DE GANDÍA A ROMA: LOS BORGIA, HISTORIA DE UNA AMBICIÓN

1. Gandía

Palacio Ducal
Palacio Ducal

La sobria fachada del palacio Ducal de Gandía apenas nos da una idea de lo que encontraremos en su interior. Este Palacio Ducal, conocido también como el Palacio de los Borja, es uno de los edificios más emblemáticos de la ciudad y de la Comunidad de Valencia. Atravesando el pórtico de medio punto de entrada se abre ante nosotros un inmenso patio renacentista, del que destaca una espectacular escalinata construida en dos tramos. Los ventanales que se observan son típicos del renacimiento levantino del siglo XV. No falta el típico pozo. Mientras esperamos para que la guía inicie la visita, podemos hacernos una foto disfrazándonos de papa Borgia o Lucrecia Borgia.

Este palacio fue el antiguo centro de poder de la ciudad y estuvo en posesión de la famosa familia Borja, que posteriormente cambiaron su apellido por Borgia, cuyas razones lo veremos más tarde. El apellido Borgia despierta interés, y no poca curiosidad, por muchas de las cosas que hemos conocido en torno a esta familia que, en los siglos XV y XVI, fueron sinónimo de poder, mucho poder, y también miedo. Un poder que dio origen a una leyenda negra en torno a esta familia y que, caprichos del destino, han marcado la historia de la familia. Una venganza de unos enemigos que, en vida, no consiguieron derrocarlos hasta que el cabeza de la familia no murió. Una leyenda que nos proporciona un abundante material para escribir una historia donde no falta elemento alguno que distraiga nuestro interés. Poco importa si ello es verdad o no. Lo importante es la historia en si misma.

Vamos recorriendo los hermosos salones que componen este palacio. La guía nos cuenta la historia de San Francisco de Borja, principal personaje asociado a este palacio. Cuesta creer que entre estas paredes empezó todo. Allí, a orillas del Mediterráneo se inició la historia de una familia que tuvo dos papas y un santo entre sus miembros, Calixto III y Alejandro VI, este último admirado por Maquiavelo y protector nada menos que de Copérnico, Leonardo da Vinci o el gran Miguel Ángel.

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Fue Rodrigo de Borja, el futuro Alejandro VI, el que compró en 1485 el ducado de Gandía para otro de sus hijos, Pedro Luís, incluido el Palacio Ducal. Y aquí allí nació el cuarto duque de Gandía, quien, tras haber cumplido el encargo de Carlos V de trasladar el cadáver de la bella emperatriz Isabel desde Toledo hasta Granada, sufrió una crisis religiosa, se hizo jesuita, llegó a ser tercer superior de la orden, y a convertirse, en fin, en san Francisco de Borja, al Calderón de la Barca le dedicó un auto sacramental. Luego, los jesuitas adquirieron en 1890 el ruinoso palacio donde había nacido y vivido el Borja santo con la idea de convertirlo en una especie de santuario y lugar peregrinaje, sacralizando los aposentos, hasta llegar a construir una capilla con forma de ataúd como si de un decorado de una película de fantasmas se tratara.  

Tras su conquista por el rey Jaime I, será su hijo, el rey Jaime II el Justo, el que concede en el 1323 el señorío de Gandía a su hijo el infante Pedro de Ribagorda, cuyo hijo Alfonso de Aragón el Viejo, hereda posteriormente este señorío y el rey Martín  el Humano  lo eleva a la categoría de Ducado Real en 1399, nombrando a Alfonso duque de Gandía. Es Alfonso el Viejo, quien comienza la construcción del palacio y de los edificios aledaños de la villa, como la iglesia de Santa María. Tras la muerte de Alfonso el Viejo, su hijo, de nombre también Alfonso, el que herede el ducado, pero su prematura muerte en el año 1424, sin descendencia, por lo que el palacio revierte al rey, pasando por varios dueños, hasta que el entonces cardenal Rodrigo de Borja compra el ducado, incluido el palacio. Rodrigo adquiría uno de los ducados más prósperos del Reino de Valencia. Su hijo Pedro Luís iniciará una etapa de once generaciones de los Borja en Gandía, entre las cuales destaca el cuarto duque de Gandía, Francisco de Borja, canonizado en 1671. La buena administración de los duques Borja y las ganancias producidas por el cultivo de la caña de azúcar hizo que se viviera en momento de máximo esplendor de la villa. Al morir el último de los duques Borja, sin descendencia, el palacio y el ducado acabaran en manos de los duques de Osuna, que irán haciendo modificaciones en el edificio para adaptarlo a los nuevos tiempos. A finales del siglo XVIII, los duques de Osuna deciden prescindir del palacio y este quedará abandonado durante los cien años siguientes, tras los cuales, y ante la amenaza de derribo debido a su estado ruinoso, la Compañía de Jesús adquiere el palacio para conservar la memoria de Francisco de Borja.

Como se ha dicho antes, el primer miembro de la familia Borja que se vivirá en este palacio fue Pedro Luís de Borja, Pedro Luis de Borja, siendo el primer duque de Gandía. Pedro Luís había nacido el 20 de diciembre de 1483, nacido de madre desconocida e hijo primogénito de Rodrigo de Borja. El duque falleció estando desposado con María Enríquez de Luna, prima hermana del rey Fernando el Católico. Debido a su prematura muerte, el matrimonio no se consumó y su viuda se casaría con su hermano menor, Juan, en septiembre de 1493, heredando Juan el ducado de Gandía y el favor de los reyes. Pedro Luís fue legitimado por el papa Sixto IV como hijo de Rodrigo Borja y madre desconocida, ya que, al contrario que César y Lucrecia, él no era hijo de Vannozza Cattanei, la concubina oficial de Rodrigo. Pedro Luís participó activamente junto a las tropas cristianas en la conquista de Granada.

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En Gandía, sin embargo, hoy se recuerda con devoción la figura del Borja que pasó a la historia por su vida ejemplar en favor de los más desfavorecidos, cuya huella está presente en todo el Palacio Ducal. Muy poco de aquel palacio que abandonaron los Borja queda hoy en día. De su primitivo origen gótico queda apenas el gran cerrojo del portal de entrada, la galería interior situada debajo del alero y una ventana situada en el patio central. Sin olvidarnos del escudo situado sobre la portada de entrada. Durante la visita, la guía nos ha ido describiendo las salas que hemos visitado. La llamada Cámara de la Duquesa, en realidad los aposentos de María Enríquez, donde nació́ Francisco de Borja en 1510. Según la leyenda, en esa noche  apareció́ en el cielo una estrella fugaz que anunciaba el nacimiento de un hombre santo, quedando reflejado en el escudo de la Gandía.

Capilla Negótica
Capilla Negótica

La Sala Verde, llamada así por los azulejos que la decora, que guarda unos manuscritos originales del Borja santo; el Salón de las Águilas, que recibe su nombre por el friso dorado que recorre la parte alta y que tiene como elemento decorativo principal las aves; la Capilla neogótica, del siglo XIX, y en la que podemos admirar su extraordinaria  cúpula de vivos colores azulados, que da el aspecto de un cielo estrellado; el renacentista Salón de Coronas, que debe su nombre a las dobles coronas borgianas, símbolo de Alejandro VI en su coronación como Papa, que sus hijos, los duques de Gandía, adoptaron para ellos y lo encontramos en la decoración del artesonado de la sala, donde además encontramos grabado en el friso el consejo que Francisco de Borja daba a sus hijos “Corred para comprender que sólo será coronado aquel que pelee según la ley”; la Santa Capilla, la celda oratorio de san Francisco de Borja, con

Santa Capilla
Santa Capilla

forma de ataúd en recuerdo del ataúd que guardaba los restos de su esposa y donde, según la leyenda, era tentado por el diablo lanzándole piedras a través de una pequeña ventana de alabastro que existe junto al altar; y, por supuesto, la Galería Dorada, construida entre 1703 y 1716 por el décimo duque, Pascual Francisco de Borja, para conmemorar la canonización de Francisco de Borja. Usada como sala de fiestas, es una gran habitación rectangular, de 38 metros de longitud, dividida en cinco salas contiguas, separadas por puertas corredizas, que abiertas constituyen un gran salón diáfano. Aquí vemos el cuadro La glorificación de san Francisco se halla a Francisco de Borja subiendo al cielo, mientras que tres virtudes sostienen, respectivamente, los retratos de Calixto III, Alejandro VI y el toro borgiano. Este extraordinario salón termina en una sala llamada de los Cuatro Elementos, en la que la relación entre los elementos estelares, en el techo, y los terrenales, en el pavimento, el aire, el agua, la tierra y el fuego. Desde aquí accedemos al patio de las Cañas o de la Cisterna, con sus balconadas barrocas y la fachada decorada con una serie de pinturas decorativas italianas. Aquí, entre las paredes de este palacio es difícil imaginarse que naciera uno de los personajes más viles de la historia.

 

2. Florencia

El día 23 de mayo de 1498 apenas cabía un alfiler en la Piazza della Signoria  de Florencia. En el centro se levantan los tres cadalsos donde son conducidos tres hombres acusados de herejía y de propagar mentiras contra la Iglesia. Los tres son frailes dominicos, aunque ya no lo son por haber sido excomulgados y expulsados de la iglesia por el papa Alejandro VI.  Su muerte es el fiel reflejo de una época de un momento histórico considerado tal vez el de máximo esplendor social y cultural  de la historia de la humanidad. La Edad Media hace cien años que sido sustituida por un nuevo periodo: el Renacimiento. Pero, la hoguera, el arma favorita del poder, sigue funcionando para aquellos que se oponen contra los abusos del poder, un pecado cometido por los tres reos que están a punto de arder en las llamas de la venganza.

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Ejecución de Savonarola. Anónimo

Uno de ellos, Girolamo Savonarola se ha pasado su vida denunciando la corrupción de la nobleza renacentista, y especialmente de la eclesiástica. Está a punto de pagar por ello. Savonarola será víctima de su arma favorita, la que puso en marcha años antes con el nombre de “la hoguera de las vanidades”, en la que invitaba a los florentinos a quemar los objetos de lujo, lo superfluo, e incluso algunos libros que consideraba licenciosos, como “El Decamerón” de Bocaccio. Como él decía, en esa hoguera ardía la corrupción, la ostentación, la depravación y el pecado.  Sus discursos y sermones apocalípticos atraían a miles de personas, allí, en Florencia, pero también en Milán, en Génova y, como no, en Roma, la cuna, la capital del pecado para Savonarola.  Predicó y denunció la forma de vida de los papas y cardenales de la curia romana y la enfermedad que iba corroyendo la raíz de la iglesia: el lujo, la depravación, la sodomía, la simonía, etc. Enfermedades que se extendía en toda la nobleza italiana de la época. Apenas unas horas y el viento se llevará sus cenizas y ni siquiera la historia apenas le recordará. 

Tras arrancarles las ropas, fueron conducidos a las piras. Y allí, como tres teas, ardían los tres cuerpos. Los cuerpos estuvieron ardiendo hasta que todos sus restos fueron reducidos a cenizas. No podía quedar ninguno que luego pudiera ser venerado como reliquia. Cuando quedaron reducidos a cenizas, fueron arrojadas al río Arno, al lado del Ponte Vecchio.

Desde Roma, el papa Alejandro VI respiraba aliviado. La muerte de Savonarola era el final un capítulo desagradable. Él estaba acostumbrado a otro tipo de enemigos, instalados en su propia sede papal, pero sabía defenderse de ellos. Pero aquella lucha intestina no creaba mártires. Ningún papa ha pasado a la historia como mártir y le desagradaba la idea de convertir a Savonarola en uno. No le prestó demasiada importancia al fraile mientras este criticaba la forma de vida de los papas y cardenales en general, pero cuando en la iglesia de Santa María de Roma, donde desde el día anterior se había empezado a congregar mucha gente, dirigió sus ataques a él, no dudó en que tenía que escarmentar a aquel blasfemo y hereje. A él y a su familia, acusándoles de pecadores y corruptos, y a sus amigos,  acusándoles de pecadores, incestuosos y mentirosos. Alejandro VI pidió a Savonarola que cambiara su actitud. Primero intentando sobornarle ofreciéndole el puesto de cardenal. El fraile no aceptó, e incluso llegó a cuestionar la autoridad del Papa.

Pero el peligro del monje no solo venía de sus acusaciones. Sus encendidas palabras provocaba la rebelión allá donde predicaba y Florencia era el mejor ejemplo.  En año anterior, sus ataques a la familia gobernante, los Medici, había provocado una sonada rebelión, lo que animó al rey francés Carlos VIII a dirigirse con su ejército y conquistar Florencia. Savonarola le consideró un enviado del cielo para poner orden en el clero, que él consideraba impuro. Los Médici fueron expulsados y Savonarola se convierte en el líder espiritual de la ciudad, convirtiéndola en una república de carácter fanático religioso. En el poder, Savonarola, persigue a los homosexuales, las bebidas alcohólicas, el juego, la ropa indecente y los cosméticos y ordena a la policía que busque por la ciudad cualquier cosa que signifique lujo o pecado, como juegos, espejos, perfumes, ropa interior e incluso libros que, una vez confiscados son arrojados a  la llamada «hoguera de las vanidades», un inmensa hoguera levantada en la plaza principal de la ciudad, donde se levanta ahora su patíbulo.

Una rebelión que obliga al papa a castigar definitivamente al culpable.  Amenazó a los florentinos que lo apoyen con negarles los sagrados sacramentos e impedir que sus muertos sean enterrados en camposantos, lo que provocará el terror entre el pueblo de Florencia. El 13 de mayo de 1497 Savonarola es expulsado de la Iglesia por orden del papa. Pero el monje, amparado en la protección del rey francés, responde al papa  con un encendido discurso monje contra la corte de Roma y el papa. Pero el 7 de abril de 1498 muere Carlos VIII y Alejandro VI ordena entonces el arresto de Savonarola.  Un día más tarde, el ejército del papa entra en Florencia. La ciudad no opone resistencia, y los ciudadanos se muestran dispuestos a entregar al fraile, que se  esconde junto con sus seguidores en el convento de San Marcos. Savonarola y los suyos acaban siendo derrotados y detenidos. Él y los otros dos monjes que ahora le acompañan son acusados de herejía, rebelión y errores religiosos y conducidos a la prisión de Florencia. Durante cuarenta y dos días se les somete a tortura, hasta que Savonarola firma su arrepentimiento con el brazo derecho, brazo que los torturadores han dejado intacto para que pudiese hacerlo. Su muerte devolverá el gobierno de Florencia a los Medici y la tranquilidad a Roma.

