosamente a su alrededor, rechazando el santo la tentación buscando el refugio en Dios.

Valdés Leal recoge en este lienzo a la perfección este pasaje y presenta al santo arrodillado, semidesnudo y haciendo  gestos de rechazo con las manos a las lujuriosas mujeres que  danzan y tocan instrumentos que el santo no quiere oír y concentra su atención en el crucifijo que se encuentra delante de él junto a las Escrituras y la calavera que conforman sus atributos. Al fondo, la luz que penetra hace contrapunto al claroscuro de la escena y perfila la figura del santo así como al plano contiguo en el que el artista ubica al grupo de mujeres.

Fragelación de San Jerónimo

Este cuadro forma parte de la serie dedicada a San Jerónimo para la sacristía del convento de San Jerónimo. La escena describe el castigo que los ángeles infringieron a San Jerónimo por haber leído los textos de Cicerón. La obra posee una gran violencia y fuerza. En primer plano, de espaldas, aparece un ángel que flagela al santo. Éste, en un segundo plano, recibe el castigo con sumisión, mientras Dios Padre observa el castigo desde el Cielo.

Inmaculada

Foto: J.A. Padilla

Fueron varias los cuadros con esta temática realizados por Valdés Leal. En esta, el pintor nos muestra a la Virgen  elevada entre una corte de querubines y que es iluminada por la radiante luz divina, en un cuadro en el que los personajes en la que el movimiento de los personajes contrasta con los de otros pintores. También es de reseñar la naturaleza humana con la que el ojntor retrata a los personajes.

Tras estos tres maestros de la escuela barroca sevillana, nuestra visita por el Museo de Bellas Artes barroca continúa a través de otros grandes pintores y su obra incluida en la colección del Museo.

JOSÉ DE RIBERA

Santiago Apóstol

La mayor parte de la vida de Ribera transcurrió en Nápoles bajo la protección de los virreyes españoles, razón por la cual su pintura tiene una clara influencia italiana. Son numerosos los testimonios que se conservan de las pinturas que realizó de figuras s de santos, como esta serena y equilibrada de Santiago Apóstol. Sorprende esta obra por su habilidad en el uso de la luz.

Foto: J.A. Padilla

Estamos ante uno de los cuadros más importantes del Museo, una de las tres que  José de Ribera tiene en el museo, datada alrededor de 1634. José de Ribera nos presenta a un Apóstol aparece en posición frontal, con semblante sereno y profundo, mirando al espectador de forma directa, casi misteriosa. Sostiene en las manos un libro, posiblemente  los Evangelios, cuyas enseñanzas le trajo a l vieja Hispania.  Santiago, con barba, túnica y manto rojizo, sujeto con la concha del peregrino, se presenta sobre un fondo neutro, muy habitual en la técnica del pintor italiano Caravaggio, inspirador de Ribera.

Detalle. Foto: J.A. Padilla

Es una pintura extremadamente realista en las arrugas de las manos, pero también en los rasgos de su rostro.

JAN BRUEGHEL, EL JOVEN

El Paraíso Terrenal

Foto: J.A. Padilla

Hijo de Pieter Brueghel, el Viejo, nace en Bruselas en 1568. Inicia su aprendizaje con su abuela, cotizada miniaturista, pero pronto marcha a Italia para estudiar a Rafael, Leonardo y Miguel Ángel. A su regreso a Amberes, participó en un gran taller formado, entre otros por Rubens.

El origen de este pintor flamenco nacido en Bruselas en 1568 queda patente en esta pintura. En el centro de un frondoso bosque,  aparecen las figuras desnudas de Adán y Eva rodeados de animales, algunos de ellos mitológicos como el unicornio. Al fondo, a la derecha, en un segundo plano, el paisaje se abre a un lago, en torno al que se disponen más animales.

El Árbol del Bien y del Mal, con la serpiente enroscada en su tronco, colocado en el plano medio, en el centro del cuadro, divide la escena en dos mitades simétricas. Delante del árbol Eva ofrece la manzana a Adán, mientras los numerosos animales viven en paz y armonía, ajenos al inminente fin del Paraíso.

