La Malmuerta

La llamada Torre de la Malmuerta es una torre albarrana situada en el barrio de Santa Marina de Córdoba, construida a principios del siglo XV, sobre los restos de una torre musulmana. Su construcción fue encargada por el rey Enrique III de Castilla al primer corregidor de la ciudad de Córdoba, con el propósito de defender la ciudad, siendo utilizada posteriormente como prisión para nobles.

En relación al nombre con el que se conoce a esta torre, viene dado por una antigua leyenda. Según la misma, a comienzos del siglo XV, un caballero del linaje de los Gómez de Figueroa, ya de edad avanzada, se enamoró de una joven. La notoria diferencia de edad entre ambos le llevó a que su familia y amigos le aconsejaron que aquel matrimonio no era conveniente para él. La familia desconfiaba de la joven y pensaba que su intención era casarse para hacerse con su fortuna a su muerte, que por otro lado no parecía demasiado lejana. Pero él estaba enamorado perdidamente de aquella bella joven, muy hermosa y virtuosa, según su propia opinión.

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La muchacha, de origen noble y cuyo nombre era Clara, era, en efecto una joven virtuosa que le gustaba ayudar a los pobres. Su belleza y su posición social le convertían un buen partido para cualquier joven de su edad, razón por la cual algunos habían intentado cortejarla. Pero ella les había rechazado y, curiosamente, el cariño y las atenciones de Gómez Figueroa, casi como su abuelo, despertaban en ella en una ternura que pronto se convirtió en cariño. Tal es así que, cuando el viejo le propuso en matrimonio, ella aceptó. Cuando anunciaron la boda, los chismes se adueñaron de Córdoba. Nadie entendía que aquel vejestorio hubiera enamorado a aquella muchacha que podía elegir cualquier noble de su misma edad y abolengo. Y la sospecha de que tal vez Clara no fuera tan virtuosa y su interés por heredar el patrimonio de su marido empezaron a extenderse como una mancha de aceite.

Tras el matrimonio, la pareja de recién casados paseaba por Córdoba cogidos de la mano. Desde el principio, el marido recelaba de todo aquel hombre que se acercaba a saludar a su esposa y los celos empezaron a crecer en él. Acompañaba siempre a Clara allá donde esta acudía, pero a ella no parecía importarle. Más bien al contrario, era feliz y quería que todo el mundo lo supiera. Pero la avanzada edad del marido le provocaba frecuentes achaques que le postraban en cama y no podía acudir con su esposa a los quehaceres diarios. Veía a su esposa salir a la calle, radiante y hermosa, y el demonio de los celos seguía atormentándole. Él le preguntaba con quien había estado y cuando ella contestaba algún encuentro con algún joven veía la pesadumbre de él. Clara, para no disgustar a su esposo, limitó sus salidas a lo imprescindible y limitaron las salidas a la calle para acudir a misa y algún acto social importante.

Se da la circunstancia que, desde antes de conocer a su esposo, Clara se dedicaba a acudir a un asilo para ayudar a los más necesitados. Cuando se casó, seguía con su labor humanitaria, algo que conocía su marido. Pero ahora, al limitar sus salidas a la calle, la joven decidió dejar de acudir al asilo. A partir de entonces, los pobres y necesitados acudirían a la casa que el matrimonio poseía en el barrio de Santa Marina, donde ella les daría los alimentos y donativos que precisaran. Aquella decisión satisfizo mucho a su marido. Pero solo al principio. Como es de suponer, su casa se convirtió en un lugar donde acudían gran cantidad de mendigos y necesitados en busca de la ayuda prometida. Clara los atendía mientras su esposo vigilaba. Sin embargo, al poco tiempo al marido comenzó a incomodarle la presencia de tantos mendigos alrededor de su casa y, además, el demonio de los celos le hacía creer que estos no eran tales, sino que entre ellos acudían jóvenes disfrazados que acudía a cortejar a su esposa a su misma casa y en sus mismas narices. Aquellos celos se convirtieron pronto en obsesión y, más tarde, en locura. Se acordaba entonces de los consejos de su familia y amigos sobre aquel matrimonio y de su incapacidad para hacer feliz a aquella mujer. Pero él no estaba dispuesto a ser un marido engañado.