Pero ya nada será igual.

 

3. Roma

El llamado Renacimiento, nacido a principios del siglo anterior, vivían su última etapa días, dejando atrás una profunda huella en lo social y, especialmente, en lo cultural. Estrechamente relacionado con el humanismo, el Renacimiento constituía el mayor florecimiento de las artes y las letras a lo largo del siglo XV y prácticamente todo el siglo XVI. Pero, contrariamente a lo puede entenderse, el resurgir cultural no trajo consigo una mejora en las condiciones de vida de la sociedad civil. El Renacimiento italiano se caracterizó por el desarrollo artístico, intelectual y científico, pero también por su decadencia política y social y a la profunda crisis, de todo tipo, que vivió la sociedad italiana a lo largo del «Cinquecento», es decir, el siglo XV.

La presencia y las invasiones de Francia y de España de la península itálica, convirtieron a esta en el campo de batalla entre las casas reales de ambos países, cuyo mayor ejemplo fue el famoso saqueo de Roma de 1527 llevado a cabo por Carlos I de España, aprovechando la profunda crisis económica las propias luchas entre las distintas cortes italianas, la corrupción eclesiástica constituían un caldo de cultivo para todo tipo de conflictos. El siglo XVI pondrá de manifiesto todos estos conflictos, manteniendo el contraste entre la decadencia y degeneración de las instituciones políticas y económicas y el florecimiento de la riqueza, proliferación y creatividad de su vida artística y cultural. Es difícil imaginar que aquel sistema repetidamente denunciado por Savonarola, entre otros, madre de la corrupción, la ostentación y todo tipo de excesos, era también la protectora de las bellas artes y creadora de las mejores aportaciones artísticas y científicas  del ser humano, como Miguel Ángel, Dante, Petrarca o Leonardo da Vinci, entre muchos otros.

En los frescos pintados por Fra Angélico en el Vaticano, por encargo del papa Nicolás V, encontramos una brillante muestra de la nueva forma del sentimiento artístico y religioso.  Un rasgo típico de los humanistas fue su predilección por libros y manuscritos, tanto antiguos como cristianos, que buscaban, adquirían y coleccionaban con verdadera pasión. Fue el papa Nicolás V el que descubrió en un convento alemán las obras de Tertuliano. Fue el también que introdujo el Renacimiento en la curia papal y fundó la Biblioteca Vaticana. Los papas fueron los grandes mecenas del arte renacentista. Ellos fueron los que, con sus grandes encargos y proyectos, recogieron y elevaron a la fama universal los geniales impulsos iniciados en las pequeñas cortes ducales italianas y en las grandes ciudades-repúblicas. Pero, las dudas surgen cuando nos preguntamos cómo actuaron los papas sus tareas pastorales durante el período renacentista sus tareas capitales.

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Pío II

Como en todo, hubo de todo. En la historia de los papados de aquella época existen ejemplos de esfuerzos auténticos en la vida cristiana personal de algunos papas como Calixto III, Pío II  y el mencionado Nicolás V. Pero desde Sixto IV, a finales del siglo XV  hasta Julio II, en el principio del XVI, y León X, estos papas estuvieron hasta tal punto dominados por la política, las riquezas, el goce de los placeres de la vida, la cultura mundana y el bienestar de los suyos mediante el nepotismo y sirvieron tanto a estos intereses mundanos, que algunos de ellos constituyeron una antítesis radical del espíritu de Cristo, del que eran representantes. Las evidentes irregularidades de Aviñón y del Cisma de Occidente, la simonía y el nepotismo, todo ello envenenado por una vida a veces inmoral y acrecentada por la intención de convertir los Estados de la Iglesia en una propiedad familiar del Papa, fueron clara muestra de la mundanidad y corrupción imperantes y de la claudicación de los papas ante ellas. Era el lado oscuro de la fuerza.

León X
León X

Alejandro VI fue acusado de los más viles comportamientos y el peor ejemplo posible del papado. Pero no hizo nada que no hubiera hecho alguien antes. Salvo tener tantos enemigos, y tan importantes. El segundo de los Borja, o Borgia, en alcanzar la dirección de la iglesia, el papa del Año Jubilar de 1500, cuyo nepotismo le llevó a estar enfrentado con todas las familias nobles italianas, a ser objeto de leyendas que traspasan todo tipo de moral, por aquellos que no soportaban que un “marrano” español usurpara el poder absoluto. Apenas cinco años después de morir Alejandro VI, accedía al papado Giovanni di Medici con el nombre de León X, loable por muchos conceptos y particularmente interesado por la cultura, ante todo griega y por el teatro y de vida moral intachable, pero que adoptó como lema de vida: “Gocemos del pontificado, ya que Dios nos lo ha concedido”. Para financiar las obras de la basílica de San Pedro, que precisaban cuantiosas inversiones de oro y plata, y con las arcas vaticanas agotadas, recurrió a la vergonzosa venta de indulgencias, publicando una bula prometiendo el obtener el ciento por uno en la otra vida a aquellos fieles que hicieran donativos para la obra basilical, que provocó que Martín Lutero iniciara en 1517 una reforma eclesiástica que habría de escindir la comunidad cristiana. Con León X acababa el Renacimiento y nació otra Iglesia.

Es por ello que para estudiar los acontecimientos vividos durante los dos papados de los Borgia, especialmente el segundo, haya que considerar de manera significativa el contexto en el que se producen. No para justificarlos, sino para comprender que sus vicios y excesos formaban parte de aquel sistema que no había superado la visión feudal de la edad media y que convertía a las oligarquías en el dueño de todo.

3. Francisco

De Juan de Borja y María Henríquez de Luna nacerá un niño con el nombre de Francisco, que se convertirá en el cuarto conde de Gandía y, lo más importante, será canonizado tras su muerte. Nacido en Gandía en 1510, desde de niño fue muy piadoso. La pérdida de su madre, a los 10 años de edad, marcó su, personalidad. Tras la revuelta de las Germanías, Francisco fue enviado a Zaragoza a continuar su educación en la corte, donde su tío el arzobispo ejercía su ministerio sin haber sido consagrado ni ordenado sacerdote. Mientras estuvo en Zaragoza, Francisco se dedicó por entero al estudio y a la religión. Con doce años, su familia le envió a Tordesillas como paje de la Infanta Catalina, la hija menor y que vicia con la infortunada reina, Juana la Loca. En 1525 la infanta se casó con el rey Juan III de Portugal y Francisco regresó a Zaragoza a completar su educación, donde permaneció los siguientes tres años hasta que Carlos I, que había conocido sus conocimientos jurídicos, le reclamó desde la corte de Valladolid para que entrara a su servicio. En su camino a la ciudad castellana, paró en Alcalá de Henares,  donde se encontró a un hombre a quien los soldados de la Inquisición llevaban a prisión. Era Ignacio de Loyola. El joven intercambió una mirada de emoción con el prisionero, sin pensar que algún día estarían unidos por lazos estrechos. Alfonso llega a la corte donde el emperador le recibirá con los brazos abiertos nombrándole marqués de Lombay, dándole al poco tiempo la mano de Leonor de Castro en matrimonio, nombrándole escudero de la emperatriz Isabel. Además se convirtió en el mejor asesor y confidente del emperador, y empezará a acompañarle en sus viajes.

Conversión del Duque de Gandía. José Moreno Carbonero

La muerte de Isabel de Portugal en Toledo el 1 de mayo de 1539 con tan solo 36 años de edad produjo una fuerte impresión a Francisco, que entonces tenía 29 años de edad. Aquella fecha supuso su conversión a la vida religiosa que desde niño ansiaba. Felipe II, hijo de Isabel de Portugal, encabezó los funerales y Francisco de Borja fue encargado de organizar la comitiva que escoltó el cuerpo de la emperatriz hasta su tumba en la Capilla Real de Granada, donde sería sepultado junto a los restos de los Reyes Católicos. El día 18 de mayo, se descubrió el féretro antes de introducirlo en el sepulcro para identificar sus restos. La otrora belleza de la muerta se había transformado en una mortuoria máscara, lo que llevó a que Francisco. Al ver descompuesto el rostro de la emperatriz que el mundo había admirado por su belleza, Francisco se negó a reconocerlo: “He traído el cuerpo de nuestra Señora en rigurosa custodia desde Toledo a Granada, pero jurar que es ella misma, cuya belleza tanto me admiraba, no me atrevo. Sí, lo juro, pero juro también no más servir a señor que se me pueda morir”. San Juan de Ávila predicó el sermón funerario y Francisco, haciéndole saber su deseo de reformar su vida, regresó a Toledo resuelto en ser un perfecto cristiano. Pero el 26 de junio,  Carlos I le nombra a Borja virrey de Cataluña con el encargo de reformar la administración de justicia, poner en orden las finanzas, fortificar la ciudad de Barcelona y reprimir a los que estaban fuera de la ley. Allí hizo su trabajo de manera admirable, sin descuidar su espíritu.

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Isabel de Portugal. Tiziano

En 1543, a la muerte de su padre, se convierte en Duque de Gandía y es nombrado por el emperador Jefe de la Casa del príncipe Felipe de España, quien se había casado con la princesa de Portugal. Este nombramiento parecía indicar que Francisco sería el primer ministro del futuro reinado, pero los reyes de Portugal se opusieron al nombramiento, por lo que Francisco regresa  a su ducado de Gandía, donde estará los siguientes tres años, hasta que la muerte de su esposa le lleva a abrazar la vida religiosa. Invita a los jesuitas a Gandía y se convierte en su protector y discípulo, hasta que más tarde se une a ellos con el solemne voto de religión, siendo autorizado por el Papa a seguir en la vida pública hasta resolver las obligaciones con sus hijos y sus tierras.  El 31 de agosto de 1550, el duque de Gandía abandona ducado para no volver jamás, llegando a Roma el 23 de octubre, poniéndose al servicio de San Ignacio. Viajará después a Guipúzcoa, donde tras permitirle el emperador renunciar a sus posesiones, abdicó a favor de su hijo mayor, siendo ordenado sacerdote e iniciando su carrera pastoral. Empieza a labrarse la fama de Alfonso como un noble que ha renunciado a sus riquezas por la vida religiosa, hasta el punto que es reclamado en muchas ciudades para escuchar sus sermones y mensajes de Dios.  En 1553 fue invitado a visitar Portugal, siendo recibido  como mensajero de Dios. A su regreso de esta jornada, el papa Julio III se propone nombrarle cardenal. Pero Francisco no quiere este cargo y prefiere seguir su misión evangelizadora lejos de Roma, por lo que pide a Ignacio de Loyola que le pida al papa que reconsidere su decisión. Tres años más tarde, su nombre vuelve a sonar como próximo cardenal, pero Francisco sigue en su voluntad de no aceptar el nombramiento. Mientras, asistirá a la princesa Juana en su lecho de muerte, y en diciembre de 1556, el emperador Carlos V le reclama desde Yuste, lugar al que se había retirado voluntariamente. Durante los dos papados siguientes fue respetado el deseo de Francisco, y solo Gregorio XIII estaba dispuesto a obligarle a aceptar el cardenalato en 1572. Solo la muerte le libró de ello. El 28 de septiembre llegó a Roma para morir, donde fue trasladado a su celda, la cual pronto fue invadida por cardenales y prelados. Durante dos días Francisco de Borja, completamente consciente, esperó la muerte, recibiendo a todos los visitantes y bendiciendo, mediante su hermano menor, Tomás de Borja, a todos sus hijos y nietos. Poco después de la media noche del 30 de septiembre de 1572, murió en paz con Dios, con él mismo y con la historia, siendo sus últimas palabras: “Solo quiero a mi Señor Jesucristo”. El Papa Urbano VIII lo beatificó en 1624, siendo canonizado en 1671, por el papa Clemente X, un siglo después de su muerte”.

 4. Alfonso

Calixto III

Pero la historia de los Borgia en Roma no se inicia con Alejandro VI. Antes, en el año 1455, Alfonso de Borja se convertía en el papa Calixto III. Alfonso de Borja y Cavanilles nació en una ciudad valenciana  llamada Canals, cerca de Játiva. El destino de Alfonso parecía estar escrito desde niño, cuando un día se tropezó con un fraile dominico que le auguró que algún día sería papa. Aquel fraile era Vicente Ferrer. En realidad, lo que Vicente Ferrer hizo fue convencer a la madre de Alfonso para que este iniciase la carrera eclesiástica y que la familia le pagase los gastos necesarios, augurándole que, con sus conocimientos, llegaría muy alto.  Alfonso de Borja era perteneciente a una familia noble venida a menos, una de las ramas menos pudientes de la familia, pero, siguiendo los consejos de Vicente Ferrer, le ayudaron en todo lo necesario para que aquel niño estudiara leyes en Zaragoza y ocupar como profesor la cátedra de la universidad de Lérida. Sus conocimientos llegan a conocimiento del entonces papa Benedicto XIII, el Papa Luna, que utilizará a Alfonso en su particular batalla contra la iglesia de Roma, hasta el punto de nombrarle canónigo de la catedral de Lérida y participando en el llamado Cisma de Occidente. Vicente Ferrer, defensor del Papa Luna, lo convertirá en su protegido  y, gracias a sus profundos conocimientos, entrará al servicio del rey Alfonso V el Magnánimo como jurista y diplomático. Cuando el cisma de Occidente llegó a su fin, el rey le nombra obispo de Valencia, siendo además Consejero Real en las campañas que concluirían con la
conquista del Reino de Nápoles en 1442. Tras la muerte del papa Luna en el año 1423, es elegido papa Clemente VIII, que se instala en el castillo de Peníscola.

