El Milagro de Calanda

Aquel mes de marzo de 1616 venía al mundo en la localidad turolense de Calanda un niño que pasaría a la historia. Su nombre, Miguel Juan Pellicer Blasco. Y no por su linaje, pues era hijo de una humilde familia de agricultores. Ni por hazaña alguna. Ni por sus habilidades artísticas o intelectuales. Podríamos decir que Miguel Juan pasará a la historia muy a pesar suyo.

Siendo niño, un perro le mordió en la pierna derecha, dejándole una cicatriz como prueba de aquello. Una cicatriz que se convertirá en su seña de identidad, además de ser un hecho premonitorio de lo que le sucedería más tarde.

A Miguel no le gustaba la dura y miserable vida que llevaban en Calanda, así que con apenas 20 años decidió emigrar a otro sitio en busca de alguna oportunidad, de un nuevo trabajo. Pese a los ruegos de sus ancianos padres para que continuara junto a ellos y le necesitaban para las labores diarias, pues era el único hijo varón de los siete hijos que tenían, el muchacho viajó hasta Castellón a trabajar con su tío Jaime, hermano de su madre, al que ayudará en las labores del campo. Estamos a principios de 1637.
En una calurosa tarde del mes de julio de ese mismo año, Miguel conducía un carro cargado de trigo tirado por mulas. La tarde invitaba a la siesta y el traqueteo del carro duerme al joven hasta que, en un determinado momento cae al suelo, con tan mala suerte que el carro le atropella, pasándole una rueda por encima de su pierna derecha, la que el perro mordió siendo niño, causándole graves heridas.
Miguel grita de dolor mientras contempla asustado como su pierna está destrozada justo por debajo de la rodilla. Su tío lo recoge y le aplica las primeras curas, pero el dolor no cesa y se ve obligado a llevarlo al hospital de Valencia, donde ingresa el 3 de agosto, tal y como consta en el Libro de Registro que aún se conserva. Pero la pierna no mejora y cada vez tiene peor aspecto. Es entonces cuando, cinco días más tarde y viendo que la herida de su pierna empeoraba, Miguel pide que lo lleven al hospital de Zaragoza, el más cercano a su casa.
Pero los más de 300 kilómetros de distancia entre Castellón y Zaragoza eran, en aquellos tiempos, una larga distancia, especialmente para una persona inválida para la que el factor tiempo es determinante. Tras casi tres meses de viaje, en octubre, el joven llega al Hospital de Gracia de Zaragoza, con fiebre alta y con la pierna gangrenada. Miguel pide ir antes al Pilar a confesarse y comulgar. Finalmente llega al hospital, donde los médicos comprueban que la pierna está completamente gangrenada y hay que amputarla para salvar la vida del joven. Sin apenas anestesia, le cortaron la pierna cuatro dedos por debajo de la rodilla, enterrándola en el cementerio del hospital. Estamos a finales de julio de 1637.

Una vez recuperado de la operación, en la primavera de 1638 Miguel abandona el hospital, con una pata de palo y una muleta. Solo le queda una solución: la mendicidad. Solicita al Cabildo del Pilar que le permitan pedir limosna a la puerta de la basílica. Esa será su nueva vida y la figura del tullido Miguel Juan será conocida por todos los que asisten todos los días al Pilar.
Si el día había sido propicio, Miguel dormía en una posada. En caso contrario, dormía sobre un banco en el patio del hospital.

Así era la nueva vida de Miguel. Pedía en la puerta del Pilar, oía misa todos los días y todas las semanas se confesaba y comulgada. Cuando el dolor de la pierna era insoportable, se untaba la herida con el aceite de las lámparas de la Virgen para que le calmara el dolor.

Tras estar dos años así, en marzo de 1640, Miguel Juan decide regresar a Calanda y pedir perdón a sus padres, a los que había abandonado para irse a vivir con su tío. Escribe una carta al párroco de su pueblo para que interceda por él ante sus padres y estos aceptan acogerlo en casa. El viaje de regreso será durísimo y será posible gracias a los arrieros que le permiten viajar con ellos.

El 29 de marzo de 1640 Miguel llega a su casa, donde los padres le recibieron entre lágrimas de cariño. Desde ese día el joven ayudará en las tareas domésticas que le permite hacer su invalidez.