LUCAS VALDÉS

Retrato Milagroso de San Francisco de Paula

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Foto: J.A. Padilla

Lucas de Valdés nace en Sevilla en marzo de 1661 y fue tercer hijo del famoso pintor Juan de Valdés Leal, de quien hemos visto vario cuadros suyos en el museo. Luchas de Valdés es, pues, un pintor por herencia, llegando a aprender el arte de la pintura en el taller de su padre.

Este lienzo narra un milagro que San Francisco de Paula realizó tras su muerte. Un ángel termina su retrato que, copiado de un grabado estaba pintando el artista antes de morir repentinamente.  Seguramente se trata de una leyenda o tradición local, ya que este milagro no aparece en la literatura sobre la vida del santo. La escena se desarrolla en un interior sobrio y austero. La luz que penetra por la ventana situada a la izquierda ilumina la escena creando un ambiente cálido.

Terremoto detenido por la intercesión de la imagen de San Francisco de Paula

Foto: J.A. Padilla

Otro cuadro de Lucas Valdés dedicado a la obra y milagros de San Francisco de Paula, aunque, como en el anterior cuadro, se desconoce con exactitud que milagro representa en este lienzo, ya que no existe narración alguna de tal milagro en la vida del santo. La escena se desarrolla en una ciudad española de comienzos del siglo XVIII. En primer plano se ve cómo se derrumba parte de un edificio ante el que se está trasladando un retrato de San Francisco de Paula.

Santa Isabel de Hungría curando a un enfermo

Foto: J.A. Padila

Lucas Valdés rinde homenaje en este cuadro a la princesa Isabel de Hungría.  Isabel, nacida en 1207 e hija del rey húngaro Andrés II, se distinguió por su vocación cristiana desde su niñez. A los 14 años, se casó con el rey de Turingia, Luis IV. En 1226, fundó su primer asilo de necesitados, donde daba asistencia y sustento a los más necesitados. A los 20 años, ya era viuda, y, llevada por su deseo de servir a los más desfavorecidos, renunció a un nuevo matrimonio real, a sus títulos e incluso a sus hijos y abandonó el palacio de Wartburg, dejando atrás la vida de privilegios, y se trasladó a Marburgo, donde fundó un asilo. Allí llevó al extremo su entrega a los enfermos, especialmente con los leprosos. Se cuenta que les besaba los pies, e incluso que permitía que durmieran en su cama.

El lienzo nos muestra una escena en la galería de un patio, probablemente del Hospital de Marburgo, donde aparece Santa Isabel acompañada de sus criadas atendiendo a un enfermo.
En el ángulo inferior izquierdo del lienzo aparece un cesto con panes, símbolo de caridad, y un perro que muerde un papel con la firma del autor.  En segundo plano, a la izquierda se representa uno de los milagros de la santa: la transformación, ante la presencia de su marido el rey Luis IV de Turingia, de un leproso, que había acostado en el lecho conyugal.

Detalle. Foto: J.A. Padilla

FRANCISCO DE GOYA

Retrato del canónigo don José Duaso

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Foto: J.A. Padilla

El aragonés Francisco de Goya y Lucientes también está representado en a colección del Museo, a través de este magnífico retrato del jesuita que protegió a Goya en su casa de la persecución de Fernando VII, enemigo de Goya y de todos los liberales. Sobre un fondo muy oscuro destaca la claridad del rostro y las manos del personaje, así como el color rojo del libro que lee.