En 1429, el rey Alfonso V, que antes había apoyado a Benedicto XIII, deseoso de un acercamiento a Roma, envió a Alfonso de Borja como legado a Peñíscola con la misión de lograr que el antipapa Clemente VIII renunciara y se sometiera al papa Martín V. El éxito de su negociación, supuso el fin del Cisma que había dividido la Iglesia desde 1378, y Alfonso fue recompensado con el nombramiento como Obispo de Valencia, sede en la que sólo permaneció tres años, ya que en 1432 abandonó la ciudad, a la que nunca regresaría, para acompañar a Alfonso V, como vicecanciller y consejero real, en la campaña que habría de concluir en 1442 con la conquista del Reino de Nápoles. En 1444 fue nombrado cardenal por el Papa Eugenio IV. Una vez en el cargo ofreció a sus dos sobrinos cargos y beneficios eclesiásticos. Uno de ellos era Rodrigo de Borja, futuro Alejandro VI. Se convirtió en el consejero del Papa Nicolás V hasta su muerte y después, gracias al apoyo de Alfonso V, fue nombrado pontífice en 1455 adoptando el nombre de Calixto III. El nuevo papa llamó a su lado a los hijos de todos aquellos que le había ayudado en sus estudios. Su primera acción como Papa fue el intento de cruzada contra Constantinopla, ciudad que unos pocos años atrás había caído en manos turcas, dando por liquidado el Imperio Bizantino. En 1456 nombró una comisión que anuló el juicio que un siglo antes había condenado a Juana de Arco, y la declaró inocente de los cargos de brujería por los que había sido quemada en la hoguera. También en ese mismo año promulgó la bula Inter Caetera, que garantizaba a los portugueses la exclusividad de la navegación a lo largo de la costa africana. Un año antes, el 3 de junio de 1455, decretó la canonización de san Vicente Ferrer, aquel que le auguró su papado. Como anticipo de las numerosas leyendas atribuidas a los Borgia, Calixto III fue acusado de excomulgar al cometa Halley en 1456, con ocasión de su aparición sobre Europa, a causa de su simbolismo de desgracia asociado a su presencia. Pero no existe prueba alguna de tal excomunión.

Cuando los Borja  emigran a Roma, el papa Martín V les obliga a cambiar a su apellido por Borgia, no por ser más italiano como se ha dicho, sino por la necesidad de latinizarlo. La primera figura destacada de esta familia fue Alfonso de Borja, nacido en el año 1378, quien, tras estudiar en la Universidad de Zaragoza, fue  profesor de Derecho en la de Lérida. Alfonso se caracterizó desde un principio como una persona de criterio y experto en Derecho, razón por la cual el rey Alfonso V el Magnánimo le eligió como consejero, participando en muchas negociaciones entre el rey y el papa, nombrándole este último cardenal de Valencia en el año 1443. Alfonso ejercerá su cargo religioso de forma austera y demostrando sus grandes conocimientos jurídicos. Estamos en el siglo XV, el siglo del Renacimiento, cuando las bellas artes superan el oscurantismo de la Edad Media y la imprenta comienza a difundir muchas obras desconocidas hasta entonces, pero que también es escenario de las luchas por el poder entre las diferentes familias italianas, como los Medici, en Florencia; los Sforza, en Milán; o los Collonna y los Orsini, en Roma. Tenemos que tener en cuenta  que la Italia del siglo XV es un hervidero de luchas por el poder entre diferentes familias como los Sforza en Milán, los Medici en Florencia o los Colonna y los Orsini en Roma. Y estas luchas de poder son las que permite que una persona ajena a todos ellos sea nombrado papa tras la muerte de Nicolás V: Alfonso de Borgia, que asumirá el papado con el nombre de Calixto III. Para entonces, Alfonso se había llevado junto a él a su sobrino Rodrigo, a quién facilitará el estudio de Derecho canónigo en la Universidad de Bolonia. Nombrado papa, nombra a su sobrino, con apenas 25 años, cardenal y vicecanciller de la curia romana. A los dos años siguientes, le nombrará también obispo de Gerona y Valencia, convirtiéndole en el cardenal más poderoso de aquel tiempo. Mientras, Calixto III, en sus apenas tres años de papado, revisará el juicio hecho a Juana de Arco en 1433 y que la llevó a la hoguera declarándola inocente de todo por lo que se la había ajusticiado. También canonizó a San Vicente Ferrer, aquel que había augurado su papado, y concedió a Portugal la exclusividad de navegación de la costa africana. La leyenda dice que Calixto III excomulgó al cometa Halley ya que se veía a los cometas como símbolos del mal, pero eso es algo de lo que no existe el menor testimonio. Murió en 1458, tras tres años de pontificado, un periodo lo suficientemente grande para que los Borja, o Borgia, se fueran asentando en Roma. Junto al lecho de muerte de Calixto III se encuentra un sobrino suyo, Rodrigo de Borja, que treinta años después se convertirá en el papa Alejandro VI.  

 

4. Rodrigo

Año 1492. El 2 de enero del año 1492, el rey moro Boabdil entrega las llaves de la ciudad de Granada a los Reyes Católicos y, desde ese momento, el pendón de Castilla empieza a ondear sobre lo más alto de la Torre de la Vela, concluyendo un periodo de ochocientos años de dominación árabe de la Península Ibérica, un triunfo de la cristiandad que recuperaba un territorio históricamente cristiano. El 12 de octubre de ese mismo año, el almirante Cristóbal Colón llegaba a las costas de un nuevo mundo portando la cruz como enseña de su descubrimiento a bordo de tres carabelas. En Roma, un valenciano nacido en Játiva, de nombre Rodrigo de Borgia, observaba este acontecimiento histórico desde su silla papal de Roma. Él era el papa Alejandro VI y, desde su alta posición, contemplaba con satisfacción los dos acontecimientos históricos que favorecían la expansión del catolicismo. Poco le importaban los que acusaban a Colón de haber sido orientado en su viaje por el mismísimo diablo, y que este había soplado el viento que le había dirigido hasta su destino. Colón había utilizado un extraño mapa y consultado libros de astrología escrito por herejes alemanes. Lo importante era el fin, no los medios, una frase que utilizaría después alguien que estuvo muy próximo a los Borgia: Nicolás Maquiavelo. La conquista de Granada, que suponía el final de la invasión árabe le llevó a organizar una corrida de tres toros frente al palacio papal, un acto traído desde su tierra natal.

Alejandro VI
Alejandro VI

A sus más de sesenta y un años, Rodrigo era, en ese momento, el más claro ejemplo de la ambición y dominio de una de las dinastías más influyentes del Renacimiento italiano: los Borja o Borgia. Aquel año era un tiempo de historias y leyendas, de excesos de todo tipo. Una sociedad corrompida. Ya su antecesor, el papa Inocencio VIII, había sufrido una extraña enfermedad y un médico judío le había recomendó beber sangre de niños para purificar la suya. Compraron varios niños por un ducado cada uno a los que desangraban y daban de beber al papa. Pero fue inútil, el papa murió y él fue nombrado nuevo papa. Lo peor de todo es que aquello parecía normal, indiferente de si la historia era verdad o no. Incluso aquel papa había sido acusado de practicar la hechicería, al igual que otros de sus antecesores, acusados de hechiceros y alquimistas. En la sede del papado de Avignon existía un laboratorio donde se fabricaba oro, con el que se fabricaban los cálices, crucifijos y otros ornamentos religiosos.

Por aquel entonces, Rodrigo mostraba una personalidad muy diferente a la de su tío Alfonso. Rodrigo era guapo, fuerte y encantador, lo que le convertía en un objeto de deseo para las mujeres, algo que él no rehuía precisamente, hasta el punto que pronto se harán famosas sus conquistas.  Como  obispo de Valencia, durante una recepción a las autoridades se quedó prendado de una viuda que tenía dos hijas de 17 y 15 años de edad. A las tres mujeres consiguió seducir. Cuando la madre murió, ordenó que la hija mayor ingresara en un convento, convirtiendo a la menor en su amante, con la que tuvo tres hijos: Pedro Luís, Isabel y Girolama. Cuando muere su tío Calixto III en 1458, Rodrigo se postula para ser su sucesor.  Pero será nombrado Silvio Piccolomini que tomará el nombre de Pio II, un hombre amante de la cultura, escritor, poeta, mecenas y defensor de los judíos, pero que también tenía un hijo nacido de su amante, una mujer casada.  Estamos en una época en la que se admitía que los sacerdotes tuvieran amantes. Pio II fue un buen pontífice que trató de reformar el clero y que no ofreció motivo de escándalo a raíz de ser ordenado sacerdote.   No así Rodrigo Borgia, que seguía siendo motivo de escándalo, siendo acusado de todo tipo de pecados, participar en cacerías y ser aficionado al juego. Era frecuente verle participar en fiestas y banquetes vestido con sus lujosas ropas, montando espléndidos caballos y rodeado de sirvientes.  Aunque Pio II le llamó la atención con severidad, no consiguió convencer a Rodrigo de que abandonara este tipo de vida. Más bien al contrario. Poco después de la recriminación del papa, Rodrigo de Borgia participó en una fiesta de un bautizo, tras la cual expulsaron a los hombres y se quedaron a solas con las mujeres,  incluidas las sirvientas, en una desenfrenada orgía que llegó a los oídos de Pío II. Este ordenó investigar los hechos, pero poco podía hacer en un tiempo en el que muchos de los niños que nacían eran producto de la lujuria de muchos sacerdotes, incluidos cardenales. El papa afeó la conducta de Rodrigo, hasta el punto que este decidió abandonar por unos días e irse al campo a practicar su otra afición favorita: la caza. Fue entonces cuando conoció a Vanozza Catanei, diminutivo de Giovanna. No dudó en regresar con ella a Roma. Para entonces Rodrigo tenía ya dos hijos: Pedro Luís y dos hijas más de diferentes madres. Al principio instaló a su amante en una hermosa casa cercana al palacio y eligió un marido para disfrazar su relación. De aquella relación entre Rodrigo y Vanozza, nacieron César, Juan, Lucrecia y, más tarde, Jofré. Pero aquello no escandalizaba a nadie: era algo habitual en aquella sociedad. En realidad, Rodrigo conoce a Vannozza gracias a sus relaciones con la madre de la joven y con una de sus hermanas. Pero Vannozza será su amante oficial durante más de dos décadas.

En 1464 moría Pío II y le sucedía el cardenal Pedro Barbo, llamado Paulo II, aunque Pio II le llamaba «divina María» por sus gustos homosexuales. El nuevo papa gustaba de lujo y del placer y pasaba gran parte de sus días en las estancias papales rodeado de sus jóvenes amantes. Disfrutaba también viendo como jóvenes desnudos eran sometidos a las torturas de la Inquisición. Sin embargo,  era apreciado por el pueblo de Roma por favorecer la celebración de los carnavales permitiendo además que participasen por vez primera los judíos, aunque eso no evitó que les subiese los impuestos para financiar su elevado tren de vida. Paulo II moría en 1471, según dice de un ataque al corazón mientras sodomizaba a un joven en las caballerizas, aunque la versión oficial aseguraba que había muerto de la asfixia que le produjo un trozo de melón. La “fumata blanca” trajo consigo el nombramiento de Francisco della Rovere, con el nombre de Sixto IV, quien había sido un hombre intachable y modesta que hasta el momento de su elección y que se transformaría después de ascender al papado. El nuevo papa nombró obispo a seis de sus sobrinos, en realidad sus hijos. Además, mantuvo duros enfrentamientos con los Reyes Católicos por el nombramiento de los obispos y convirtió a Roma en la capital del principado de la Iglesia. Para llenar de nuevo las arcas de la Iglesia que Paulo II había dejado vacías gracias a las fiestas que organizaba, impuso un impuesto a las prostitutas romanas que prestaban sus servicios a la curia y también lo que era conocido como «impuesto sobre los nobles» con  lo que un miembro de la nobleza podía pagar un impuesto al Papa con el que obtenía el derecho de disfrutar del sexo con la hija de otro noble. A su muerte, el pueblo irrumpió en su palacio para tratar de coger el cuerpo y arrojarlo al Tiber aunque la guardia personal de Sixto IV logró evitarlo y hoy descansan sus restos en la Basílica de San Pedro.

Es entonces cuando se inicia una guerra entre dos de las familias más poderosas de la época, los Orsini que apoyan la candidatura de Rodrigo Borgia, y los Colonna, partidarios de la familia della Rovere a la que había pertenecido Sixto IV, quien será elegido finalmente con el nombre de Inocencio VIII, otro papa que no dudó en practicar el nepotismo, favoreciendo a sus hijos e hijas. Se le atribuyen hasta dieciséis, entre hijos e hijas, que estaban presentes en la corte papal, asistiendo a los banquetes en compañía de sus madres. Pero no sólo su conducta era escandalosa, también la de algunos de sus hijos, como la de Franceschetto, que una vez violó a una adolescente a los pies del altar de una de las iglesias romanas. En lugar de castigar su acción, Inocencio VIII ordenó el destierro de la familia de la joven violada.

Pero estas conductas, más que un escándalo, era una costumbre, no permitida, pero si aceptada. Otro de los legados que dejó Inocencio VIII fue la «caza de brujas» con la publicación de la bula «Summis desiderantes affectibus» en la que otorgaba poderes a la Inquisición para luchar contra la brujería. En los últimos momentos de su vida, ordenó que le llevase, jóvenes  madres para beber su leche y también, como se menciona antes, recibir la sangre de niños para tratar de recuperarse, muriendo muchos de ellos.  Lo que también hizo el papa fue nombrar obispo a César Borgia.

Ahora, con la muerte de Inocencio VIII, llegaba la hora de Rodrigo Borgia. En el cónclave que sucedió a la muerte de Inocencio VIII los favoritos eran Ascanio Sforza, de la poderosa familia milanesa de los Sforza, y Giuliano della Rovere, hijo o sobrino de Sixto IV. Como no lograba ninguno de los dos candidatos la mayoría,  Rodrigo actuó con rapidez sobornó  a varios cardenales para que le nombraran a él. Al propio Sforza le prometió ser canciller de la Iglesia mientras que a los Colonna y Orsini les entregó propiedades, e incluso se dice que prometió los favores de su hija Lucrecia de doce años a un anciano cardenal, Gerardi de Venecia, a cambio del voto, pero no hay ninguna prueba de ello.

