27. REVOLUCIÓN GLORIOSA (1868)

En 1688, el rey Jacobo II de Inglaterra era derrocado de manera incruenta y de manera pacífica, cuyo objetivo era el establecimiento de una monarquía parlamentaria que respetara los derechos del hombre, la libertad y la democracia. Es decir, la monarquía que hoy se disfruta en el Reino Unido. Aquella revolución tuvo tanto éxito que fue definida con el nombre de “Glorious Revolution” o “Revolución Gloriosa”. Dicho este preámbulo, hemos terminado el capítulo anterior haciendo mención a la llegada de “la Gloriosa” como única solución a la grave crisis, política, social, económica y del carácter que sea, que se estaba viviendo en la mitad del siglo XIX. Y las únicas soluciones parecían ser los motines, ya que la oposición política apenas tenía espacio político de participación, sin apenas presencia en las instituciones y con sus dirigentes en el exilio. Motines y alzamientos que, como estamos viendo, provocaban víctimas y estragos, pero que no conseguían el objetivo esencial: acabar con un régimen dictatorial y una monarquía absolutamente deslegitimada. Y, como era de esperar, no tardó en llegar una nueva oportunidad para ello. En Ostende se sentaron las bases para la revolución definitiva. Y aquella revolución fue llamada, como doscientos años antes en Inglaterra, “la Gloriosa”. Veamos por qué.

Isabel II
Isabel II

Mediados del siglo XIX. Ya hemos visto que el reinado de Isabel II se basaba en un sistema constitucional, pero sin cumplir la Constitución, de partidos, moderado y progresista. El primero, con mayor poder social y económico y sumido en una profunda corrupción, desgastado tras más de veinte años en el poder; mientras que el segundo en la oposición por un sistema electoral también corrupto, obligado a utilizar el golpe de Estado o el pronunciamiento para acceder al poder. La revolución de 1854, la Vicalvarada, trajo consigo la aparición de un tercer partido: la Unión Liberal, de carácter centrista, formado por algunos descontentos de los dos anteriores, con escaso contenido ideológico y que no tardó en desaparecer, fracasando así una tercera vía política.

Ante este triste y explosivo panorama político, otro factor atacará de lleno a la sociedad española. España era un país agrícola y la población española continuaba siendo campesina en una abrumadora mayoría. Campesina y labradora, aunque sin tierras para explotar, pues la propiedad de estas estaba en manos de los latifundistas, grandes terratenientes o poseedores de las tierras que no las ponían como elementos de producción, es decir, “tierras muertas”. Un problema que se intentó solucionas poniendo en marcha procesos de desamortización para liberarlas. Pero, y eso se incluye en otro capítulo, aquellas amortización apenas surtieron el efecto deseado y todo lo más que se consiguió es que la tierra cambiara de manos y la creación de una nueva burguesía. Los campesinos continuaban sin derechos y, lo que es peor aún, sin recursos. Muchos habían emigrado a las grandes ciudades, pero tampoco era una solución, pues la crisis económica y financiera había golpeado en la línea de flotación de una importante y productiva escala de trabajadores: los artesanos. Los gremios habían ido desapareciendo a medida que se implantaba la manufacturación e industrialización que, pese a estar menos avanzada que en Europa, hacía estragos entre esta clase social. Para colmo, la escasez de las cosechas en estos años produjo una falta de abastecimiento y una exorbitante subida de los alimentos. El descontento era general y compartido por todas las escalas sociales: desde las clases populares, hasta los banqueros, amenazados por la quiebra, pasando por los comerciantes e industriales, cuyos negocios sucumbían, e incluso por los propietarios, que veían como sus bienes se depreciaban a pasos agigantados. Las tres borrascas, es decir, la crisis política, social y económica, fueron preparando la tormenta final: la tormenta perfecta.

 

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Es decir, la Revolución de 1868, cuya dirección política fue encomendada al progresista Juan Prim, tal y como se había acordado en Ostende dos años antes entre progresistas y demócratas al que se unieron posteriormente los liberales.

General Topete
General Topete

Todo estaba dispuesto para iniciar la revolución en Cádiz. La noche del 17 de septiembre de 1868, el general Topete inició el motín en el puerto gaditano, donde se encontraba la escuadra naval bajo el lema de “¡Viva España con honra!”. Inmediatamente, Prim, llegado el día anterior desde Londres, nombró en Cádiz una Junta revolucionaria. De inmediato, se unió Sevilla al pronunciamiento y la Junta formada lanzó un manifiesto exigiendo el sufragio universal, libertad de imprenta, abolición de las quintas y la elección inmediata de unas Cortes constituyentes que redactaran una nueva Constitución. Málaga, Almería, Cartagena, otras muchas ciudades se sumaron a la revuelta.

Batalla del puente de Alcolea
Batalla del puente de Alcolea

Mientras, las fuerzas leales a Isabel II se organizan y se preparan para enfrentarse a los revolucionarios que desde el sur marchaban hacía Madrid. En Alcolea, cerca de Córdoba, el 27 de septiembre se libra una batalla en la que el general Serrano consigue una importante victoria del lado revolucionario. Es el último obstáculo hacia Madrid. Pero la Reina no está dispuesta a recibir a aquel comité que, por encima de todo, quiere expulsarla. Prefiere irse por si misma. Casualmente se encontraba de vacaciones en San Sebastián, por ser una de las ciudades veraniegas de la aristocracia y de la nobleza, pero que, en este caso, pilla muy cerquita de la frontera francesa. Y entre regresar a la capital o irse a la vecina Francia, Isabel opta por lo segundo. Sin apenas resistencia, la Reina ha claudicado y exiliado voluntariamente.

La Gloriosa ha triunfado.

Alegoría de La Gloriosa
Alegoría de La Gloriosa

A primeros del mes de octubre se forma un gobierno provisional presidido por el general Serrano, y con Juan Prim como ministro de Guerra, Topete en Marina, Ruiz Zorrilla en Fomento y Sagasta en Gobernación. El sufragio universal, de carácter masculino, la libertad de prensa y asociación y la institución del jurado serán las primeras medias. También se aceptaba mantener la monarquía democrática como forma de gobierno, pese a que una parte de los demócratas eran partidarios de establecer una república.

Manifestación en la Puerta de Sol y entrada de los generales de la Gloriosa
Manifestación en la Puerta de Sol y entrada de los generales de la Gloriosa

Así, la Constitución de 1869 recogía el carácter monárquico del estado español. Había que buscar un rey. Desde luego, en ningún caso podía ser un miembro de los Borbones. Así que todos se pusieron a la difícil tarea de encontrar un Rey para España. La cuestión era ardua: no solo había que encontrar a la persona idónea, sino que esta además quisiera ser rey de una Nación que acababa de expulsar a su Reina. A un rey dispuesto a reinar sobre un país que parecía ingobernable. A un pueblo sumido en una grave crisis y que veía al su antigua Reina como la responsable de todo.

No, no era fácil aceptar ser rey.

 

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