Detalle. Foto: J.A. Padilla

Cuando los Cien Mil Hijos de San Luis dirigidos por el Duque de Angulema restablecen el absolutismo en España en el año 1823  se inicia una durísima represión contra los liberales por parte de Fernando VII.   Goya teme por su vida y decide refugiarse en casa que don José Duaso. Durante tres meses convivió Goya con su amigo, ejecutando este retrato en esos días como muestra de agradecimiento.  José Duaso fue un eclesiástico aragonés nacido en Campal del Valle de Solana (Huesca) el 8 de enero de 1775, aunque vivió la mayor parte de su vida  en Madrid como  capellán de honor de S.M., administrador del Real Hospital e Iglesia del Buen Suceso, teniente vicario auditor general del Ejército y de la Armada, juez de la Real Capilla y académico de la Española. Durante la época de Fernando VII se vio envuelto en los avatares políticos de su tiempo, siendo diputado de las Cortes de Cádiz y redactor y director de la Gaceta de Madrid al comienzo de la Década Ominosa, fue cesado de su plaza de capellán de honor por la Reina Isabel II, para ser de nuevo nombrado al fin de sus días por la propia Reina. Murió el 24 de mayo de 1849.

VALERIANO BECQUER

Retrato de Gustavo Adolfo Bécquer

Foto: J.A. Padilla

Valeriano Domínguez Bastida, más conocido por el tercer apellido de su padre al igual que su hermano, nació en Sevilla el 17 de diciembre de 1834 y murió en Madrid el 23 de septiembre de 1870. Fue hijo del también pintor José  Domínguez Bécquer, quien también optó cambiar sus apellidos. Valeriano y sus siete hermanos se quedaron huérfanos de padre y madre cuando él contaba solo doce años. Él y su hermano Gustavo Adolfo fueron educados entre varios parientes, destacando la enorme influencia que sobre él ejerció su tío Joaquín Domínguez Bécquer, de quien aprendería el arte de la pintura. En 1861 se casa con Winnefred,  con quien tendría dos hijos, Alfredo y Julia. La familia se estableció en Sevilla pero muy poco después de la boda se produjo la ruptura y separación de la pareja. Con la ayuda económica de sus tíos, se trasladará a Madrid con sus hijos para reunirse allí con su hermano Gustavo Adolfo en el año 1862, donde hacía ocho años que vivía.  Es entonces cuando realiza poco  este soberbio retrato, considerado una de las obras principales de la pintura romántica española. Valeriano Bécquer capta la expresión de su hermano, uno de los más importantes poetas del periodo romántico español, mostrando toda su personalidad, entre ella, la melancolía del poeta. Se trata de un retrato psicológico en el que el pintor muestra un excelente talento para llegar a lo esencial del retratado. La relación de familiaridad que mantenían pintor y retratado ayudó a la realización de uno de los mayores retratos románticos españoles, retrato que en nada debe envidiar a las obras maestras europeas de este periodo.

DIEGO DE SILVA VELAZQUEZ

El retrato de Francisco Pacheco

Foto: J.A. Padilla

No existe demasiada representación de la obra de Velázquez en la colección del Museo, a pesar de ser el más grande pintor sevillano. Podemos encontrar otros cuadros de su autoría en el Hospital de los Padres Venerables, que merecen la pena contemplar.

Aquí, Velázquez nos muestra un Retrato de caballero que bien podría pertenecer a Francisco Pacheco, maestro y suegro de Velázquez y representa un rostro de caballero mirando de frente sobre un fondo neutro, vestido de negro y con cuello  de encaje. Este cuadro es muy similar y emplea la misma técnica que el retrato de Luís de Góngora, que se encuentra en el Museo del Prado. El artista Francisco Pacheco fue un hombre humanista,  pintor, editor y escritor.

Retrato de don Cristóbal Suarez de Ribera

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Foto: J.A. Padilla

Velázquez pintó esta obra en 1620, cuatro años después de la muerte de don Cristóbal.  La obra fue colocada junto a la tumba de don Cristóbal Suárez en la Iglesia de San Hermenegildo de y posteriormente depositada en el Museo de Bellas Artes. Sobre la firma de este cuadro existe una polémica, según la cual Velázquez uso el anagrama «DOVZ», es decir, DiegO VelázqueZ. Otras teorías dicen que firmó DLV seguido del año en que se pintó.