El 11 de agosto de 1492, Rodrigo Borgia era por fin elegido papa. Ya desde un principio fue fiel a su personalidad. Se llevó a su palacio a Giulia Farnese una joven de 18 años, con cuyo hermano Alejandro había pactado un acuerdo por el que este consentía que el papa tuviera relaciones sexuales  con su hermana  a cambio de que le nombrase cardenal. El marido, Orsino Orsini, conocería este acuerdo y tendría que cerrar los ojos y no darse por enterado. Lo cierto es que Alejandro Farnese sería poco después nombrado cardenal  y recibiría rentas y beneficios  que le permitieron construir el célebre Palacio Farnese hoy convertido en uno de los más importantes museos de Roma. Los días previos al cónclave, Roma se llenó de pontífices y nobles, y los comerciantes y artesanos sacaban sus productos a la calle para venderlos, mientras los usureros judíos prestaba  dinero a aquel que no quería privarse de lo que no podía pagar. Los ricos se jugaban grandes fortunas apostando sobre el próximo papa y los plebeyos hacían lo mismo apostando jarras de vino. Durante dos días antes de la elección, la plaza de San Pedro se encontraba abarrotada de gente esperando el resultado final. A comienzos del tercer día, aquel quince de agosto, la ventana del aposento de Rodrigo se iluminó. Por unanimidad había sido elegido. A pesar de su vida escandalosa, de sus pecados, de sus intrigas. Sus servicios a cinco papas distintos como vicecanciller le habían hecho merecedor  del papado a sus setenta y cinco años de edad. Claro que muy poco de espiritual había habido  en su nombramiento. Su extraordinario poder y su fortuna habían facilitado los sobornos necesarios y había pagado el precio necesario para que dirigiera la iglesia durante los once años siguientes. Se contaba que antes del conclave había visto cuatro mulas cargadas de plata dirigiéndose al palacio de los Sforza, en la plaza Navonna. Rodrigo tenía catorce votos y obtuvo el definitivo de un anciano cardenal de noventa y cinco años que había perdido la memoria, algo usual en Roma, por otra parte. Todos los cardenales, uno a uno, fueron generosamente recompensados.

Rodrigo eligió el nombre de Alejandro en honor del gran general y la ceremonia de su elección de celebró con un lujo extraordinario, incluso en aquella Roma. La comitiva se iniciaba en la Plaza del Popolo. El nuevo papa, subido sobre un hermoso caballo blanco, saludaba y bendecía a todo el mundo. La comitiva estaba formada por setecientos clérigos y cardenales y lujosas carrozas donde viajaban los nobles, junto con un numeroso ejército de arqueros y guardias de palacio con sus lanzas y escudos brillantes y con los caballos con brocados de oro, mientras los cañones tronaban al paso del desfile durante las dos horas que transcurrieron desde la mencionada plaza hasta la plaza del Vaticano, haciendo alto en el castillo de Sant Angelo para que los niños del coro cantaran un Te Deum. Allí los judíos le entregaron el manuscrito del Torá, y él lo autorizó ante todos los cristianos a seguir practicando su religión. La fiesta duró toda la noche en cada rincón de Roma. Todo el mundo demostraba su cariño por el nuevo papa. 

No cabe duda que el carácter de Alejandro VI ha servido para alimentar una bibliografía morbosa, en la que no ha faltado la literatura de tipo erótico.  Pero los pecados de Rodrigo se producen en una época muy permisiva en cuanto a los asuntos sexuales. El papa Pío II abogó y defendió la posibilidad de matrimonio para los sacerdotes; Sixto IV tuvo varios hijos; Inocencio VIII incluso metió a los suyos en el Vaticano.  Cinco papas, incluido el virtuoso Nicolás V, le habían favorecido durante todos estos años y le habían confiado complicadas tareas y dado puestos de responsabilidad sin, aparentemente, tener en cuenta su carácter licencioso. Durante treinta y cinco años había sido ejercido como vicecanciller y confirmado en este cargo por estos cinco Papas, ejerciendo su trabajo de forma laboriosa y competente.

Al margen de sus excesos sexuales, el papado de Alejandro comenzó bien, al aprobar severas medidas contra los delincuentes, restaurando el orden y toda Roma se congratulaba que la Iglesia estuviera bajo la autoridad de un hombre estricto. Además, Alejandro hizo posible la construcción de numerosos monumentos y edificios tanto dentro como fuera de Roma; financió un nuevo tejado para Santa María Maggiore con el oro americano que le habían regalado los Reyes Católicos; remodeló el Mausoleo de Adriano en el fortificado Castillo de Sant´ Angelo, redecorando su interior además de proporcionarle celdas para prisioneros. Mandó construir un pasadizo subterráneo entre el castillo y el Vaticano, el mismo que le dio cobijo durante el ataque de Carlos VIII en 1494 y salvó a Clemente VII de la emboscada luterana acaecida durante el saqueo de Roma. En cuanto al palacio papal, ordenó utilizar las losas del Coliseo para construir la torre del Vaticano y la ampliación del mismo.

Se decía que el nuevo papa financiaba todas estas obras utilizando la alquimia, una ciencia  traída desde Oriente por los Cruzados y utilizada por San Alberto Magno, que reconocía poseer la piedra filosofal. Incluso Santo Tomás reconocía el oro obtenido de la alquimia como legítimo. En la corte del papa existía un adivino, que había predicho en su día el futuro de Lucrecia, capaz de descubrir tesoros ocultos y que poseía un horno capaz de fundir los metales para obtener oro y un alambique para destilar. Aquel horno siempre fue un secreto nadie hablaba de ello. A ese horno fueron enviados todos los ricos regalos que recibió el nuevo papa, muchos de ellos con incrustaciones de oro, que fueron fundidos por los alquimistas.

Entre sus primeras decisiones también fue nombrar a Isabel y Fernando como Reyes Católicos y, para evitar una guerra entre ambos países, trazó las fronteras de ultramar entre España y Portugal. Para ello, concedió a los Reyes Católicos tres bulas: una de donación de tierras e islas descubiertas o por descubrir; otra de concesión de privilegios en las tierras descubiertas referentes a su evangelización; y una tercera que delimitaba la navegación de castellanos y portugueses en el Atlántico. Gracias a esto, los Reyes de Castilla podían navegar, descubrir y apropiarse de las tierras concedidas al oeste del Atlántico, mientras que a los portugueses les correspondería las halladas al este. Alejandro no olvidaba su precedencia. A los cardenales que le apoyaron en el cónclave el Papa les obsequió y recompensó generosamente. Unos años después de su elección nombró doce nuevos cargos cardenalicios, entre ellos a su hijo Cesar Borgia, que tan sólo tenía 18 años y a Alessandro Farnese hermano de Guilia, su amante, quien más tarde se convertiría en el papa Pablo III. Mientras tanto, Alejandro unió todos los Estados Pontificios bajo una administración única centralizada, cuya la labor fue encomendada a Cesar Borgia, cumpliendo con su cometido con tal eficacia y rapidez que despertó la admiración del mencionado Maquiavelo.

Roma, sin embargo, le reprobaba sus escarceos amorosos y criticaba la forma en la que hacía a sus hijos prosperar y le escandalizaba que se hubiera rodeado de españoles despreciando a los italianos dentro de la curia. Alejandro era completamente italiano en su cultura, política y maneras, pero seguía amando España: hablaba en español con sus hijos Lucrecia y Cesar, elevó a diecinueve españoles a la categoría de cardenal y se rodeó de sirvientes catalanes. Comprendió que solo podía confiar a su hijo César la tarea de defender y proteger los Estados Pontificios, el único competente para participar en el juego de la política italiana en aquella época tan violenta, por lo que hizo todo lo necesario para financiar el creciente poder de su hijo. También fue la dulce Lucrecia fiel instrumento de sus fines. El cariño que el padre procesaba por la hija le llevó a tales demostraciones de ternura que las lenguas viperinas le acusaron de incesto e inventaron una morbosa historia sobre aquella relación, poco o nada importaba que fuera verdad o no.  En dos ocasiones en las que el Papa tuvo que ausentarse de Roma dejó a su hija encargada de sus aposentos en el Vaticano, autorizándola para abrir su correspondencia y atender todo el trabajo rutinario, una confianza normal, pero que produjo escándalo en aquella escandalizable sociedad romana. 

Las familias poderosas de Roma inventaron una leyenda negra en torno a él. Le acusaron de envenenar a sus enemigos, por orden de él mismo o de su hijo César, aunque estudios posteriores demuestran la falta de pruebas de estas acusaciones. Alejandro, en campaña contra los nobles, publicó en 1501 una bula detallando todos los vicios y pecados de los Savelli y los Colonna, dos de las familias más influyentes. Y estos respondieron inventando la leyenda definiéndole como un monstruo de perversión y crueldad.

Amó a todos sus hijos, pero en especial a Juan, su hijo mayor, duque de Gandía, a quien quería incluso más que a Lucrecia. Tenía para él grandes proyectos, pero la muerte de Juan, o Giovanni, truncó todo. Cuando Alejandro conoció la noticia de su muerte se sintió tan lleno de dolor que se encerró y dejó de alimentarse, y se decía que sus lamentos se podían oír en mismísima plaza de San Pedro. Ordenó la busca y captura de sus asesinos pero pronto se dio por vencido y dejó que el crimen permaneciera en el misterio. El 6 de agosto de 1503 Alejandro Borgia y César Borgia celebraron un banquete en la residencia campestre del cardenal Adriano da Corneto, en compañía de otros comensales. Varios días después todos ellos cayeron gravemente enfermos. La juventud de César le permitió superar la enfermedad, pero el papa Alejandro falleció a los 73 años, el 18 de agosto. La causa de su muerte es desconocida; inmediatamente después de producirse, se difundieron los rumores de que el fallecimiento había sido producido por la ingestión de un veneno que César Borgia había preparado para asesinar a los otros convidados, y que por el error de uno de los sirvientes les fue suministrado a ellos mismos. Otros ponen en duda este argumento y responsabilizan de la muerte del papa a la malaria que hacía estragos por entonces entre toda la población. Fue enterrado, junto a Calixto III, en la basílica de San Pedro. Cuando el obelisco de Nerón fue trasladado al centro de la plaza, se destruyó el monumento funerario y se recogieron los restos en una urna que años después se llevó a la iglesia de Santa María de Montserrat de los Españoles.

 5. Juan

La predilección de Alejandro por hijo Juan le auguraba a este una gran carrera en el Vaticano, en unos momentos en los que la popularidad, y el poder, del papa era incuestionable, lo que provocaba que la nobleza romana buscara la amistad del duque de Gandía para asegurarse futuras ventajas.  Una situación que incomodaba a las otras familias nobles romanas y que al final provocó, como hemos visto, el nacimiento de la leyenda negra en torno a los Borgia. Juan demostró desde el principio que su único pensamiento se basaba en vivir de manera hedonista y en una juerga permanente. De joven se fue a Valencia con su hermano mayor, Luís Borgia, y allí vivió una vida principesca y de fiesta en fiesta mientras su padre y hermano  César luchaba contra las tropas del rey de Francia. A la muerte de Luís, heredó el ducado de Gandía y a la esposa de su hermano, María Henríquez, sobrina de Fernando el Católico.  Cuándo Juan regresó a Roma en el año 1496, la ciudad le recibió con honores y se le recibió como un príncipe, siendo nombrado por su padre  Capitán General del ejército de la Iglesia, un cargo para el que no tenía mérito alguno. En Valencia había dejado a su esposa y su hijo, del cual más tarde nacería el que llegaría  a ser santo, Francisco.

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El papa Alejandro quería que el hijo mayor que había tenido con Vanozza se dedicara al ejército y César a la iglesia, a pesar de que la vocación de ambos era la contraria. Juan Borgia no era capaz de imponer disciplina entre sus tropas, hasta el punto de tener que represar a Roma derrotado y verse obligado el papa a pedir ayuda al rey de Nápoles, que envió al Gran Capitán para vencer a los Orsini, obligando a estos a firmar la paz con Alejandro VI.

Mientras la fanfarronería de Juan no tenía freno. Muy conocido fue lo ocurrido en un banquete organizado ya en Roma por el cardenal vicecanciller Ascanio Sforza, al que asistía Juan Borgia. Este, amparado por el poder que le otorgaba su padre, empezó a mofarse de los invitados. Cuando uno de ellos se enfrentó a él, Juan abandonó la fiesta y fue en busca de su padre para contarle lo ocurrido.  Este entonces envió una compañía de soldados a la residencia de Sforza para arrestar al hombre que había insultado a su hijo. Tras la detención, le condenó a morir en la horca. Alejandro lavaba así el honor mancillado de su familia, aprovechando su alta dignidad papal. La actitud del papa provocó que Juan, en lugar de cambiar su actitud y se volviera más prudente, estuviera en todas las fiestas demostrando su impunidad.

La noche del 14 de junio de 1497, Vanozza Catanei organizó un banquete en honor a sus hijos en su residencia. Como era verano, lo celebró al aire libre, en los jardines. Solo faltó su hijo menor Jofré, quien dijo sentirse indispuesto. A la caída de la tarde, los invitados permanecían en los veladores. En la fiesta todos se comportaron según lo esperado. César con sus modales de caballero y Juan haciendo alarde de su fanfarronería. A avanzadas horas de la noche  acabó la cena y todos los convidados, tras  despedirse de Vanozza, regresaron a sus residencias. César y Juan regresaron al Vaticano en sus respectivas monturas acompañados de sus guardianes. Pero antes de llegar, Juan se separó de ellos para acudir a una cita. Pese a que intentaron disuadirlo para evitar que fuera solo, él no aceptó, respondiendo con una carcajada, desapareciendo en la oscuridad de la noche con la sola compañía de un sirviente.

La noche dio paso a un día neblinoso que le daba al Tíber un aspecto plomizo que estremecía aún más. En el horizonte se recortaba la familiar silueta del castillo de Sant Angelo, que conectaba con el Vaticano a través de un túnel mandado construir por mi padre. El día avanzaba de la misma manera que los peores presagios, mientras se seguía sin saber nada de Juan. En realidad, no era la primera vez que esto ocurría y la familia estaba a que Juan estuviera ausente varios días cuando acudía a sus fiestas y se quería pensar que tal vez esperara la noche para salir del lecho de su amada y que la luz del día no descubriera su presencia a su marido. Llegó la noche y Juan seguía sin aparecer, mientras una fuerte tormenta azotaba el cielo. El papa Alejandro empezó a preocuparse seriamente. Ordenó su búsqueda por todas las calles de Roma. Todos iban gritando su nombre con las espadas desenvainadas. De repente, encontraron a su sirviente, tendido en el suelo, herido de muerte. Solo le dio tiempo a contar que, tras encontrarse con un enmascarado, le ordenó que volviera a palacio. Después se marchó con su acompañante y se perdieron en la noche. Siguieron buscando y encontraron a su caballo junto al río, herido también y con huellas de pelea. Aquello evidenciaba que el jinete había caído o arrojado al río. Pero no se veía nada. Todos volvieron a palacio, después de una búsqueda infructuosa.