Milagro de Calanda, de Isabel Guerra

Aquel 29 de marzo Miguel llegará completamente agotado a su casa tras una dura tarea en el campo. Quería acostarse inmediatamente, pero cuando llega a su casa se encuentra que su cama se encuentra ocupada por un soldado de caballería perteneciente a una compañía que pernoctaba en el pueblo y a los que los lugareños habían alojado en sus propias casas.
Miguel, quejándose de fuertes dolores en su muñón, se dirigió al cuarto de sus padres, a un jergón de esparto que le habían preparado sus padres junto al lecho de ellos. Tras quitarse la pierna de palo y acostarse, no tardará en quedar profundamente dormido y sueña que está en el Pilar de Zaragoza, untándose el muñón con aceite de las lámparas. Entre las 10 y 10:30 de la noche, sus padres deciden acostarse también. Al entrar en la habitación notan un extraño olor que procedía del cuerpo de su hijo. La madre se acerca con un candil y ve, llena de asombro, que de la manta que tapa a su hijo sobresalen, no la pierna sana, sino las dos piernas cruzadas.

La madre despertó a su hijo haciéndole ver que tenía las dos piernas, sin que nadie diera crédito a lo que veía. A gritos llamaron a los vecinos que iban llegando a la casa, y todos, incluidos los soldados, contemplaron y tocaron la pierna. A primeras horas de la mañana siguiente, el pueblo entero, con el párroco a la cabeza, el notario real y los dos cirujanos que allí vivían, se dirigieron desde la casa de los Pellicer a la iglesia, donde se celebró una Misa por el milagro. Miguel fue, sin embargo a la iglesia con ayuda de una muleta, pues la pierna ahora recuperada le dolía muchísimo y tenía poca sensibilidad. Seguía teniendo las señales de la mordida del perro y las señales de la amputación, lo que evidenciaba que era la misma pierna cortada y enterrada en Zaragoza. Pasados unos días, la pierna fue recobrando el vigor y la fuerza hasta quedar completamente sana.

Hasta aquí, la leyenda del milagro de Calanda podría ser una historia más de la imaginería popular, un hecho más atribuido a un santo que vemos en otras leyendas.
Pero en este existen unas circunstancias que demuestran la veracidad de los hechos acaecidos en torno a la figura de Miguel Juan Pellicer.

El Milagro de Calanda ha sido acreditado como unos de los hechos más asombrosos, sorprendentes e inquietantes habidos en la historia del cristianismo. Y dicha acreditación se ampara en el hecho, también insólito, de la existencia de los documentos que demuestran la veracidad de lo acontecido. Uno de ellos es el documento correspondiente a la Acta pública del notario Miguel Andreu, de Mazaleón, testificado en Calanda el 2 de abril de 1640, escrito apenas cinco días después del milagro, que se conserva en el Archivo municipal de Zaragoza, que demostraba la existencia de las dos piernas de Miguel Juan. Otro documento de gran importancia es la Sentencia del Arzobispo de Zaragoza, D. Pedro Apaolaza Ramírez, de 27 de abril de 1641, declarando milagrosa la restitución súbita a Miguel Juan Pellicer de su pierna derecha amputada, en la que define el caso como milagro. Ambos documentos constituyen un caso único en la historia. Lo normal es que las leyendas se transmitan de viva voz de generación en generación, sin la existencia de documento alguno. Los acontecimientos de Calanda se desarrollan en el siglo XVII, superada ya la edad media, época en la que se desarrollan muchas de las leyendas.

.
La fama del milagro de Miguel Juan Pellicer empezó a conocerse por todos, llegando a oídos del rey Felipe IV lo sucedido, quien lo llamó a que acudiera a la Corte para conocer a aquel que había recibido los favores de la Virgen del Pilar. Miguel narraría al rey como aquella noche del milagro soñó con que la Virgen le había traído y puesto la pierna amputada. Tras escucharle, el rey no dudó en besarle la rediviva pierna. Apenas siete años más tarde, el 12 de septiembre de 1647 en Velilla de Ebro (Zaragoza), con solamente treinta años de edad.

Aquel milagro, o hecho extraordinario, o lo que queramos llamarlo, quedaba demostrado en el proceso que tuvo lugar en torno a la existencia de este milagro. Declararon gran número de testigos: los facultativos sanitarios que le atendieron; el cirujano que le amputó la pierna; familiares, vecinos y personas. Estos últimos aseguraron haber visto a Miguel Juan pedir a las puertas de El Pilar con una sola pierna, mientras que los primeros juraban haberlo visto posteriormente, tras la noche de los hechos, andando con sus dos piernas. Los documentos oficiales mencionados demostraban la veracidad de las declaraciones de viva voz. La propia Iglesia reconoció este milagro el 27 de abril de 1641.

Deja un comentario