Polémicas aparte, Velázquez muestra la sobriedad del personaje, probablemente por haber sido pintado después de muerto. Don Cristóbal está  de rodillas señalando hacia el retablo mayor que contenía una obra de San Hermenegildo pintado por  Juan Martínez Montañés. Tras el caballero, una ventana al fondo proporciona la luz del cuadro y muestra unos jardines.

Don Cristóbal Suarez de Ribera fundó la ermita de San Hermenegildo, construida entre 1607 y 1616. Además, fue padrino de bautizo de Juana Pacheco, casada con Velázquez en abril de 1618, y falleció el mismo año, el 13 de octubre, con sesenta y ocho años de edad.

Cabeza de Apóstol

Foto: J.A.Padilla

Esta Cabeza de apóstol es un cuadro pintado por Velázquez hacia 1619. Posteriormente fue recortado, o mutilado, por sus cuatro lados. Se desconoce a que apóstol representa este rostro, aunque es ni Santo Tomás ni San Pablo, ya que se presume que el lienzo originalmente ya incluía a estos dos santos antes de su mutilación.

Velázquez muestra este rostro en el que destaca  las bolsas de sus ojos y las arrugas de la frente, incluso la suciedad del rostro, situándose en la técnica del naturalismo.  La oscuridad preside el lienzo, destacando un tenue haz de luz que ilumina ligeramente la zona derecha de la cara del personaje, dejando el resto de la composición en absoluta penumbra.

DOMENICO THEOTHOCOPOULOS, EL GRECO

Retrato de su hijo Jorge Manuel

Foto: J.A. Padilla

De El Greco podemos contemplar este retrato de su hijo Jorge Manuel, quien colaboró con su padre en varias obras, como podemos suponer a la vista de los elementos que contiene el cuadro, como es la paleta y los pinceles. El rostro del pintor está pintado con todo detalle, así como las manos, todo ello acentuado con el fondo oscuro, neutro.

El Greco y su hijo Jorge Manuel compartieron el trabajo de pintor y existió una estrecha relación a pesar de ser hijo ilegítimo, nacido en 1578, fruto de su relación con una dama toledana, doña Jerónima de las Cuevas. Este excelente retrato Jorge Manuel puede hacer pensar que fue un gran pintor, pero la realidad es que no fue así, a pesar de los esfuerzos de su padre.

Retrato del poeta y religioso Hortensio Félix Paravicino

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Detalle. Foto: J.A. Padilla

Otro retrato de El Greco, en este caso de Fray Hortensio Felix Paravicino, nacido en Madrid en 1580 y que obtuvo, a los 21 años de edad, la cátedra de Retórica de la Universidad de Salamanca y a los 36 el nombramiento de predicador de Felipe III.  Escribió en varias ocasiones sonetos en honor de El Greco, con quien le uniría una estrecha amistad, razón por la cual se hizo merecedor de este retrato. El fraile trinitario  viste el hábito blanco y negro de su Orden, y su figura se recorta sobre un fondo neutro. Los ojos del protagonista reflejan la inteligencia que caracterizó a este hombre.

MANUEL BARRÓN

La Cueva del gato

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Foto: J.A. Padilla

Manuel Barrón y Carrillo es un pintor sevillano del siglo XIX y esta obra fue pintada en 1860. En su obra trató muchas veces escenas costumbristas, algunas de ellas, como esta, protagonizadas por los bandoleros que vivieron en esta época en la Serranía de Ronda. El tema del bandolerismo fue un tema muy utilizado durante el romanticismo español. El cuadro representa una escena típicamente romántica de unos bandoleros con las indumentarias propias de Andalucía de mediados de siglo que vigilan el horizonte, en este caso, la sierra de Montejaque, con El Hacho al fondo. E este cuadro podemos observar un detalle curioso. A pesar de que estamos en el interior de una cueva, el exterior parece más oscuro. La luz de la cueva le proporciona el protagonismo que Barrón quiere darnos de la escena. El grupo de bandoleros se sitúan en el ángulo inferior izquierdo, en el momento de ser sorprendidos por la Guardia Civil que se encuentran en la penumbra e el exterior de la cueva.