Al día siguiente, el papa ordenó buscar por todo el río, pero sin resultado alguno. Un día más tarde, un leñador acudía ante el gobernador de Roma y le contaba que, mientras estaba durmiendo en una de sus barcas, unas pisadas lo despertaron. Distinguió a dos hombres que se acercaban hasta la orilla del río e inspeccionaban el lugar. Cuando no advirtieron presencia alguna, regresaron por donde habían venido. Poco tiempo después, dos enmascarados llegaron hasta allí y, tras volverlo a inspeccionar hicieron una seña con la mano. En ese momento surgió de las tinieblas un hombre montado sobre un caballo blanco sobre el que transportaba el cuerpo de un hombre que parecía sin vida, con los brazos cayendo sobre un lado y las piernas del otro. Cuando llegó a la orilla del río, los dos enmascarados lo cogieron y lo arrojaron a las oscuras aguas del Tíber. Todos permanecieron inmóviles como se sumergía el cuerpo. Cuando este había desaparecido bajo las aguas, los desconocidos  desaparecieron en la oscuridad. Cuando el gobernador le preguntó por qué no lo había denunciado antes, el leñador le contestó que estaba acostumbrado a que en aquel lugar se arrojara frecuentemente cadáveres.

Cuando Alejandro fue informado, la ira y la pesadumbre, por partes iguales, se apoderaron de él. Ordenó buscar el cadáver, dragando si era necesario el río hasta encontrarlo. Finalmente, unos marineros que remontaban el río encontraron un cadáver. Lo transportaron hasta la altura del castillo de Sant Angelo y lo entregaron a unos sirvientes papales, que certificaron su autenticidad y les entregaron  diez ducados de oro. Luego informaron al papa. El cadáver de Juan estaba irreconocible, y solo su capa demostraba su identidad. Tenía las muñecas atadas, cubierto de cieno, degollado y con más de diez heridas mortales. Lo demás estaba intacto. Nadie había tocado su bolsa, con treinta monedas de oro, ni sus joyas, ni su magnífica espada. Estaba claro que el móvil del crimen no había sido el robo. Su cadáver fue conducido hasta el castillo, donde lo lavaron y arreglaron, vistiéndole con sus mejores ropas. No se esperó a que amaneciera para enterrarle. La comitiva trasladó el cuerpo hasta la iglesia de Santa María del Popolo a la luz de las antorchas, con los soldados escoltándolo con las espadas desnudas. Allí lo sepultaron en el panteón que pertenecía a la familia de Vanozza. Esta lo esperaba a allí y se mantuvo firme, sin derramar una sola lágrima, diciendo que su hijo no estaba muerto. Quería clavar una aguja en la mortaja para demostrar no estaba vivo.

Roma se llenó de dolor, mientras el papa permaneció una semana entera sin comer y en medio de un mar de lágrimas. Ni siquiera se podía castigar a los culpables, porque eran desconocidos. Ni siquiera se conocía el lugar exacto donde había sido asesinado. Los enemigos de los Borgia señalaban a su hermano César como responsable. Nada había que probara que César sintiera celos de su hermano ni ambicionara nada de él, porque él también tenía todo lo que quería. La muerte del duque de Gandía y la apariencia del cadáver, con las manos atadas y su espada envainada, demostraba que no había presentado lucha alguna, y la saña de sus apuñalamientos era el mensaje que querían dar sus asesinos. Roma se convirtió en un mentidero de rumores y teorías siniestras y se especulaba con la identidad de los asesinos de Juan. Las investigaciones señalaron al cardenal Ascanio Sforza, cuyo palacio se encontraba cerca del lugar donde había aparecido el cadáver de Juan y, por ello, se ordenó registrarla a fondo. Pero no se encontró prueba alguna y Sforza quedó libre de acusación alguna, mientras el papa se veía obligado a disculparse ante él. Acusaron también al conde de Pésaro, esposo de Lucrecia, pero Juan Sforza se encontraba en aquellos días en Milán. Alejandro VI también pensó en los Orsini. Otros señalaron a algún marido, padre o hermano de alguna de sus amantes. Y se llegó a sospechar de Jofré, por su relación con Sancha. En realidad, lo único claro era que a Juan no le faltaban enemigos. Como consecuencia de todo esto, Alejandro consideró la idea de renunciar a su papado y recluirse en un monasterio para expiar sus culpas, algo que comunicó a su aliado el rey Fernando el Católico. También anunció cambios en su política. Quería prohibir el concubinato de los clérigos y acabar con la gula de los cardenales para que se convirtieran en un modelo de comportamiento. Pero el tiempo hizo olvidar estas intenciones provocadas por el dolor de la muerte de su hijo. Juan había muerto como había vivido.

6. Jofré

El hijo menos querido por el papa Alejandro era el menor, Jofré, hasta el punto de no tener con él las atenciones que tenía con sus otros tres hijos. En realidad, el papa siempre había sospechado que Jofré era hijo de Vanozza y su esposo legítimo, Giorgio della Croce. Llegó incluso a encarcelarlo en el castillo de Sant Angelo cuando su hijo resultó herido en una riña.

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Jofré, con apenas trece años, fue prometido con Sancha de Aragón, de quince, nieta del rey de Nápoles e hija natural de Alfonso de Aragón, heredero al trono, quien tenía una sádica afición: embalsamar los cadáveres para deleitarse contemplándolos. La boda tuvo lugar en Roma por poderes y poco después Jofré y su esposa viajaron hasta Nápoles para que los novios se conocieran y tuviera lugar la ceremonia. Tras ella y el posterior banquete de bodas, todos los grandes del reino acompañaron a los esposados hasta su cuarto. Entonces, las doncellas los desnudaron hasta la cintura y los tendieron en la cama. Salieron las mujeres y entró un cardenal. Ambos, el rey y el cardenal estuvieron presentes durante la consumación del matrimonio, comentando incluso lo que veían y bromeando sobre ello. Al día siguiente comentaron a todos los demás lo que habían visto y hasta lamentaron que solo ellos hubieran sido testigos de la consumación. El cardenal, además, relató al papa todo lo acontecido, dejando a su padre muy satisfecho.

Al contrario que César, Jofré carecía de autoridad y sus aficiones favoritas estaban relacionadas con las bellas artes, la música y la literatura. Su carácter tímido llevó a Sancha a buscar consuelo en otros hombres, entre ellos a su hermano César, una relación que de inmediato fue conocida por todos, infidelidad aceptada con resignación por Jofré. En estos días llegó Juan Borgia desde Gandía. Tras conocerla su objetivo fue seducirla, algo que no le costó mucho trabajo, pues Sancha parecía estar harta de César. Todo ello llegó a oídos del papa, que llamó a Sancha para reconvenirla de su actitud, algo que resultó inútil. Por lo demás, el hijo menor del papa Borgia fue un instrumento más al servicio de su padre.

 7. César

Alejandro tenía sobrados motivos para confiar en las tareas de gobierno a su hijo César y veía en él un fiel reflejo de su propia juventud. Este era un hombre atractivo de cabellos rubios, alto, fuerte y valiente, de gran inteligencia y muy alegre. Atributos que atraían a las mujeres provocando su admiración. Pero al contrario de lo que muchos han escrito sobre él, al contrario que su padre y sus hermanos, no era el sexo femenino lo más esencial en su escala de prioridades.  A los 6 años era obispo; a los 17, fue nombrado arzobispo de Valencia; y un año más tarde, cardenal, todo gracias a la influencia de su padre. Estudió derecho en la Universidad de Perugia y tenía buen gusto para el arte. Como una ley canónica prohibía ordenar cardenales a hijos bastardos, Alejandro publicó una el 19 de Septiembre de 1482  declarándole hijo legítimo de Vanozza y d´Arignano. Tenía una buena amistad con Juan de Medicis, aunque César siempre tuvo un cierto complejo de inferioridad junto a él, puesto que Juan de Medicis era noble de estirpe y él era un hijo bastardo. En 1497, poco después de la muerte de su hermano Giovanni, César fue a Nápoles como delegado papal en la coronación del Rey de Nápoles. A su vuelta le pidió insistentemente a su padre que le permitiera renunciar sus votos y a su carrera eclesiástica. Él no quería servir a Dios, sino a Italia, razón por la cual quería pertenecer al ejército y ayuda a la conquista de nuevos territorios para Roma.  Era un tiempo en el que César se dedicó a sus dos otras aficiones favoritas: las fiestas y las mujeres. Alejandro comprendió que era necesario separar los escándalos de César de su pertenencia a la Iglesia y el carácter de su hijo le convertía en el general idóneo para que el Vaticano pusiera orden en los estados pontificios. La única manera de ceder a los deseos de su hijo era que Alejandro reconociera a Cesar como hijo ilegítimo, cosa que hizo consiguiendo que inmediatamente la ordenación de cardenal fuera invalidada el  17 agosto de 1498.

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César Borgia. Altobello Melone

Tras abandonar el capelo catedralicio e iniciar su carrera militar, lo primero que hizo César fue casarse, una buena oportunidad para tener descendencia legítima y herederos de todos sus bienes, además de favorecer una posible alianza con algún país o personaje importante. La elegida fue Carlota D`Albret, hermanastra del rey de Navarra, cuyo matrimonio fue favorecido por el rey Luis XII de Francia. Este había pedido al papa Alejandro la anulación de su matrimonio, alegando que había sido forzado y nunca había sido consumado. En octubre de 1498, Alejandro envió a Cesar partir hacia Francia con el decreto de divorcio para el Rey. Este ofreció entonces a Cesar la mano de Carlota  y le nombró duque de Valentinois y Diois, dos territorios franceses sobre los que el papado tenía ciertos derechos. El matrimonio selló una alianza entre el Pontífice y un Rey que planeaba abiertamente invadir Italia para tomar bajo su poder Milán y Nápoles, mientras que el papa tendría la ayuda necesaria para invadir Romaña, territorio que el papa ambicionaba para donárselo a su hijo César.

La alianza entre el rey francés y el papa “español” irritó mucho a los Reyes Católicos, en especial al rey Fernando, enemigo declarado de Francia. Su enfado llegó a exigirle su abdicación, pero el papa no se amilanó y se mantuvo firme en su alianza. A la acusación de Fernando de simonía, Alejandro le recordó que la coronación de Isabel era ilegítima, al usurpar los derechos de Juana. También le recordó que el matrimonio entre él y la reina Isabel se basó en una bula papal falsificada que legitimaba un matrimonio entre primos carnales. La cuestión se zanjó con la ruptura de relaciones entre el Vaticano y la Corona de España. Era curioso que en aquel momento, el rey católico firmara con el rey francés el Tratado de Granada, por el cual ambos se repartían el reino de Nápoles, lo que contradecía el nuevo pacto entre Luís XII y el papa. Pero Alejandro no midió bien sus fuerzas. Los Borgia se ganaban un enemigo difícil en Fernando. Este era una persona que olvidaba las afrentas y que se tomaba el tiempo necesario para sus venganzas. En enero de 1500, Cesar y su ejército, en su mayoría mercenarios,  marchó a través de los Apeninos hacia Forlí e Imola conquistando ambas ciudades. Era el inicio de un periodo de conquistas hasta que en julio de 1501 se rinde el último enemigo del Papa y la unión de todos los Estados Pontificios. La fama de César aumentaba en la misma proporción que el número de sus enemigos. Muchas familias italianas, como los Sforza, los Colonna o los Orsini habían sido arruinados por sus conquistas y todos ellos juraban venganza contra los Borgia. No tardaron en nacer las conspiraciones contra ellos. Pero todas ellas fracasaron gracias a la rapidez con que actuó el ejército de César y las negociaciones de Alejandro con los conspiradores. Todos sellaron la paz con César.

En el aspecto personal, Cesar veía su matrimonio como una cuestión de estado y por lo tanto no se sentía obligado a mostrar ningún amor por su esposa. La había dejado con su familia en Francia a donde ocasionalmente escribía y le mandaba regalos. Su esposa, la Duquesa de Valentinois  vivió una modesta y retirada vida en Bourges, esperando que su marido la llamara junto a él. Una espera en vano. Muchos son los que sostienen que el único amor real que tuvo César fue su propia hermana Lucrecia. Cuando ella cayó enferma en Ferrara, él se desvió de su camino para llegar a su casa donde brazos la sostuvo en sus brazos mientras los médicos la sangraban y no se apartó de su lado hasta que no sanó completamente.  Por lo demás, Cesar estaba demasiado ocupado en satisfacer su ambición, razón por la cual ninguna de sus amantes le apartó de su objetivo principal. En Roma vivía retiradamente, trabajando muy duro en sus asuntos. Aquellos que le conocían le admiraban y respetaban, era popular entre sus soldados a pesar de su severidad y la disciplina que les imponía. Ya en aquella época nacieron los rumores que acusaban a los Borgia de envenenar a cardenales para heredar sus fortunas, o bien deshacerse de ellos como enemigos. Hay que tener en cuenta que, a la muerte de un cardenal, sus bienes pasaban a ser de la Iglesia. Sea cierto o no, en aquella época la mortalidad entre cardenales durante el papado de Alejandro era tan elevada como en la de sus predecesores y sucesores, pero no hay duda de que en aquella época era peligroso ser cardenal, y rico. Las perversiones de las que la familia Borgia nunca pudieron demostrarse y bien pudieron ser fruto de la venganza de sus enemigos. Una leyenda que no acabó con la muerte de sus protagonistas, Alejandro y César. Más bien al contrario. Las leyendas fueron pasando de unas generaciones a otras y, en cada una de ellas, se aumentaba aún más el nivel de corrupción y depravación. César fue el modelo en el que Nicolás Maquiavelo se inspiró en su obra “El Príncipe” en el que aparece como alguien que no se detiene ante nada para conseguir sus propósitos, un fiel reflejo de la realidad. En sus campañas militares se hizo grabar una divisa en su escudo que decía “O César o nada”, emulando a Julio César. Este alimentaba día a día las críticas de manera proporcional al número de sus enemigos.