Ante las quejas de su esposo por la presencia de los mendigos en la casa, Clara decidió no recibir a nadie y volver a acudir al asilo aprovechando los momentos en los que su esposo se encontrara descansando. A partir de entonces, el humor del marido mejoró, pensando que así se acababan las visitas de enamorados, ignorando las salidas de su esposa. Uno de aquellos días, su esposo preguntó por ella, sin que los criados pudieran darle razón alguna. Le contaron que muchos días ella salía mientras él descansaba, Ya no le quedó duda alguna. Su esposa habría acudido a algún encuentro amoroso. Esperó su regreso encendido por los celos y la ira.

Cuando su esposa regresó, él se dirigió hacia ella y, sin mediar palabra, la asestó varias puñaladas. Clara cayó al suelo ensangrentada y la vida se le escapó por las heridas. Su esposo fue prendido por la justicia y encerrado en espera de juicio.

Al ser noble, el propio rey Enrique era el encargado de juzgarle. Durante el juicio, numerosos testigos dieron fe de las numerosas virtudes de Clara y la inexistencia de cualquier duda sobre su comportamiento. Los testigos acreditaron que Clara había acudido al asilo había llegado y salido sola. Ante tan abrumadoras evidencias, el rey declaró que no había justificación alguna para su muerte y, por ello, declaró que Clara había sido “malmuerta” por su esposo. Este fue declarado culpable y condenado a prisión perpetua, obligándole, además, a vender todo su patrimonio y repartir los beneficios entre los más necesitados en honor a su esposa. También le obligó a derribar la casa donde vivían y construir en su lugar una torre, donde quedaría en prisión el resto de su vida. Esta torre se llamaría, en recuerdo de Clara, la “Malmuerta”. Se cumplía así un doble objetivo con la construcción de la nueva torre. Por un lado, prisión para el asesino; y por otro, serviría como torre defensiva de la ciudad. Al ser construida exactamente en el mismo lugar donde estaba la casa, la torre albarrana se conectó a la muralla por un arco de medio punto.

Si bien la leyenda justifica el nombre de la torre y tiene además un trasfondo histórico, la realidad es que rey Enrique III el Doliente publicó una Real Cedula en octubre de 1404 ordenando imponer multas a los burdeles y casas de juego de Córdoba, cuyo dinero sería destinado a construir la mencionada torre, tal y como constaba en una inscRipción, hoy apenas legible: “Porque los buenos fechos de los Reyes no se olviden, esta Torre mandó facer el muy poderoso Rey Don Henrique (…) e comenzose a sentar en el año de nvestro Señor Jesv Christo de M.CCCCVI años, (…) e acabose en M.CCCCVIII años”.

Leyenda_de_la_torre_de_la_Malmuerta_(Diputación_de_Córdoba)

Existe, además, otra leyenda llamada la de los Comendadores de Córdoba, que narra unos hechos ocurridos en el año 1448, muchos años más tarde de la construcción de la torre, según la cual un caballero noble de la ciudad de Córdoba, Fernando Alfonso de Córdoba, fue quien asesinó a su esposa Beatriz tras sorprenderla con su amante, otro noble caballero de nombre Jorge de Córdoba y Solier, asesinó a ambos y a varios criados suyos. Después, tras solicitar el perdón al rey Juan II de Castilla, este le perdonó por el asesinato de los dos amantes pero no por el de los criados, por lo que le condenó a construir la mencionada torre. Esta leyenda, sin embargo, no tiene legitimación histórica, si bien existe un cuadro sobre ella, llamado Leyenda de los Comendadores de Córdoba de José María Rodriguez de Losada, que se encuentra en la Diputación de Córdoba.

 

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