ANTONO MARÍA ESQUIVEL

Retrato del Marqués de Bejons

Foto: J.A. Padilla

Antonio María Esquivel, a pesar de su corta vida, fue uno de los pintores más prolíficos del siglo XIX. Se dedicó fundamentalmente al retrato donde en sus modelos capta no sólo el parecido físico sino su aspecto psicológico y además los realiza con una cuidada descripción de detalles y vestuarios. La especial sensibilidad y habilidad técnica con la que Esquivel abordó la pintura infantil, se pone de manifiesto en este retrato del niño Carlos Pomar. La figura del niño, de cuerpo entero, destaca por su cuidado dibujo y modelado, frente a los elementos secundarios del cuadro tratados de forma más sumaria. En conjunto la obra produce una sensación entrañable, que consigue establecer una relación afectiva entre el niño y el espectador.

Retrato de la Sra, Carriquirre

Foto: J.A. Padilla

La maestría del pincel de Esquivel se aprecia perfectamente en este retrato de tres cuartos en el que la dama se encuentra sentada en un sillón vestida con un elegante vestido de terciopelo verde. Sus manos sujetan un pañuelo en el regazo, un detalle muy empleado para acentuar la femineidad del personaje, en este caso de la señora Saturnina Moso Villanueva, esposa de Nazario Carriquire.

Retrato de niño con caballo de cartón

Foto: J.A. Padilla

Este retrato representa al niño Carlos Pomar Margrand, quien posa de pie sobre un fondo de jardines. pese a ser un niño, v vestido de adulto, si bien los atributos que le acompañan, una fusta y el caballo de cartón definen claramente su personalidad. Esquivel expone en este cuadro todas las características propias del romanticismo español, que puso de moda el retrato infantil.

José y la mujer de Putifar

Foto: J.A. Padilla

El pintor sevillano Antonio María Esquivel pinto por encargo dos cuadros de temática religiosa incluyendo el desnudo.  Em este nos cuenta la historia de  José, hijo preferido de Jacob, quien fue vendido por sus hermanos a unos mercaderes y llevado a Egipto donde fue entregado a Putifar, capitán de la guardia y eunuco del faraón.  La mujer del capitán se prendó de la belleza del joven e intentó seducirle, pero este no le correspondió y huyó, dejando sus vestidos en las manos de su dueña. Ella llamó a los criados y les dijo que José había intentado mancillar su honor y que, al gritar para pedir auxilio, el joven había huido, dejando sus vestidos en sus manos. Putifar hizo caso su esposa y encarceló al casto José.

Esquivel demuestra en este cuadro su dominio del desnudo humano y de anatomía, de lo que era profesor en la Academia de San Fernando. Destacando el bello dibujo tanto de los cuerpos como de los paños, utilizando  Esquivel la luz con maestría,  impactando en la mujer de Putifar mientras que José queda en semipenumbra, haciendo gestos de zafarse ante el acoso de la dama, quien tapa púdicamente su sexo con la sábana y parte del pecho con el brazo derecho.

EDUARDO CANO

Los Reyes Católicos recibiendo a los cautivos en la conquista de Málaga

Foto: J.A. Padilla

Este cuadro de Eduardo Cano representa la recepción ofrecida por los Reyes Católicos a los numerosos cautivos cristianos liberados tras la conquista de la ciudad de Málaga a las tropas musulmanas en septiembre de 1487.Isabel la Católica y Fernando el Católico  reciben las muestras de afecto y gratitud de los cautivos recién liberados, auxiliados por los soldados. La reina figura en el centro de la composición y situada en lo más alto, recibiendo toda la laz del cuadro, quedando totalmente resaltada su figura. La reina eleva su mirada a Dios mientras los prisioneros besan su mano. Al miso tiempo, un anciano besa la mano de Fernando y un soldado sostiene a una mujer en primer término y tras ellos se abraza una pareja. El pintor demuestra su dominio de la luz y de los contraluces que esta provoca, resaltando los personajes y los detalles del cuadro.