Pero la muerte del papa Alejandro será el principio del fin de César Borgia. Pío III es nombrado papa el 21 de septiembre de 1503. El papa de 64 años de edad, está tan enfermo, a causa de la gota que padecía, que su papado solo dura 27 días y apenas tuvo tiempo para cumplir la petición de los Orsini de encarcelar a César. Tras la celebración de un nuevo cónclave, en  octubre de 1503, es elegido Papa el cardenal Giuliano della Rovere que toma el nombre de Julio II. El 24 de noviembre, el nuevo papa ordena la detención de César, siendo encarcelado en el palacio del Vaticano y no en las mazmorras de Sant Angelo. Será el primero de varios encierros. De allí será liberado por el Gran Capitán siguiendo instrucciones de los Reyes Católicos, aunque este lo encierra en Castilnovo. Después sus huesos irán a Chinchilla y, finalmente, a Medina del Campo, al castillo de La Mota. Una noche de octubre de 1506 se descuelga de la torre con la ayuda de un criado, pero alguien descubre el intento de fuga y corta la soga. César, herido, consigue, sin embargo, escapar  a lomos de un caballo. La reina Juana I ordena prenderle y pone precio a su cabeza. César, fingiendo ser un mercader, llega hasta Santander, donde, acompañado de unos comerciantes vascos, se embarca en un navío que le lleva hasta Castro Urdiales. Desde allí, montado en una mula llega hasta Pamplona, su antigua sede episcopal, donde es acogido por su cuñado el rey de Navarra, Juan de Albret, que lo nombra condestable y capitán de los ejércitos de Navarra. Allí intervendrá en varias escaramuzas, hasta que en una de ellas, en Viana el 12 de marzo de 1507, muere víctima de una emboscada. Fue enterrado en la iglesia de Santa María, de Viana, pero en este lugar estuvo poco tiempo, ya que a mediados del siglo XVI, un obispo de Calahorra, a cuya diócesis pertenecía la parroquia de Viana, consideró un sacrilegio la permanencia de los restos de este personaje en lugar sagrado. Mandó sacarlos y enterrarlos frente a la iglesia en plena Rúa Mayor, “para que en pago de sus culpas le pisotearan los hombres y las bestias”.  Hoy, sus restos reposan a los pies de la portada de la iglesia, en el exterior pero dentro del recinto de ésta, bajo una lápida de mármol blanco que reza así: “César Borgia generalísimo de los ejércitos de Navarra y pontificios muerto en campos de Viana el XI de Marzo de MDVII”.

8. Lucrecia

El 18 de abril de 1480, el cardenal Rodrigo Borgia convocó en su mansión de Roma a unos astrólogos para conocer el porvenir de una niña recién nacida. Aquella niña se llamaba Lucrecia y su madre era Vannozza Cattanei, una bella romana casada por entonces con el caballero milanés Giorgio San Croce. El verdadero padre, sin embargo, era el propio cardenal Borgia, de quien Vannozza era la concubina preferida desde hacía años. Los astrólogos vaticinaron un gran futuro para la pequeña, y lo cierto es que, en general, no se equivocaron. Lucrecia llegaría a ser tan célebre y tan controvertida como los demás miembros de la familia  a finales del siglo XV. El cardenal Borgia confió su educación a la joven viuda Adriana Orsini, su prima y confidente, que introdujo a Lucrecia en el conocimiento de las artes más cultas y refinadas. Con Adriana aprendió latín, griego, italiano, castellano y francés, así como música, canto y dibujo, pero también a moverse en los ambientes cortesanos más refinados. Cuando el 26 de agosto de 1492, su padre fue elegido papa, Lucrecia se convirtió en objeto de deseo para las principales familias italianas, deseosas de emparentarse con la hija del Papa, al tiempo que en un objeto para el propio papa, que utilizó a su hija en sus intereses políticos.

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Lucrecia Borgia. Pinturicchio

Alejandro había querido a su hijo Juan con ese amor filial que le hacía justificar y perdonar los vicios y pecado de este; admiraba a su hijo César y le llenaba de orgullo ver como este conservaba el carácter de su estirpe; pero adoraba a su hija Lucrecia con todo su corazón. Lucrecia era una joven moderadamente bella, de largos cabellos rubios que correspondía a su padre con todo su cariño y respeto, aceptando siempre sus decisiones con sumisión. Así, no dudó en obedecer la decisión de su padre cuando este le escogió el marido de su primer matrimonio, una práctica habitual por aquel entonces entre la clase acomodada. Al fin y al cabo, también habían sido escogidas las esposas de sus hermanos. Su primer matrimonio fue acordado cuando apenas tenía once años de edad. Él se llamaba Querubín Juan de Centelles, alguien que era no conocía y le preocupaba su aspecto. Pero la boda no se llegó a efectuar. Al ser nombrado papa, su padre consideró que aquel era poco digno para mí. Poco tiempo después la prometieron con Gaspar de Aversa, de quince años de edad, al que sí había conocido de pequeña y del que apenas tenía recuerdos. Pero su egoísmo le llevó a pedir tres mil ducados de oro como dote, lo que rechazó y frustró el matrimonio.

Alejandro, como cualquier otro soberano, quería que los matrimonios de sus hijos debían servir a los intereses de su Estado y como Nápoles estaba entonces enfrentada a Roma y Milán decidió que Lucrecia, cuando aún contaba trece años de edad, debía casarse con Giovanni Sforza, de veintiséis, Señor de Pesaro y sobrino de Ludovico, regente de Milán, bien parecido y de buena educación, aunque delicado de salud. Su padre había considerado acordar su matrimonio en favor de sus intereses políticos y Juan, hijo de un príncipe y sobrino de un cardenal que aspiraba a ser papa era el indicado. Ella no veía mal esta boda después de anularse el compromiso con un hombre mucho mayor que ella. Pero este matrimonio sirvió para demostrar a Lucrecia que era un instrumento utilizado por su padre para sus intereses.

El papa Alejandro preparó la casa de los recién casados en un lugar cerca del Vaticano para poder tener a su hija próxima a él. Pero Sforza debía vivir en Pesaro buena parte del año llevándose con él a su joven esposa. Lucrecia echaba de menos a su padre y la vida de Roma y, como además con el tiempo la importancia de esta alianza con los Sforza disminuyó, Alejandro VI, buscó otras más ventajosas, intentando persuadir al tío de Giovanni, el cardenal Ascanio Sforza, de su voluntad de anular el matrimonio. Como la ley canónica solo permitía la anulación de un matrimonio legítimo si este no se había consumado, el papa acusó de impotencia a Giovanni y, por lo tanto, este debía anularse. Giovanni se negó a ello y además acusó a Lucrecia de incesto con su padre y con su hermano. El Papa nombró un comité liderado por dos cardenales para averiguar si el matrimonio había sido consumado. Lucrecia, con todo el aplomo del que fue capaz, se sometió a las pruebas, y se concluyó que Lucrecia era todavía virgen. La familia Sforza amenazó con no aceptar, pero el papa ofreció a Giovanni la dote de Lucrecia, de treinta  mil ducados, si mostraba su acuerdo con la anulación. Al no tener otra elección, Giovanni Sforza, firmó ante testigos una confesión en la que admitía ser impotente, lo que equivalía a consentir la anulación de la boda. Más tarde, Juan Sforza se casó y tuvo un hijo, pero esto carecía ya de importancia. Era final de aquel capítulo. El comienzo de la leyenda escabrosa de los Borgia, al convertirse Giovanni en el propagador de todo tipo de historias. Todo esto sucedía unos días antes del asesinato de Juan Borgia.

Mientras se llevaban a cabo los trámites de la anulación del matrimonio, Lucrecia estuvo recluida en un convento con la excusa de olvidar lo sucedido y retirarse un tiempo de la vida pública. Pero la razón de su reclusión era la necesidad que había que ocultar el estado de Lucrecia. Fue allí donde, con apenas 16 años, dio  a luz a un niño, de nombre Giovanni. Era evidente que, si se hubiera conocido el embarazo de Lucrecia negando que el padre fuera Giovanni Sforza a causa de su impotencia, señalado a César como el padre natural del niño; y como este era cardenal el escándalo en aquel momento hubiera sido de incalculables consecuencias. Cuando los rumores parecían acallarse, el papa Alejandro citó a César y a su hermana Lucrecia para buscar una solución sobre la paternidad del niño. Tras varias deliberaciones, se acordó publicar una bula en la que declararía que el niño era hijo del papa, de una amante soltera, y que Lucrecia, como hermana mayor suya, se encargaría de su cuidado. Pero tal declaración acrecentó los rumores y murmuraciones, lo que obligó al papa  a dictar una segunda bula, en la que aseguraba que el padre del niño era César, y la madre, una noble romana. Pero la segunda bula confirmó en todos la sospecha de incesto, con la única duda de cuál era el verdadero padre. Al final, la familia se vio obligada a admitir que la madre del niño era Lucrecia, y de padre desconocido, por lo cual le pusieron el apellido Borgia.

Por Cuaresma llegó a Roma un dominico que, portando un crucifijo de madera, se azotaba la espalda mientras pedía a todos que cumplieran penitencias para redimirse de sus pecados. Anunciaba para Roma el mismo castigo que a Sodoma y Gomorra. Criticaba la simonía y lujuria del Vaticano y el escándalo en el que vivía todos los cardenales y curia romana, incluyendo el papa. Su nombre era Doménico Savonarola y era muy popular entre la gente, razón por la cual desde varias horas antes, la gente abarrotaba la catedral, esperando que el monje se dirigiera a ellos desde el púlpito. En su sermón auguró a Lucrecia y a su cuñada Sancha toda clase de castigos, a causa de su perversión. Lucrecia se entrevistó con el monje, citándole en sus aposentos  acompañado de una de sus damas. Cuando Lucrecia solicitó su consejo, el fraile le recomendó que abandonara Roma si quería salvase y salir de aquel mundo de depravación.

Los augurios del monje se hacían realidad. Sancha provocaba los celos de César, no solo con su hermano Juan, sino con cualquier pretendiente que se le acercara, incluyendo algunos cardenales. En Roma se decía que era cuñada del papa por partida triple. El no parecía, o tal vez no quería, darse cuenta de la situación y cada día cedía más favores a su hijo favorito, donándole un nuevo ducado a costa de los Estados Pontificios. Pero ello no hacía sino aumentar el vicio de Juan, cuyo final ya conocemos.

Lucrecia vivió sus días de reclusión en el convento pensando en todo lo que estaba ocurriendo, envuelta en un estado de confusión sobre su futuro. El asesinato de su hermano había sido un duro golpe y un aviso. Parecía que ya nadie quería saber quién había asesinado a Juan. Lucrecia no quería pensar que César hubiera tenido nada que ver en ello, pero cuando César abandonó Roma tras el entierro,  ella empezó a sentir sospechas. Los Borgia responsabilizaban a los Sforza, y ella misma lo pensaba también,  pero cuando le miraba a los ojos veía la duda en ellos. Sabía que había odio entre ellos, pero no podía pensar que él fuera el asesino de de Juan. Sufría todo esto en silencio. Alejandro le cedió todos los títulos de Juan y algunos de sus bienes. César había conseguido lo que nunca lo hubiera hecho estando vivo Juan. Él era el principal beneficiario de su muerte, lo que alimentaba todo tipo de sospechas.  Pero el silencio del papa silenciaba muchas cosas. Lucrecia seguía negándose  a creer a César culpable. El tiempo la hizo cambiar de opinión. Lucrecia dio a luz un niño, cuyo padre natural siempre silenció Lucrecia. Su padre lo bautizó en secreto con el nombre de Juan, en recuerdo de su hijo predilecto. Luego el niño fue llevado a una aldea cercana a Roma, donde fue criado por algún tiempo, volviendo para permanecer al lado de su madre. Pero a pesar de todos los intentos por ocultar la verdad, todo el mundo sospechaba que aquel niño era hijo del papa. Hasta Maquiavelo la acusaba de tener relaciones con mi padre. En Roma se decía que Lucrecia era hija, esposa y amante del papa. Pero los labios de Lucrecia siempre estuvieron sellados.

Integrada ya plenamente en la vida romana junto a su hijo, Alejandro volvió a acordar un nuevo matrimonio para Lucrecia. Tenía ya dieciocho años, pero seguía estando obligada a obedecer a su padre. El elegido era Alfonso de Aragón, Duque de Bisceglie e hijo del rey de Nápoles, de diecisiete años, que según le aseguraba su padre, era uno de los hombres más guapos de Italia, además de ser hermanastro de Sancha. La boda se celebró  en agosto de 1498 en el Vaticano. La boda se hacía en interés de la alianza que buscaba el papa. Durante aquellos días Lucrecia fue recibiendo muchos y lujosos regalos y se preparó una larga lista de invitados. Finalmente, el 1 de agosto tuvo lugar la ceremonia. Lucrecia iba acompañada por su hermano Jofré, mientras César acompañaba al novio. En la celebración posterior, volvió a organizarse una corrida de toros a la que asistieron diez mil personas. Fueron ocho toros, de los que César mató dos. Después de las celebraciones, todos se retiraron a sus aposentos. Por primera vez, Lucrecia se sentía feliz.

Pero la alianza política se rompe cuando César es  rechazado en Nápoles y se une al rey Luís XII de Francia, enemigo declarado de Nápoles. El Duque de Bisceglie viendo como Roma se llena de franceses regresa a Nápoles y Lucrecia queda desconsolada. Alejandro conseguirá volver a reunir a la pareja y llevarlos de regreso a Roma, donde  Lucrecia tendrá su primer hijo, al que llamará Rodrigo.

El odio entre César y Alfonso crece constantemente. En la noche del 15 de julio de 1500, unos desconocidos atacaron a Alfonso cuando volvía de la catedral de San Pedro, siendo herido de gravedad. Alfonso había estado cenando con el papa. Cuando sale de madrugada acompañado por dos caballeros, unas figuras surgen entre las sombras de la plaza de San Pedro y, con sus puñales, se lanzan contra Alfonso. Este se defiende de sus atacantes, pero nuevas sombras surgen de la oscuridad. Alfonso sufre varias heridas y sus acompañantes también, y solo cuando sus gritos atraen a la guardia del papa acaba el ataque. Los agresores huyen a toda prisa mientras la guardia lleva el exánime cuerpo de Alfonso hacia el Vaticano hasta el salón donde en ese momento se encuentran el papa, Lucrecia y Sancha.  Alfonso llega medio muerto, cubierto de sangre y de heridas y, balbuceando, acusando a César de intentar asesinarle. El papa ordena trasladar a Alfonso a la Torre Borgia para que los médicos lo atiendan y curen sus heridas. Allí permanecerá durante más de un mes, sin que Lucrecia se separe de su lado, escoltado por dieciséis guardias del papa. Hasta Lucrecia probaba la comida para evitar su envenenamiento. Era consciente que la única forma de evitar un nuevo intento de asesinato no se podía separar de su marido.

