La Tragantía de Cazorla

Sobre el castillo de La Yedra, en Cazorla, se conoce una popular leyenda que cada noche de San Juan se celebra en aquella ciudad jienense. Históricamente, el Señorío de Cazorla se convirtió en el siglo III en un enclave fronterizo de gran importancia y el centro de la comarca.  El rey Fernando III el Santo concedió en el año 1231, al arzobispo de Toledo, don Rodrigo Ximénez de Rada, varios enclaves de la zona, aún en poder musulmán. Fue este batallador prelado el que fundó la actual catedral de Toledo sobre la antigua mezquita, se convirtió en canciller del rey y capitaneó la cruzada cristiana contra los árabes de Al-Andalus. Y don Rodrigo fue recuperando un extenso territorio que, más tarde, daría lugar a la comarca histórica del Adelantamiento de Cazorla.

Avanzaba inexorablemente el ejército del arzobispo de Toledo conquistando todo los lugares que se encontraba en su camino con tal determinación y poder militar que cuando el emir de Cazorla supo que se encontraba cerca de su ciudad comprendió que sería inútil toda resistencia y que solo serviría para aumentar el número de bajas y de  cautivos entre sus súbditos. Las tropas cristianas poseían una acreditada fama de violenta y arrasaba toda lo que iba conquistando a su paso. 

Castillo de La Yedra (Cazorla)

Y sobre el mirador del castillo, miraba el rey árabe el horizonte, aquel valle y aquellas montañas tapizadas de verde que formaban la Sierra del Segura. Aquella paz, aquella tranquilidad tenía las horas contadas. Y recordaba lo que hacía dos años había ocurrido en la localidad cercana de Quesada, donde los cristianos, comandados por aquel batallador arzobispo,  entraron y saquearon todo lo que encontraron. Lo que no pudieron llevarse consigo fue arrasado. Prendieron fuego a las casas, arrasaron los sembrados campos, destrozaron las norias, cegaron los pozos y las acequias y se llevaron consigo gran cantidad de cautivos. La desolación y la ruina fue lo único que quedó en aquel lugar.

No eso, no ocurriría con su pueblo. No lo permitiría. Era por ello por lo que aquel rey árabe de ojos entristecidos por la suerte que le aguardaba, había tomado hacía tiempo la decisión de permitir que sus súbditos fueran abandonando Cazorla de forma ordenada pero determinante, en busca de tierras más seguras. Un éxodo del que un día pudieran regresar cuando el peligro hubiera pasado. El reino de Cazorla se iba despoblando en la medida que sus habitantes tomaban el camino de Baza.  Solo él y su escolta permanecían en aquel castillo esperando la llegada del ejército cristiano. Incluso sus enseres, pertenencias y riquezas habían sido puestas a salvo. Ahora caminaba entre las silenciosas y vacías estancias del castillo asomándose nervioso por las ventanas del castillo y oteando el horizonte. Su escolta permanecía junto a él, sin entender el motivo por el que aún permanecían en el castillo una vez que todos habían abandonado la ciudad.  ¿Qué les retenía allí?

En efecto, con la ciudad vacía y todas las pertenencias a salvo, no parecía haber motivo alguno para permanecer allí.

Pero lo había…. Su joven y hermosa hija. Su principal tesoro.

Había decidido que su hija permaneciera en el castillo, oculta en unas secretas habitaciones subterráneas cuya  existencia sólo él conocía. Esperaría hasta el último momento y la dejaría allí, escondida, bien provista de alimentos y lámparas de aceite y todas las cosas necesarias para resistir su escondite durante los días que durase su reclusión, hasta que los cristianos abandonaran la ciudad cuando acabaran de saquearla. No quería exponerla al peligro de que los cristianos advirtieran la huida de todos, acudieran a buscarlos y les alcanzaran y que ella cayera en sus manos. Su plan era perfecto. Nadie conocía el secreto. Solo él. Volvería a liberarla cuando todo acabase.

Ahora, en el horizonte caía el sol, pero asomaba el ejército conquistador. El rey moro y su escolta montaron en sus caballos y salieron a galope tendido de la ciudad. Miró hacia atrás para mirar por última vez la fortaleza en la que se encontraba su hija. Pero su rostro se contrajo cuando vio como una flecha atravesaba el crepúsculo y se dirigía directa a él. No vio más. Sintió una fuerte punzada en la garganta que lo derribó del caballo. En un último esfuerzo, intentó decir algo, pero aquello le había segado la voz. La oscuridad y el silencio se adueño de él y se llevó con él su secreto…..

El rey y su séquito habían sido víctimas de una avanzadilla cristiana y les había sorprendido en su huida. La conquista había sido fácil ante la total ausencia de resistencia. Los cristianos no devastaron la ciudad, sino que decidieron permanecer  y asentarse allí. Los nuevos colonos poblaron la comarca y la vida cotidiana regresó a aquel lugar.

Mientras, en el húmedo subterráneo permanecía la cautiva princesa esperando su rescate.  Podía oír el ruido que indicaba la presencia humana en el exterior, pero las tinieblas no le permitían ver nada. Con el candil en la mano vagaba la princesa por buscando una salido o la forma de advertir a los demás de su angustiada presencia.

El tiempo pasaba y la princesa comprendió que el mundo se había olvidado de ella. Hacía tiempo que el candil se había apagado definitivamente y las provisiones estaban a punto de agotarse. La angustia y la locura empezaron a adueñarse de ella. Solo bebía el agua que se filtraba por las paredes y se arrastraba buscando insectos con los que poder alimentarse. El frío de aquella pétrea cárcel demostraba que el verano ya había pasado y el invierno amenazaba, aún más, su presencia en aquel lugar. Aterida de frío, la princesa comprendió que su muerte era irremediable y se preparó para sufrir lo menos posible. Se acurrucó en su oscuro lecho y se dispuso a dormir en un último y profundo sueño.  Y durmió, o creyó dormir, durante mucho, mucho tiempo, en un sueño amenazado por constantes y horribles pesadillas.  En medio de la helada oscuridad se despertó de repente. Sentía todo su cuerpo entumecido y paralizado por el frío. No sentía sus piernas Quiso frotarlas con las manos. Pero su tacto encontró algo viscoso y áspero. Notó que se había convertido en una serpiente de cintura para abajo. Aceptó su metamorfosis con determinación y empezó a moverse lentamente en su húmeda estancia.  Aquella criatura se había transformado en Tragantía. La que en la noche de San Juan canta con dulcísima voz:

Yo soy la Tragantía

hija del rey moro,

el que me oiga cantar

no verá la luz del día

ni la noche de San Juan.

Desde entonces, en la noche de San Juan, los niños de Cazorla se apresuran a ir a la cama y estar dormidos antes de que el reloj toque las doce campanadas de la medianoche, para que no se cumpla la letra de la fatídica canción que todos conocen.

En una torre del castillo de La Yedra de Cazorla hay una pesada losa con una argolla de hierro que nadie se ha atrevido a levantar. Se dice que es la entrada que lleva al subterráneo donde el rey moro de Cazorla ocultó a su hija.

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