San Francisco de Borja

Foto: J.A. Padilla

San Francisco de Borja aparece representado de cuerpo entero, a  tamaño natural, y vistiendo el hábito negro de los jesuitas mientras contemplan con expresión mística y concentrada una calavera coronada que sostiene con su mano izquierda, cuyo significado es la  renuncia a las glorias terrenales. A sus pies existen tres capelos cardenalicios que  significan  su renuncia a aceptar esta nombramiento por tres veces. En lo más alto, a la izquierda, aparece un foco de luz con el monograma de los jesuitas, IHS con tres clavos,.  La figura del santo se recorta sobre un fondo oscuro y el pintor vuelve a utiliza ese hábil juego de luces y sombras para dar luz a lo que quiere significar. La luz que incide directamente sobre la cabeza y las manos del santo intensifica el dramatismo expresivo de éste, y las únicas notas de color vienen dadas por el rojo de los capelos y la luz amarillenta-dorada del monograma en la zona superior izquierda.

ALONSO VÁZQUEZ

La Sagrada Cena

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Foto: J.A. Padilla

El pintor rondeño Alonso Vázquez se afincó en Sevilla en 1590 para luego viajar a Méjico donde continuó su obra artística. Sus cuadros se caracterizan por su dibujo firme y preciso, de  expresividad muy acentuada. Una de sus obras más importantes es la Sagrada Cena, cuadro que realizó para ¡la Cartuja de Santa María de las Cuevas. El cuadro está pintado con todos los detalles de manera muy detallada dentro de ese realismo del siglo XVII.

Transito de San Hermenegildo

Foto: J.A. Padilla

Alonso Vázquez divide este cuadro en dos partes, uno, celeste, en la parte superior del cuadro; y  otro, terrenal, en la parte inferior.  En la zona inferior, en el centro, aparece arrodillado San Hermenegildo, con un sitial delante, rodeado en su tránsito hacia la gloria por un grupo de ángeles, que representan el Celo, la Constancia y la Fe y que arman al santo con la espada, la rodela y el yelmo. A la izquierda se sitúan San Leandro y San Isidoro, quienes consuelan a Ingunda, mujer deSan Hermenegildo, y a la derecha, arrodillado en actitud de oración, se encuentra el Cardenal Cervantes, fundador del Hospital de San Hermenegildo. En el centro de la parte superior figura la Virgen, quien tiende hacia San Hermenegildo la corona de gloria propia de los Santos. A ambos lados de la Virgen se sitúan grupos de ángeles músico

Este cuadro de gran formato , que mide 4,92 x 3,40, fue encargado en 1603 para el desaparecido Hospital de San Hermenegildo por el Cardenal Cervantes, al Alonso Vázquez. Cuando este se va a Méjico, deja la obra sin terminar y es acabado por  pintor de la escuela sevillana Juan de Uceda que pinta parte de la Gloria, donde la Virgen espera al Santo para recibirlo y coronarlo como mártir.

JOSÉ VILLEGAS CORDERO

La muerte del maestro

Foto: J.A. Padilla

«La Muerte del Maestro» representa el momento en el que es depositado el cadáver del torero Bocanegra en la capilla de la Plaza de la Real Maestranza de Sevilla, tras sufrir una cogida mortal en una corrida en homenaje a otro maestro llamado «El Tato». El estilo y la técnica de esta obra de gran formato, ha sufrido un largo proceso de ejecución y transformación por parte del propio artista, que comenzó una versión en el año 1893 y culminó con otra nueva en 1910.

Es un cuadro dividido en dos partes: la mitad izquierda, donde yace el difunto sobre la cama y un sacerdote reza en la cabecera y la derecha, donde se encuentra la cuadrilla del torero. Destaca la expresividad en los rostros de los miembro de la cuadrilla que muestran su inmenso dolor  ante la muerte del maestro.