Todo hacía pensar que César había ordenado el asesinato de Alfonso. Hasta él mismo se pavoneaba diciendo que lo que se había hecho una vez podía repetirse.  En uno de esos días, mientras Cesar paseaba por el jardín, Alfonso, convencido de que aquel era el hombre que había contratado a la banda que le había intentado asesinar, tomó un arco y una flecha disparando a Cesar en el corazón. La flecha falló su propósito por muy poco y Cesar juró vengarse. Una noche, cuando Lucrecia se había retirado a sus aposentos, oyó unos extraños ruidos procedentes de la cercana habitación de su esposo. Ve entonces a su hermano  y a dos hombres entrando en la habitación de su esposo. Cuando intenta salir a pedir ayuda, César le sale al paso y la ordena que regrese a su habitación. En aquel silencio, escucha un grito de agonía de Alfonso, y luego el silencio…..  

Lucrecia acudió a su padre pidiendo justicia, pero Alejandro aceptó la muerte de Alfonso según la versión que le dio Cesar y encargó para Alfonso un pequeño funeral, e hizo lo imposible por animar a la inconsolable Lucrecia. El fruto de aquel desgraciado matrimonio fue un niño, de nombre Rodrigo. La leyenda negra acusa a César del asesinato, pero culpa de ello a los celos que este sentía por su cuñado. El amor que Lucrecia ha sentido siempre por su hermano mayor se torna ahora en miedo.

Lucrecia se retiró a Nepi ordenando varias misas para el descanso del alma de su difunto marido. No guardaba rencor a César. Y aunque  entendía la muerte de Alfonso como la defensa que su hermano tenía que hacer frente al que había atentado contra su vida, le reprochaba que lo hubiera hecho. Pensaba en lo unidos que habían estado siempre. Nunca pudo luchar contra la leyenda que la acusaba de incesto, tanto con su padre como con su hermano, hasta el punto que la llamaban «Hija del Papa, esposa y nuera».  Sin embargo, no hubo indicio alguno de ello, aunque las calumnias han perdurado a través de los tiempos. Tras el periodo de luto Lucrecia se casó, en el año 1501, con otro Alfonso, hijo del duque de Ferrara.  Este, como no conocía a Lucrecia pidió al embajador de Roma que le informara sobre ella. La carta enviada por el embajador, resaltando la belleza y virtudes de Lucrecia le convencieron y envió una comitiva para que escoltara a la novia a Ferrara, los cuales se unieron a los que dispuso César. Lucrecia viajó desde Roma a Ferrara con un cortejo de 180 personas incluyendo a cinco obispos. Vehículos especialmente diseñados para la ocasión, y 150 mulas, trasladaban su ajuar. Después de veintisiete días de viaje, Lucrecia fue recibida a las afueras de la ciudad por el Duque Ercole y Don Alfonso con una soberbia cabalgata de nobles, profesores, arqueros, trompeteros y lujosas carrozas llevando a las mujeres de la alta aristocracia elegantemente vestidas. Cuando la procesión llegó hasta la catedral, dos trovadores cantaron la belleza de su nueva señora. Al pasar por el palacio ducal todos los prisioneros fueron liberados, la gente se regocijaba por la llegada de la futura duquesa; y Alfonso se sentía radiante ante su encantadora prometida. Durante su estancia en la ciudad se descubre como amante de las artes, y se dedica por entero a la educación de sus hijos. Intenta traer junto a ella al hijo que tuvo tras su separación con [Alfonso de Aragón, pero su marido se negó, teniendo que vivir con Isabel de Aragón. En 1519, tras el parto de su octavo hijo, muere de fiebre puerperal, a los 39 años, sin que se conociera escándalo alguno y dedicada por entero a su marido. Sus súbditos en Ferrara, con aprecio, la llamaban «la madre del pueblo».

Sin embargo, la hija del papa Alejandro VI ha pasado a la historia, o a la leyenda, como culpable de los peores crímenes. En realidad, Lucrecia fue una joven culta y refinada que, cuando aún era una adolescente, hubo de servir a los intereses políticos de su padre y de su hermano César. A la muerte de su hermano, Lucrecia se convirtió en la última Borgia. Un apellido del que había deseado huir desde la muerte de su esposo Alfonso. Sus hijos ya no estarían estigmatizados por un apellido que era sinónimo de corrupción y vicio.

En Ferrara, Lucrecia había superado aquel ambiente de corrupción e intriga en el que había crecido y el estigma de una sangre corrupta, donde ella había sido el instrumento, y a la vez víctima, de todos aquellos que había amado. Solo quería que la historia la recordara como había sido, y no como la habían retratado aquellos que la había utilizado en sus intereses políticos. Desde muy pequeña se tuvo que acostumbrar a ver a su madre, Vanozza Catanei a vivir con un hombre que no era su padre, su esposo legítimo, Giorgio da Croce, que durante los primeros años vivían en su casa. No la extrañaba vivir con la familia del esposo de su madre y recibir frecuentemente las visitas de su padre natural. Su madre tenía entonces veintiocho años, diez menos que su padre. Recordaba el cariño de su padre, especialmente con ella. Acariciaba sus cabellos y decía que estos y sus hijos eran los más hermosos del mundo. Aquel cariño paternal fue luego utilizado por los enemigos de los Borgia para transformarlo en incesto. Un amor correspondido por Lucrecia, tanto por el como con sus hermanos, igualmente vilipendiados después. Siempre había recordado Lucrecia las fiestas que se organizaban en el palacio. Especialmente la de los carnavales, cuando su padre hacía traer aquellos fuegos artificiales, tan típicos de su tierra natal, que estallaban ruidosamente abriendo un abanico de colores que se reflejaban sobre el agua del Tíber. También hacía traer cerámica de su tierra para adornar los salones de palacio. Su padre siempre añoró su tierra y les contaba muchas cosas sobre ella, tan distinta a Roma.

Como se ha dicho antes en repetidas ocasiones, Lucrecia fue utilizada por su familia para los intereses políticos, especialmente por su padre, que acordaba sus matrimonios en función de los intereses políticos. La casaron y descasaron según conveniencias de la política circunstancial. Su primera boda se concertó con Juan Sforza, sobrino del Duque de Milán cuando apenas tenía 13 años y duró nada más que dos años. Ante los rumores de que su padre y hermano planeaban su asesinato, Lucrecia no dudó en avisar a su esposo de forma que el Papa anuló el matrimonio debido a la no consumación de la unión, por la impotencia de Juan, un argumento falso.

Lucrecia quedó sumida en un estado de depresión y se enclaustró en un convento comunicándose únicamente con su padre por medio de un mensajero. Durante su reclusión, de cerca de un año, Lucrecia quedará embarazada, dando lugar a la sospecha de que el padre sea el papa, o su hermano César. Su familia estaba convencida de que el padre era el mensajero, de nombre Perotto, que llevaba las noticias de su padre y que se hizo amante de Lucrecia. Tras dar a luz, se acuerda un segundo matrimonio con Alfonso de Aragón,  como estrategia de apoyo al Papa a partir de esta nueva alianza con el Reino de Nápoles que terminaría siendo paradójicamente adversa a los Borgia. El príncipe Alfonso es apuñalado y, es la propia Lucrecia quien lo cuida y lo cura temiendo más atentados contra su vida. Finalmente será asesinado, señalando culpable de ello a César.

En el año 1501, Lucrecia Borgia asume temporalmente la dirección de la Iglesia por mandato de su padre el Papa Alejandro VI, quien debe ponerse al frente de sus ejércitos para defender las tierras del Papado. Alejandro VI otorgó a Lucrecia el título de Vicariesa. A pesar de la férrea oposición de la Iglesia ante este nombramiento, el hecho de que Lucrecia dominase el español, el griego, el italiano, el francés, el latín y pudiese escribir en todos esos idiomas fueron herramientas determinantes para un cargo que administró con éxito.

Las ambiciones políticas de la familia Borgia harían concertar un tercer y último matrimonio entre Lucrecia y, el príncipe y heredero del reino de Ferrara, Alfonso d’Este quien la otorgaría el título de duquesa de Ferrara. A partir de este momento, la historia nos habla de una Lucrecia buena como esposa y madre de cuatro niños, aunque al mismo tiempo, mantuviera un romance platónico con el poeta Pietro Bembo. Con 22 años vive la muerte de su padre en Roma y en su persona sufrirá la terrible lucha por el poder que muchas otras familias igual de corruptas mantuvieron. El final de la familia Borgia como poderosos gobernantes llegaría a su fin para pasar a una vida de retiro y de tristeza.Quizá fue frívola y ligera como las mujeres de su época. Pero ya con su tercer matrimonio se dedicó a asistir al teatro, a leer mucho y a entregarse a la vida familiar, dedicándose además a hacer obras de caridad, visitar hospitales y hospicios y atendiendo personalmente a los enfermos. Fue una magnífica y fiel esposa para el duque de Ferrara, a quien dio siete hijos. Su muerte se produjo tras un alumbramiento complicado de una hija sietemesina. Tras nueve días de fiebre, murió con el consuelo de los sacramentos y rodeada del amor familiar que comenzaba a disfrutar.

Lucrecia se llevó a la tumba muchos secretos. Entre ellos, el origen de su primer hijo. La incógnita la perseguirá durante toda eternidad, pero eso a ella no le importaba. Le importaba el presente. Morir en paz, juntos a sus seres más queridos, siendo un modelo de fidelidad y virtud. Lo demás, poco le importaba…..

Lucrecia pudo vivir en paz en Ferrara, lejos de las habladurías y las falsas acusaciones, respetada y admirada y dedicada por completo a su familia. En 1519, tras el parto de su octavo hijo, muere de fiebre puerperal, a los 39 años de edad, habiendo sido la digna esposa del Duque de Ferrara. Sus súbditos la llamaban «la madre del pueblo».

Ella era la última Borgia.

 8. La leyenda

Los Borgia pagaron, tras su muerte, con todo lo malo que hicieron en vida…. y con todo lo que no hicieron. O hicieron los demás. Buena parte la leyenda negra que les envuelve no es más que la consecuencia de las injurias que sus muchos enemigos hicieron circular por la Roma de comienzos del siglo XVI. Lo que si se puede demostrar es que, como cardenal, Rodrigo de Borja trajo a España el renacimiento italiano, que podemos contemplar en la catedral de Valencia.  Como papa, fue un hombre de estado y fortaleció los territorios vaticanos para lograr la independencia de la Iglesia frente a las familias nobles romanas en un periodo en que la península itálica era un complejo rompecabezas  en manos de las oligarquías más poderosas. Fue un gran mecenas de las artes y contó con los servicios de Miguel Ángel y Pinturicchio. Su hijo Cesar contrató a Leonardo da Vinci y fue un gran amigo de Maquiavelo, quien se inspiró en él para escribir “El Príncipe”.  Lucrecia apoyó a Tiziano. En todo caso, muchos de los excesos cometidos por el papa y su hijo eran reflejo de una epoca de excesos, heredados de los antecesores y continuados por sus predecesores. Jamás se perdonó a los Borgia su procedencia española y que un extranjero usurpara el poder que la oligarquía italiana consideraba suyo.

Cesar Borgia es un caso típico de tergiversación histórica.  A ello han contribuido una ingente cantidad de libros, películas y novelas que han difundido grandes mentiras en torno a esta familia renacentista. Que César fuera hijo de un papa era normal en una epoca en la que se toleraba que los papas y cardenales tuvieran hijos bastardos. Las relaciones incestuosas entre este y su hermana Lucrecia y las de ésta con su padre, nunca se pudieron probar, como tampoco se pudo probar que los Borgia se dedicasen a envenenar a sus enemigos. En todo caso, el veneno siempre ha sido un remedio muy utilizado con los enemigos inquietos e incómodos a lo largo de la historia. Es más, en este caso, todo parece indicar que tanto Rodrigo de Borgia como su hijo César murieron envenenados. Sin olvidar al hijo mayor, Juan, asesinado a cuchilladas y arrojado al río Tíber. Algo de lo que también se acusó a César Borgia. Es curioso lo que encontramos en estas leyendas. Nunca se encuentra al verdadero culpable y se recurre al método fácil: la acusación interesada. Y hemos visto que candidatos y sospechosos de los asesinatos eran todos, porque si en aquella Roma del siglo XV le sobraba a los Borgia eran enemigos.

César Borgia renunció a su vida religiosa para la que su padre le había reservado el cardenalato, y eligió la vida militar, su verdadera vocación. Y en relación a ello, hizo mucho más por la Iglesia que todos sus enemigos, recuperando territorios para el Vaticano y arrebatándoselos a los reyes y nobles italianos, acabando además con el tradicional poder que estos poseían y que utilizaban para la compra de privilegios en los nombramientos de los papas. Todo ello sin pagar impuestos.  

Cuando Alejandro VI accede al papado, Roma vive supeditada al control de las dos grandes potencias de la época: España y Francia, que poseían territorios en la península Itálica.  Es consciente en la necesidad de acabar con los reinos regionales y unificar el territorio italiano. Ordenó a César a crear el ejército papal y sustituir las tropas mercenarias.  La amistad de César con Leonardo da Vinci, sirvió para que este diseñara tácticas de guerra y la artillería.  El propio Maquiavelo quedó fascinado por su personalidad hasta convertirlo en objeto de su principal obra, “El Príncipe”. César Borgia vivió solo 31 años,  pero, gracias a su padre,  llegó a cardenal y, tras renunciar, alcanzó el más alto rango militar, como capitán general de los Ejércitos Pontificios, con unos resultados que quedaron en la historia. Aunque la leyenda lo ignore.

En cuanto a Lucrecia Borgia, la leyenda se desata y alcanza tal paroxismo, que más que morbo, produce sonrojo por la cantidad de acusaciones y tan abyectas que se arrojan sobre su figura. El gran escritor francés Víctor Hugo dedicó a difundir la leyenda negra sobre Lucrecia en su a obra Lucrèce Borgia, escrita en 1833, cuyo argumento se basaba en una obra anterior escrita por  Francesco Guicciardini en el siglo XVI. Víctor Hugo  exageró al máximo al personaje, hasta lo irreal y absurdo. Y el autor, experto en despertar almas y conciencias, como había hechos en muchas de sus obras, despertó el odio y la morbosidad contra Lucrecia Borgia, aportando datos no solo sin rigor alguno, sino además falsos. El profesor de la Universidad de Lovaina, Raymond Pouilliar afirmó en relación a esta obra: “Hugo inventa parientes próximos para asegurar la existencia de vengadores«. Víctor Hugo llega a acusar a Lucrecia, en el último acto de su obra, de envenenar a su hijo Juan y a cinco amigos suyos… y su hijo moribundo, en un acto de estremecedora justicia, la apuñala, matándola.  Conviene recordar que Lucrecia murió tras dar a luz a su octavo hijo. En realidad, Víctor Hugo escribe una obra de ficción, mezclando personajes ficticios con otros reales, es esta caso Lucrecia Borgia, e inventa situaciones poco que ver con la realidad. Otro colega de Víctor Hugo, Alejandro Dumas, el autor de Los Mosqueteros, la acusa de envenenadora. Y así un sinfín de ejemplos.  De poco sirvieron el trabajo de otros escritores, como Giusepe Campori quien en 1866 publicó un libro titulado “Una vittima della Storia: Lucrezia Borgia» en la que rebatía muchas acusaciones contra ella. Lucrecia vendía más siendo mala. Las más recientes investigaciones publicadas demuestran que Lucrecia Borgia no sólo no fue la infiel esposa como se dice, sino que jamás ordenó asesinato alguno.  Como tampoco utilizó el mítico veneno de los Borgia, el arsénico. Lo que Lucrecia fue víctima de las intrigas y de los intereses políticos de su padre. Pero eso sí es otra historia.

