Castrillo de Polvazares

Castrillo de los Polvazares es un pequeño pueblo de la comarca de la Maragatería, muy cercano a la villa de Astorga y, como dice una piedra junto a una de sus casas, a 50 km. de León. Un pequeño pueblo que merece una visita por muchas razones. Su casco urbano, su ambiente y, por supuesto, su oferta gastronómica, entre la que destaca el famoso cocido maragato, merecen esa visita.

Antes de entrar en otros aspectos de la villa, digamos que el cocido maragato es como otros cocidos, pero con una particularidad interesante: se consume al revés. Es decir, se comienza por la carne y se termina con la sopa. Tan simple y original. ¿Y por qué esto? Dicen que ello es debido a que durante la época de la Guerra de la Independencia, con las tropas de Napoleón asentadas en la zona, los franceses fueron los que inventaron esta forma de consumirlo cuando se producían los ataques de los españoles, y consumían antes las proteínas. Aunque también se asegura que fue una costumbre de los arrieros que,  en sus largos y continuos viajes, preferían comer la carne que llevaban y dejar para el final la sopa caliente con garbanzos que les servían en las posadas y ventas. Sea cual fuere esta circunstancia, hoy se mantiene esta tradición, tanto en Castrillo como en la vecina Astorga.

A  Castrillo se accede por una pequeña, pero bien asfaltada, carretera que parte de Astorga. A apenas 5 kilómetros llegamos a un pequeño aparcamiento que nos permite dejar nuestro vehículo, ya que el pueblo es peatonal y solo entran los coches autorizados.

Tras cruzar el pequeño puente de piedra sobre el también pequeño río Jerga, accedemos al pueblo, que por cierto fue declarado  Conjunto Histórico Artístico en 1980.  Ante nosotros se abre la calle Real, que atraviesa de norte a sur la villa.

Su edificio más importante es la iglesia de San Juan Bautista, en la que sobresale su espadaña con doble campanario, una construcción del siglo XVIII y que se encuentra en la plaza de Concha Espina, quien en 1912 visitó la villa y se inspiró para su novela La Esfinge Maragata.

Las calles están franqueadas por las típicas casas de piedra y su suelo, irregular y empedrado también, preparado para el intenso tráfico de carros y animales de tiro. Porque estamos en una de las cunas de los arrieros, aquellos que se encargaban de transportar mercancías en sus carros transportados por animales y que durante diez siglos viajaron por los caminos de España.

Las viviendas se distinguen por sus sobrias fachadas de piedra, sus portadas adinteladas o con arcos de medio punto, sus grandes puertas adecuadas para los carros arrieros, sus patios interiores con almacenes en torno a ellos, sus galerías abiertas, sus cuadras y bodegas. Hoy, en esta calle se encuentran la mayoría de los restaurantes que dan fama a la villa.

Para terminar, diremos que este precioso pueblo se reconstruye tras una fuerte en el siglo XVI, que destruyó fue completamente el original, obligando a sus habitantes a construir uno nuevo en la ubicación actual, de ahí su uniformidad urbana.

Pero permítanme que les diga que, tras la visita y paseo por sus irregulares y empedradas calles, la impresión que a uno le queda es que este pueblo parece de dibujos animados. O de cuento. Porque nos encontramos rincones imposibles, calles que parecen llevar al infinito… y más allá. Su luz y color parece fruto de la imaginación, y cada piedra de las casa y las que cubre el suelo han sido cuidadosamente colocadas, como un puzzle.

Dejemos, pues, que nuestra imaginación de adueñe de todos nuestros sentidos y disfrutemos de una experiencia, casi, onírica. Y si, además, paseamos a la hora de la comida, cualquier calle que tomemos nos llevará al paraíso.