GONZALO BILBAO

Las Cigarreras

Foto: J.A. Padilla

La escena se desarrolla en la Fábrica de Tabacos de Sevilla, donde una de las cigarreras, situada en primer plano, amamanta a su hijo. Esta escena maternal provoca la atención emocional de las compañeras más próximas, lo que crea un ambiente de cordialidad y compañerismo ante la doble faceta de trabajadora y madre, mientras que las restantes continúan con su trabajo rutinario. Este cuadro es uno de los más importantes de Gonzalo Bilbao, considerado como un cuadro costumbrista y simbolista al mismo tiempo, con un evidente trasfondo social.

La toillette

Foto: J.A. Padilla

Gonzalo Bilbao fue un pintor costumbrista perteneciente a la escuela sevillana de finales del siglo XIX y principios del XX. En este cuadro, el pintor nos muestra el momento íntimo de esta joven durante su aseo personal. Se encuentra sentada, dejando sus pechos al aire mientras sujeta un espejo sostenido entre sus piernas. El cuadro muestra a la muchacha a contraluz lo que acentúa su intimidad.

Retrato de Alfonso XIII

Foto: J.A. Padilla

Gonzalo Bilbao nos muestra en este lienzo al rey Alfonso XIII a tamaño natural, ataviado con el uniforme de Maestrante de Caballería sobre el que ostenta el toisón de oro y varias condecoraciones. El fondo lo ocupa un sillón y una balaustrada cubierta parcialmente por un cortinaje que deja ver una panorámica de Sevilla.

IGNACIO ZULOAGA

Bailarina. Antonia la gallega

Foto: J.A. Padilla

Ignacio Zuloaga nació en Éibar  en el seno de una familia de artistas, el joven Ignacio decide dedicarse a la pintura tras una visita al Museo del Prado, donde trabajó copiando a otros pintores. Se traslada a París, donde vivió una vida bohemia, llegando a exponer junto a Gauguin, Van Gogh, Bonnard y Toulouse-Lautrec. En su estilo queda claro el aire impresionista que aprendió en Francia. Este cuadro lo realizó en París en el año 1912.

Detalle. Foto: J.A. Padilla

Zuloaga nos presenta a una bailarina, con apariencia de mujer de carácter, que se planta de pie frente al espectador con autoridad y fuerza.  El fondo es neutro, aunque subraya la energía y fuerza expresiva del personaje.

Retrato del pintor Uranga

Foto: J.A. Padilla

Las dotes y habilidad de Zuloaga como pintor retratista queda patente en este retrato. Un retrato sobrio y de marcada dignidad y con un gran realismo. Los retratos de Zuloaga y en concreto este en el que se representa al pintor Pablo Uranga Díaz de Arcaya, están realizados con gran dominio del dibujo y gran carga psicológica y simbólica.

Foto: J.A. Padilla

En el retrato sobresale su rostro, muy bien perfilado e iluminado, con su cabello y barba canos, así como con una penetrante mirada que se clava directamente en la del espectador. Toda la figura se recorta sobre un fondo aborrascado de grises nubarrones, característico de otros cuadros de Zuloaga.

JOAQUIN SOROLLA

Tipo de Ávila

Foto: J.A. Padilla

El valenciano Joaquín Sorolla también está presente en la colección del Museo de Bellas Artes de Sevilla a través de este cuadro. Sorolla es conocido como el pintor de la luz. Como también es conocido por sus retratos y sus cuadros costumbristas. Es uno de los grandes pintores españoles del siglo XX. En el cuadro que nos ocupa, Sorolla demuestra su técnica que le ha llevado a la fama. Trazos sencillos y una luz característica del tema a tratar. En este caso, el campo de Castilla y el contrate con el personaje.

Hasta aquí, nuestra visita al Museo de Bellas Artes de Sevilla, en una muestra, muy limitada, de la gran colección que contiene el Museo y que lo convierten en la segunda pinacoteca de España, por detrás del Museo del Prado de Madrid.  La visita al Museo es una visita obligada para todos aquellos que visitan la capital hispalense. Anímense.