 9. La historia

Es por ello que se hace necesario reparar la verdad histórica que envolvió a los Borgia. Y la historia es difícilmente sobornable cuando nos atenemos exclusivamente a los hechos históricos perfectamente demostrados y acreditados. Y remontándonos a la historia podemos resumir lo siguiente:  El papa Calixto III accede al papado de Roma haciendo frente a la invasión turca y a la agresión de las tropas otomanas. Rehabilitó la memoria de Juana de Arco mediante un nuevo proceso. Y practicó el nepotismo, concediendo muchos cargos y privilegios a los miembros de su familia, en especial a su sobrino Rodrigo de Borja, el futuro papa Alejandro VI. Éste, español como su tío, provenía de la familia Borja, italianianizó su apellido adoptando el de Borgia. Fue canciller del Vaticano con cuatro papas y bajo Sixto IV, reconcilió a Enrique IV de Castilla con su hermana Isabel, acabando con el tradicional enfrentamiento entre ambos y favoreciendo la sucesión posterior al trono de Isabel. Logró rechazar a Carlos VIII de Francia de los Estados Pontificios, y después se alió con Luis XII. En 1493 promulgó una bula determinando el reparto del Nuevo Mundo entre Castilla y Portugal. Practicó también el nepotismo y favoreció especialmente a los hijos tenidos con su concubina  Vanozza Catanei.

Pero es necesario que en la revisión de la historia recordemos que nos encontramos en el Renacimiento y que las luchas de poderes se daban ya no por motivos religiosos sino por motivos económicos y territoriales. Las familias nobles, a las que pertenecían todos los papas, asesinaban, calumniaban, corrompían o exiliaban conforme necesitaban para asegurar y aumentar su poder. Y practicaban el nepotismo. Celosos del poder de los Borgia, sus enemigos políticos extendían estas historias de simonía, de inmoralidad y de corrupción. Vicios que practicaban ellos mismos, tan característicos en esa época. El detonante que originó las gravísimas calumnias dirigidas contra el papa y sus hijos César y Lucrecia, no fue su elección papal y los sobornos realizados para ello, sino su política de centralización y de unificación de los Estados Vaticanos, en detrimento de la pérdida del poder de las familias nobles. Esto significó terminar con los estados territoriales y debilitar la nobleza y poderes corruptos que oprimían duramente al pueblo. En realidad, Alejandro VI, como papa, hacía lo mismo que Luis XI en Francia, Enrique VII en Inglaterra e Isabel y Fernando en España. Los nobles y reyezuelos  despojados de su inmenso poder, solo les quedó la venganza en forma de leyenda.

Las acusaciones contra los Borgia tenían una escasa entidad moral. La iglesia de Roma llevaba tiempo en una espiral de inmoralidad que había convertido el papado  en objeto de poder. Los cargos eclesiásticos eran tan deseables que todos luchaban por conseguirlo y pagar el precio preciso para ello. Se llegó incluso a poner a subasta pública la silla de San Pedro, y los enfrentamientos en la curia entre los aspirantes al papado llegaban a lo máximo. Los siglos IX y X están plagados de crímenes, traiciones, robos, expolios y todo tipo de soborno entre los candidatos. No olvidemos que durante el siglo IX se nombraron veinte papas, con una media de cinco años cada uno; y veinticinco papas durante el siglo X. Una de dos, o se elegía papas con una salud precaria o algún extraño virus les aquejaba y se les llevaba al otro mundo.

Pero además, para ser elegido papa no era necesario tener un gran curriculum. Cualquier persona que pudiera pagar el precio correspondiente, un día era ordenado sacerdote; al siguiente cardenal; y un día más tarde, pagar los votos necesarios para ser elegido  papa. Como además la iglesia aplicaba el mismo sistema feudal que los nobles seglares, recibían donaciones e impuestos de los vasallos de sus territorios. Todo estaba en venta: obispados, prioratos y papados. Un ejemplo de todo esto lo constituye el papa Benedicto IX, el cual consiguió ser nombrado con tan solo doce años de edad, gracias a que su padre le compró a la curia el papado. Cuando se cansó de ser papa, él mismo vendió la tiara a su sucesor, Gregorio VI, por 1500 libras de oro. El escritor Eric Frattini, en su libro Los Papas y el sexo acusa a este papa de ser bisexual, sodomizar animales, ordenar asesinatos, satanismo, violación y mantener una relación sexual con su hermana de quince años.

Otro papa, Juan XII, fue elegido con 18 años de edad y convirtió el palacio del Vaticano en un lupanar en el siglo X, llenándola  de mujeres, eunucos y esclavos y en escenario de excesos y de orgías en el que el pontífice participaba muy activamente. Apasionado por la caza y por los juegos de dados, estaba completamente corrompido. Además, era tan inculto que ignoraba el latín. En su habitual jerga grosera juraba por Venus o por Júpiter y brindaba por los amores del diablo. Un día tuvo el capricho de ordenar un diácono en una cuadra, y, en otra ocasión, consagró obispo a un muchacho de diez años. Así las cosas, el teólogo checo Juan Hus criticaba la corrupción moral de la Iglesia, los abusos que cometía y la riqueza que estaba acumulando, además de la venta de indulgencias. Le decía a todo el pueblo que debía desobedecer a la Iglesia porque era evidente que los sacerdotes vivían en el pecado. Predicaba acerca de Jesucristo, y decía que el papa, con su corrupción y sus muchos pecados y errores que enseñaba a las personas, era la encarnación del Anticristo. Lo mismo que cien años después criticaba Savonarola. Los mismos que acusaban a los Borgia. Sus enemigos consiguieron tras su muerte lo que en vida no pudieron.

Y no podemos olvidar lo sucedido en el siglo XIV cuando dos papas pugnaron por ser cada uno de ellos el vicario de la Iglesia: el napolitano Urbano VI, elegido el 7 de abril 1378, que fijó su residencia en Roma, cuyo nombramiento fue impugnado por la curia, nombrando un nuevo papa el 20 de septiembre del mismo año, el francés Clemente VII, que viendo que su antecesor se negaba a abandonar Roma, fijó su residencia en Avignón bajo la protección del rey de Francia, lo que provocó que la iglesia se dividiera en dos bandos, cada uno de ellos correspondiente a cada una de las sedes papales: Roma y Avignón. Una división que se mantuvo tras la muerte de los dos papas. Hasta que fue elegido en Avignón un nuevo papa, el aragonés Pedro de Luna, Benedicto XIII, que, tras el asedio de cuatro años al que fue sometido su sede de Avignón por las tropas del rey de Francia, que no aceptaba un papa que no fuera francés, para que abdicara, se vió obligado a trasladar la sede papal a Peníscola, buscando la protección que le permitiera luchar contra sus enemigos de Avignón y Roma. Y se conseguía la cuadratura del ridículo: la existencia de tres papas. El papa Luna se negaba a abdicar argumentando que él era el papa legítimo. Finalmente, solo quedaban él y Martín V en Roma, por cierto este mando a la hoguera a Juan Hus. Benedicto XIII se quedó solo en su defensa del papado y, a pesar de los varios intentos por envenenarles, murió de viejo en 1423, nombrando él mismo a su sucesor, Clsmente VIII, que se mantuvo en Peníscola hasta que el 25 de julio de 1429 llegó hasta las puertas del castillo un joven jurista valenciano que convencería al nuevo papa de la necesidad de abdicar. Era Alfonso de Borja.

En España apenas existen estudios en profundidad sobre  los Borgia y todo lo que conocemos lo hemos leído de autores extranjeros. Sí conocemos la intachable y ejemplar vida de San Francisco de Borja, cuyo  abuelo, Juan Borja, el segundo hijo de Alejandro VI, fue asesinado en Roma el 14 de junio de 1497 sin que se conociera su asesino. Rodrigo Borgia, tenía ocho hijos. El mayor, Pedro Luis, obtuvo en 1485 el hereditario ducado de Gandía, el cual, a su muerte, pasó a su hermano Juan, quien estaba casado con María Enríquez de Luna. Habiendo quedado viuda debido al asesinato de su marido, María Enríquez renunció a su ducado y se dedicó piadosamente a la educación de sus dos hijos, Juan e Isabel. Tras el matrimonio de su hijo en 1509, siguió el ejemplo de su hija, quien había retirado al convento de las Clarisas Pobres en Gandía y fue mediante estas dos mujeres que la santidad entró a la familia Borja y en el palacio ducal se iniciaron las modificaciones que Francisco de Borja habría de culminar. Biznieto de Alejandro VI por vía paterna, era, por el lado de su madre, biznieto del Rey Católico Fernando de Aragón. Este monarca favoreció el nombramiento de su hijo natural, Alfonso, al Arzobispado de Zaragoza, a la edad de nueve años. Alfonso tuvo dos hijos, quienes lo sucedieron en su sede episcopal, y dos hijas, una de las cuales, Juana, se casó con el duque Juan de Gandía y se convirtió en la madre del santo.

La historia demuestra que Alejandro VI cometió numerosos excesos, que incluían el nepotismo, la ambición y el desmedido gusto por las mujeres, no muy diferente al resto de sus contemporáneos. En el seno de la Iglesia hubo muchos ejemplos de pontífices que, antes y después de él, le superaron con creces en dichos pecados. Su antecesor, el papa Sixto IV, fue mucho más allá en la práctica del nepotismo, pues llegó a otorgar cargos importantes dentro de la Iglesia a veinticinco de sus familiares, que se convirtieron en obispos y cardenales. En lo que respecta a las ambiciones políticas y territoriales, y al derramamiento de sangre, Alejandro VI fue superado en mucho por los papas Julio II o León X.  Así, Giulano della Rovere, Julio II, fue un papa guerrero, político, estratega, maquinador, absolutista y maquiavélico más propio de un rey absolutista que de un pontífice. Fue enemigo declarado Alejandro VI, especialmente a partir de la elección de este, al pretender aquel ser también papa.  Marchó a París para incitar al rey francés a conquistar Nápoles y regresó con él a Roma para tratar de convocar un concilio que investigue las acciones del papa Alejandro VI y, eventualmente, lo deponga, algo que evita  el papa Alejandro al nombrar cardenal a un ministro francés. Alejandro VI muere probablemente de malaria, aunque también se llegó a decir que pudo ser envenenado. Su hijo, César Borgia, también fue envenenado en la misma comida, aunque se recuperó. Tras la muerte del papa Borgia, della Rovere consigue que César Borgia abandone Roma para que no interfiera el nuevo cónclave, en el que será elegido ll nuevo papa Pío IIl. Un papado breve, de apenas 23 días. Pío III se niega a encarcelar a César Borgia y, al poco tiempo, muere, al parecer envenenado. Será entonces cuando della Rovere consiga su ambición de ser papa, con el nombre de Julio II.  León X, de la familia de los Médici, pasó a la historia como un papa caprichoso, hedonista y aficionado a los placeres de la carne. Y por supuesto, firme practicante del nepotismo. 

Por ello, la incógnita es la obsesión por considerar a los Borgia como una de las familias más depravadas, peligrosas y corruptas de la Historia, en un momento de la historia, final de la Edad Media y el Renacimiento, en el que existían otras familias que rivalizaban con ellos en ambición,  como los Orsini, los Sforza, los Colonna, los Della Rovere y muchos otros quienes, llevados por su hostilidad y sus ansias de poder, tejieron una leyenda negra que ha llegado hasta nuestros días.

Hablar de los Borgia ha significado durante mucho tiempo oscuras historias de envenenamientos, intrigas políticas, poder, satanismo, violencia y todo tipo de degeneraciones sexuales en la Roma renacentista, de manos de un Papa considerado la encarnación del Anticristo. Sin embargo, esta visión panfletaria nace de una venganza de Giovanni Sforza, el rechazado primer marido de Lucrecia Borgia. Luego vendrán otras historias y otras acusaciones pero sin prueba alguna. La realidad que es esta familia de origen valenciano consiguió en apenas cien años, dos papados, una docena de cardenales y un santo, en unos momentos además bastantes complicados para la religión católica. Una religión salpicada por toda clase de excesos y pecados que las leyendas condensaron en una sola familia: los Borgia. El precio de una ambición.

BIBLIOGRAFÍA:

El Hombre del Renacimiento. Madrid 1990- Eugenio Garín y otros.

De Reinos a Repúblicas. Madrid 1998- María Pilar Perez Cantó y Esperanza Mó Romero

Historia moderna M.B. Bennassar/ J. Jacquart/ F. Lebrun/ M. Denis/ N.Blayau

El Príncipe. Maquiavelo; Alianza editorial. Akal Textos

LOS BORGIA: IGLESIA Y PODER ENTRE LOS SIGLOS XV Y XVI. Oscar Villarroel González, SILEX

Tiempo de cenizas-Jorge Molist. Ed.Temas de Hoy

LOS BORGIA. LA TRINIDAD MALDITALluís A. Alcalde

El jardín de los Borgia (La verdadera historia de Lucrecia)-Carolina-Dafne Alonso-Cortés

Los 7 Borgia: Una historia de ambición, refinamiento y perversidadAna Martos Rubio

2 respuestas a “DE GANDÍA A ROMA: LOS BORGIA, HISTORIA DE UNA AMBICIÓN”

  1. Avatar de jose
    jose

    los cardenales italianos se encargaron de empañar la verdadera historia de los borgia.

  2. Avatar de Dhiemart
    Dhiemart

    La historia asquerosa de los Borgia no es ninguna leyenda, tampoco es falso que Rodrigo murió envenenado. Esa Iglesia siempre ha sido una cloaca y actualmente una gran lavadora de narco dólares.

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